jueves, 25 de febrero de 2021

LA ESTRATEGIA DEL SALVADOR

Las tentaciones de Cristo, Mosaico S. XII.
Basílica de San Marcos, Venecia. 

Gusta a los Padres de la Iglesia destacar que Jesucristo, para nuestra liberación, se sirvió de las mismos medios y estrategias que utilizó Satanás para nuestra caída. De esta manera, junto con realzar el poder del Redentor, ponen en evidencia la humillación propinada al tentador y la precariedad de su victoria sobre el hombre. A su vez, se fortalece también la esperanza al mostrar cómo la gracia de Dios puede convertir nuestras heridas en condecoraciones y nuestras derrotas en victorias. En este sentido, hay un texto particularmente expresivo del Crisóstomo:


«Una virgen, un madero y la muerte fueron el signo de nuestra derrota. Eva era virgen, porque aún no había conocido varón; el madero era un árbol; la muerte, el castigo de Adán. Mas he aquí que, de nuevo, una Virgen, un madero y la muerte, antes signo de derrota, se convierten ahora en signo de victoria. En lugar de Eva está María, en lugar del árbol de la ciencia del bien y del mal, el árbol de la cruz; en lugar de la muerte de Adán, la muerte de Cristo. ¿Te das cuenta de cómo el diablo es vencido en aquello mismo en que antes había triunfado?» (San Juan Crisóstomo, Sobre el cementerio y la cruz, 2; PG 49, 396). 

La misma idea subyace en el siguiente texto de San Gregorio Magno sobre las tentaciones de Cristo en el desierto:


«Considerando con atención el orden que sigue el demonio en sus tentaciones, veamos con qué grandeza somos liberados de ellas. Con tres géneros de tentaciones incitó nuestro enemigo común a nuestro primer padre, a saber: con la gula, con la vanagloria, y con la avaricia... Le tentó con la gula, cuando le enseñó la fruta del árbol prohibido y le aconsejó que comiera de ella. Le tentó con la vanagloria cuando le dijo: seréis como dioses (Gn 3, 5). Y le tentó con la avaricia cuando le dijo: sabréis el bien y el mal. Porque no es solo avaricia el deseo de la riqueza, sino también el deseo de ocupar puestos elevados. Con razón, pues, se califica de avaricia al deseo inmoderado de ser más. Si el robo del honor no fuera avaricia, de ninguna manera hubiera dicho San Pablo del Hijo unigénito de Dios: no juzgó robo el considerarse igual al Padre (Fl 2, 6). El diablo llegó hasta hacer ensoberbecerse a nuestro primer padre, porque excitó en él la codicia de la preeminencia.

 

Más por los medios con que el diablo venció al primer hombre, por los mismos fue vencido por el segundo hombre tentado: Le tentó por la gula cuando le dijo: Di que estas piedras se conviertan en panes. Le tentó por la vanagloria, diciendo: Si eres Hijo de Dios, échate abajo. Le tentó por la avaricia, cuando enseñándole todos los reinos de este mundo, le dijo: Todas estas cosas te daré, si postrándote me adorares. Mas por los mismos modos con que se gloriaba de haber vencido al primer hombre, fue vencido por el segundo; para que salga aprisionado de nuestros corazones por la entrada misma por donde se había introducido en ellos y nos tenía aprisionados» (San Gregorio Magno, Hom XVI, in Evang., en Los Santos Padres. Colección escogida de sus homilías y sermones, Madrid 1878, Vol. I, p. 168)

lunes, 22 de febrero de 2021

UN ANHELO DEL CARDENAL SARAH

 

«El cardenal Robert Sarah, escribió su amigo e interlocutor Nicolas Diat, es un maestro espiritual extraordinario. Un hombre grande por su humildad, una guía firme y suave, un padre que no se cansa nunca de hablar del Dios al que ama... Es un compañero de Dios, un hombre de misericordia y de perdón, un hombre de silencio, un hombre bueno». Estas son sus credenciales, además de los padecimientos por Cristo y su Iglesia que han acompañado su vida. Sus detractores, por lo general personajes de escasa categoría intelectual, resultan insignificantes ante la egregia figura del cardenal guineano. Muchos estamos convencidos –también con palabras de N. Diat– «de que Dios ha posado sobre el cardenal una mirada especial» (Dios o nada, Madrid 2015, p.12).

Como Prefecto de la Sagrada Congregación para el Culto divino, el cardenal Sarah confidenció en su momento un deseo profundo que albergaba en su corazón. Estamos seguros de que cualquiera sea el lugar donde Dios lo llame ahora a servirle, seguirá trabajando en este proyecto fundamental que, con idéntica vibración, palpita a su vez en el corazón del Papa emérito:


«Mi deseo más profundo y humilde es servir a Dios, a la Iglesia y al Santo Padre con devoción, sinceramente y en unión filial. Pero tengo esta esperanza: si Dios quiere, cuando Él quiera y como Él quiera, se llevará a cabo en la liturgia una reforma de la reforma. Se hará pese al rechinar de dientes, porque lo que está en juego es el futuro de la Iglesia. Maltratar la liturgia es maltratar nuestra relación con Dios y la expresión concreta de nuestra fe cristiana. La Palabra de Dios y la enseñanza de la Iglesia siguen escuchándose, pero las almas que desean volverse hacia Dios, ofrecerle un verdadero sacrificio de alabanza y adorarle, ya no se sienten atraídas por unas liturgias demasiado horizontales, antropocéntricas y festivas, más parecidas a veces a ruidosos y vulgares eventos culturales. Los medios han impregnado totalmente y transformado en espectáculo el santo sacrificio de la misa, memorial de la muerte de Jesús en la Cruz para la salvación de nuestras almas.

 

El sentido del misterio desaparece detrás de los cambios, de las constantes adaptaciones decididas de forma autónoma e individual para seducir a nuestras modernas mentes profanadoras, marcadas por el pecado, la secularización, el relativismo y el rechazo de Dios. En muchos países occidentales vemos cómo los pobres abandonan la Iglesia católica, tomada al asalto por personas malintencionadas que se creen intelectuales y desprecian a los sencillos y pobres. Esto es lo que el Santo Padre debe denunciar alto y claro. Porque una Iglesia sin pobres ya no es Iglesia, sino un simple club. ¡Cuántos templos vacíos hay hoy en Occidente, cerrados, destruidos o transformados en edificios profanos privados de su sacralidad y de su destino original! Aun así, sé que muchos sacerdotes y muchos fieles viven su fe con un celo extraordinario y pelean cada día para preservar y enriquecer las casas de Dios.

 

Es urgente recuperar la belleza, la sacralidad y el origen divino de la liturgia con nuestra firme fidelidad a la enseñanza del Catecismo de la Iglesia Católica» (La fuerza del silencio, Madrid 2017, p. 152.153).


miércoles, 17 de febrero de 2021

JOSÉ, TERROR DE LOS DEMONIOS

Entre las súplicas que componen las letanías en honor de San José nos encontramos esta sugestiva invocación, llena de densidad teológica: José, terror de los demonios, ruega por nosotros. Nada infunde tanto pavor a Satanás como la humildad, la sencillez y el silencio de las almas santas y escondidas; es algo que, a pesar de su aguda inteligencia luciferina, su orgullo no le permite entender ni soportar. Michel Gasnier, en su obra Los silencios de San José, nos ofrece una luminosa reflexión en este sentido:


José, «no protestaba por los callos de sus manos, cada vez más duros, por el sudor que perlaba por su frente y secaba con el dorso de su mano, antes bien cantaba mientras trabajaba en su taller. Cantaba al ritmo de su mazo y repetía los versículos del salmo 150 que su tatarabuelo David había compuesto:

 

¡Alabad al Señor con arpas y cítaras!

¡Alabadla con tambores y danzas!

¡Alabadle con instrumentos de cuerda y con flautas!

¡Alabadle con platillos sonoros!

¡Alabadle con platillos resonantes!

 

El címbalo que José tañía era su hacha, su flauta una regla, su tímpano una garlopa, su salterio una sierra, su cítara un martillo. Mientras los utilizaba, su corazón permanecía unido a Dios y su alma se elevaba hacia él.

 

El demonio jamás franqueaba la puerta de su taller. Se sentía confundido y desarmado frente a este hombre humilde. Por listo que fuese, no era capaz de comprender el misterio de quien le parecía a la vez indefenso y inexpugnable. No sabía por donde atacarle, por donde tentarle. Para tener éxito con un alma, necesita encontrar en ella un mínimo de rebelión, un esbozo del Non serviam! Pero este misterioso carpintero parecía tan feliz aserrando troncos de árboles y dando forma a las ruedas de las carretas, que Satanás odiaba hasta el ruido de su martillo y de su sierra, que, a sus oídos, sonaba como una música religiosa. El espectáculo de aquel hombre justo era una tortura para él» (M. Gasnier, Los silencios de San José, Ed. Palabra 2002, p. 41-42).


miércoles, 10 de febrero de 2021

EL LATÍN, LENGUA SAGRADA Y VÍNCULO DE COMUNIÓN

Portal de la iglesia de un monasterio. Schlägl, Austria

Descubrir la Misa. En la tierra como en el cielo, es el título de un opúsculo que comenta las ceremonias de la misa al compás de los ritos de la liturgia tradicional. Por los servicios que el latín ha prestado a la Iglesia y los especiales deberes de Ella para con dicha lengua, en frase de Juan Pablo II, dejo una traducción del capítulo 6 de esta obra que versa precisamente sobre el latín como lengua sagrada del culto en la Iglesia Romana. Este ensayo fue publicado en 1996 por Ediciones Sainte Madeleine en la abadía de La Barroux. El texto completo en francés puede encontrarse en el siguiente enlace dentro de la sección liturgia: www.clerus.va

LA LENGUA SAGRADA

Observemos, en primer lugar, que prácticamente todas las religiones utilizan, para dirigirse a la divinidad, una lengua sagrada que introduce al hombre en el universo divino, fuera del ámbito de lo profano y de lo cotidiano, y que manifiesta la trascendencia de Dios. En la Iglesia, cada una de las diferentes familias litúrgicas emplea una lengua litúrgica; los griegos utilizan el griego antiguo, los rusos el eslavo, la iglesia romana el latín, etc. Asimismo, la lengua cultual de los judíos, en tiempos de Nuestro Señor, no era el arameo (lengua hablada) sino el hebreo. El latín, dice Juan XXIII, «es un signo manifiesto y espléndido de unidad». (Carta Iucunda laudatio, 8 de diciembre de 1961).

Unidad en el tiempo, ante todo, porque nuestros labios pronuncian las mismas palabras que emplearon nuestros antepasados, aquellas mismas fórmulas litúrgicas cinceladas con precisión por San León, San Gregorio y tantos otros; esas fórmulas que nos ponen en contacto directo con la Iglesia de los primeros siglos. «Es –dice siempre Juan XXIII– el vínculo ideal gracias al cual la Iglesia de hoy se une a la de ayer y a la de mañana». (Constitución Apostólica Veterum sapientia, 22 de febrero de 1962). Unidad en el espacio, también, porque el latín une a los fieles más allá de las naciones y fronteras. Al no ser la lengua propia de ningún pueblo, no favorece ni desfavorece a ninguno de ellos; esto la convierte en una lengua universal.

Pero el latín es una lengua muerta, dicen algunos. ¿No es esto un inconveniente? Todo lo contrario. Una lengua llamada «muerta» es una lengua que apenas evoluciona, y que, por lo mismo, es capaz de mantener intacto un pensamiento a lo largo de los siglos. El latín presenta así la ventaja de ofrecernos textos litúrgicos en perfecta sintonía con la fe de la Iglesia, y lo que es más, de enseñarnos esta fe por medio de las oraciones que recitamos, de manera que aquí también se verifica el adagio antiguo: «La ley de la oración establece la ley de la fe, Legem credendi statuat lex supplicandi». ¿Cómo podría ser esto posible con una lengua viva, cuyas palabras evolucionan sin cesar y cambian de sentido tan rápidamente? Quizá se nos objete que nuestros contemporáneos ya no conocen el latín. A esto se pueden dar varias respuestas.

Ante todo, la oración se dirige a Dios. Por tanto, lo esencial es que Él la entienda. No nos preocupemos por esto.

En segundo lugar, los historiadores de la liturgia nos enseñan que la Iglesia romana tuvo el griego, la lengua internacional de la cuenca mediterránea, como lengua litúrgica hasta el siglo IV, antes de que el latín se impusiera como una lengua susceptible de mayor universalidad. Pero no nos imaginemos que el griego y luego el latín fueran alguna vez la lengua materna, la lengua vernácula de todos los católicos de rito romano. ¡La Santa Iglesia lo sabía bien! Por eso, su preocupación era mucho más hacer rezar juntos a los fieles en una lengua que los uniera (aunque no la comprendieran o la comprendieran poco, como siempre fue el caso de muchos de ellos), a que lo hicieran en la multitud de sus lenguas maternas, que quizá habría contribuido a dividirlos. Así, pues, al mantener el latín como lengua litúrgica de la Iglesia romana, el Concilio de Trento estaba en perfecta continuidad con la Iglesia de los primeros siglos.

Además, no es necesario comprender al detalle todos los textos para seguir la liturgia y participar en ella. Santa Juana de Arco «no sabía ni A ni B», nos dice, pero ¿acaso esto le impidió vivir intensamente la liturgia? El padre Paul De Clerck, director del Instituto Superior de Liturgia de París, señala con acierto: «Antes, cuando los textos estaban en latín, la gente comprendía algo, y tal vez lo esencial, a saber, la fe con la que se realizaba la acción». (L’intelligence de la liturgie, Cerf, 1995, p. 59).

Por último, desde hace mucho tiempo los fieles tienen a su disposición misales que dan íntegramente el texto latino de los oficios, con la traducción correspondiente: el conocimiento del latín no es necesario, por tanto, para comprender las oraciones de la Iglesia. Por otra parte, la experiencia demuestra que con un poco de paciencia se obtienen resultados sorprendentes. El padre Emmanuel, párroco de la pequeña parroquia rural del Mesnil-Saint-Loup, en el siglo pasado, se había propuesto enseñar el latín litúrgico a sus feligreses. Le escribía a un amigo en 1876: «Me gustaría que vieras a los niños traduciéndote los salmos. Es de no creer... Cuando vengas por aquí, seguro, haré que una mujer pobre te traduzca un salmo, ya verás...» (Découvrir la messe. Sur la terre comme au ciel, C. 6).

jueves, 4 de febrero de 2021

SUBLIME VIVENCIA DE LA MISA ANTIGUA

Abadía de Le Barroux

En su libro Resurgimiento en medio de la crisis. Sagrada liturgia, Misa tradicional y renovación de la Iglesia –obra que recoge una selección de ensayos breves sobre la belleza y la fuerza santificadora y apostólica de la misa tradicional–, Peter Kwasniewski nos ofrece un testimonio de la impresión profunda que dejó en su alma la experiencia de la misa antigua vivida en el silencio de la abadía de Le Barroux, en Francia. En verdad, cualquier muchacho piadoso que haya estudiado en un colegio de religiosos podría contar una experiencia similar. El desfile matinal de sacerdotes portando el cáliz velado en sus manos en dirección a un altar lateral de la iglesia, precedido de un alumno que le abría paso y le ayudaría la santa misa, era una escena habitual en las capillas de los grandes colegios católicos antes del Concilio. El texto que recojo a continuación me parece adecuado como muestra de una idea que surca toda la obra del Dr. Kwasniewski: la difusión de la Misa tridentina o forma extraordinaria del Rito Romano, con todo su significado litúrgico, teológico y espiritual, es un elemento fundamental para el futuro de la Iglesia. Así como la yedra solo puede levantarse del suelo si se adhiere a un tronco por el que trepar, así también la vida de la Iglesia está más necesitada que nunca de este sagrado tronco litúrgico para resurgir con fuerza en medio de nuestro mundo desolado y secularizado.

* * * 

«Recuerdo aquellas benditas madrugadas que pasé en el monasterio de Le Barroux, en Francia, contemplando, en la oscura iglesia románica, cómo iban saliendo de la sacristía los monjes y sus acólitos, uno tras otro, hacia altares laterales individuales, donde comenzaban a susurrar las oraciones de la Misa inmortal. Los pocos visitantes presentes elegían una capilla, de las muchas en uso, se arrodillaban en el duro suelo de piedra, y seguían la Misa en sus propios misales, mientras oían, débilmente, las señales de muchas otras Misas dichas simultáneamente bajo las mismas bóvedas. Nunca olvidaré el momento de la consagración en la capilla de mi monje anónimo, cuando, en medio de un silencio tan denso y bello como el que, me imagino, el cielo nos tiene reservado luego de este mundo lleno de ruido, oí no sólo la campanilla del acólito vecino que sonaba claramente en el vacío,  sino también, y casi al mismo tiempo, un coro de campanillas de otros acólitos que sonaban en toda la iglesia a medida que docenas de sacerdotes hacían la genuflexión ante la Hostia y el Cáliz consagrados, y elevaban el precioso Cuerpo y Sangre del Señor hacia la Santísima Trinidad, observados por incontables ángeles y unos pocos hombres mortales. Recuerdo haberme llenado de la sensación irrefragable de que la única razón por la que el sol salía y se ponía, la única razón por la que Dios Todopoderoso no había todavía aniquilado la vida en este planeta, como lo hizo en Sodoma y Gomorra, era el Santo Sacrificio ofrecido por estos monjes devotos y muchos otros como ellos.

Lo que experimenté -inexpresable en palabras- fue el sentimiento de que la Misa está absolutamente enfocada en Dios, y en el agrado que ella causa a Dios. La visita a Le Barroux me hizo darme cuenta de cuán obstinadamente errados fueron los reformadores de Bugnini, no sólo en el tema de la Misa privada, sino en el del verdadero propósito del culto litúrgico y, por consiguiente, de todos los accesorios y aspectos accidentales que le pertenecen». (Peter Kwasniewski, Resurgimiento en medio de la crisis, Angelico Press, 2019. p. 107).