Sin
haberme hecho grandes expectativas, esperaba más, litúrgicamente
hablando, de la Misa de clausura de la JMJ. En todo caso doy gracias a Dios de
haber evitado al Papa Benedicto ser él quien bebiera el amargo cáliz de la
indiferencia a lo que fuera su magisterio litúrgico, tan profundo, tan
insistente y tan grave, durante los años de su pontificado e incluso antes. Me
alegra, en cambio, que el Papa Francisco, hombre formado en la recia ascética
de San Ignacio, pueda comprobar personalmente los peligros que acosan a la
liturgia y la necesidad de velar siempre sobre ella. Ahora bien, siempre que contemplo
estas misas multitudinarias, tan difíciles de controlar, donde la cantidad de
participantes es inversamente proporcional a la calidad del rito, suelo
recordar unas consideraciones del pensador francés Jean Guitton sobre los
acelerados cambios que sufrió la Iglesia en el ámbito litúrgico. “Las
transformaciones de la liturgia -escribió hace años- se han llevado a cabo demasiado rápidamente. Permítaseme citar la opinión de un
observador grave, extraño al catolicismo, André Chevrillon (que era sobrino de
Taine). Hablábamos de la reforma litúrgica. Con la gran calma que caracteriza a
los prudentes, me hizo esta observación: ‛Las
mutaciones profundas en el plano biológico o histórico se han producido de un
modo imperceptible y mediante una serie de cambios mínimos. Ud. es joven, pero
algún día se dará cuenta de que este nuevo modo que tienen los católicos de
celebrar su misa tendrá consecuencias importantes. Pronto el catolicismo
difícilmente se distinguirá del protestantismo’.” (J. Guitton, Silencio
sobre lo esencial, Edicep, Valencia 1988. p. 32).
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