Descubrir
la Misa. En la tierra como en el cielo, es el título de un opúsculo que comenta las
ceremonias de la misa al compás de los ritos de la liturgia tradicional. Por los
servicios que el latín ha prestado a la Iglesia y los especiales deberes de Ella para con
dicha lengua, en frase de Juan Pablo II, dejo una traducción del capítulo 6 de esta obra que versa precisamente sobre el
latín como lengua sagrada del culto en la Iglesia Romana. Este ensayo fue
publicado en 1996 por Ediciones Sainte Madeleine en la abadía de La Barroux. El texto completo en
francés puede encontrarse en el siguiente enlace dentro de la sección liturgia: www.clerus.va
LA LENGUA SAGRADA
Observemos, en primer lugar, que prácticamente todas las religiones utilizan, para dirigirse a la divinidad, una lengua sagrada que introduce al hombre en el universo divino, fuera del ámbito de lo profano y de lo cotidiano, y que manifiesta la trascendencia de Dios. En la Iglesia, cada una de las diferentes familias litúrgicas emplea una lengua litúrgica; los griegos utilizan el griego antiguo, los rusos el eslavo, la iglesia romana el latín, etc. Asimismo, la lengua cultual de los judíos, en tiempos de Nuestro Señor, no era el arameo (lengua hablada) sino el hebreo. El latín, dice Juan XXIII, «es un signo manifiesto y espléndido de unidad». (Carta Iucunda laudatio, 8 de diciembre de 1961).
Unidad en el tiempo, ante todo, porque nuestros labios pronuncian las mismas palabras que emplearon nuestros antepasados, aquellas mismas fórmulas litúrgicas cinceladas con precisión por San León, San Gregorio y tantos otros; esas fórmulas que nos ponen en contacto directo con la Iglesia de los primeros siglos. «Es –dice siempre Juan XXIII– el vínculo ideal gracias al cual la Iglesia de hoy se une a la de ayer y a la de mañana». (Constitución Apostólica Veterum sapientia, 22 de febrero de 1962). Unidad en el espacio, también, porque el latín une a los fieles más allá de las naciones y fronteras. Al no ser la lengua propia de ningún pueblo, no favorece ni desfavorece a ninguno de ellos; esto la convierte en una lengua universal.
Pero el latín es una lengua muerta, dicen algunos. ¿No es esto un inconveniente? Todo lo contrario. Una lengua llamada «muerta» es una lengua que apenas evoluciona, y que, por lo mismo, es capaz de mantener intacto un pensamiento a lo largo de los siglos. El latín presenta así la ventaja de ofrecernos textos litúrgicos en perfecta sintonía con la fe de la Iglesia, y lo que es más, de enseñarnos esta fe por medio de las oraciones que recitamos, de manera que aquí también se verifica el adagio antiguo: «La ley de la oración establece la ley de la fe, Legem credendi statuat lex supplicandi». ¿Cómo podría ser esto posible con una lengua viva, cuyas palabras evolucionan sin cesar y cambian de sentido tan rápidamente? Quizá se nos objete que nuestros contemporáneos ya no conocen el latín. A esto se pueden dar varias respuestas.
Ante todo, la oración se dirige a Dios. Por tanto, lo esencial es que Él la entienda. No nos preocupemos por esto.
En segundo lugar, los historiadores de la liturgia nos enseñan que la Iglesia romana tuvo el griego, la lengua internacional de la cuenca mediterránea, como lengua litúrgica hasta el siglo IV, antes de que el latín se impusiera como una lengua susceptible de mayor universalidad. Pero no nos imaginemos que el griego y luego el latín fueran alguna vez la lengua materna, la lengua vernácula de todos los católicos de rito romano. ¡La Santa Iglesia lo sabía bien! Por eso, su preocupación era mucho más hacer rezar juntos a los fieles en una lengua que los uniera (aunque no la comprendieran o la comprendieran poco, como siempre fue el caso de muchos de ellos), a que lo hicieran en la multitud de sus lenguas maternas, que quizá habría contribuido a dividirlos. Así, pues, al mantener el latín como lengua litúrgica de la Iglesia romana, el Concilio de Trento estaba en perfecta continuidad con la Iglesia de los primeros siglos.
Además, no es necesario comprender al detalle todos los textos para seguir la liturgia y participar en ella. Santa Juana de Arco «no sabía ni A ni B», nos dice, pero ¿acaso esto le impidió vivir intensamente la liturgia? El padre Paul De Clerck, director del Instituto Superior de Liturgia de París, señala con acierto: «Antes, cuando los textos estaban en latín, la gente ‘comprendía’ algo, y tal vez lo esencial, a saber, la fe con la que se realizaba la acción». (L’intelligence de la liturgie, Cerf, 1995, p. 59).
Por último, desde hace mucho tiempo los fieles tienen a su disposición misales que dan íntegramente el texto latino de los oficios, con la traducción correspondiente: el conocimiento del latín no es necesario, por tanto, para comprender las oraciones de la Iglesia. Por otra parte, la experiencia demuestra que con un poco de paciencia se obtienen resultados sorprendentes. El padre Emmanuel, párroco de la pequeña parroquia rural del Mesnil-Saint-Loup, en el siglo pasado, se había propuesto enseñar el latín litúrgico a sus feligreses. Le escribía a un amigo en 1876: «Me gustaría que vieras a los niños traduciéndote los salmos. Es de no creer... Cuando vengas por aquí, seguro, haré que una mujer pobre te traduzca un salmo, ya verás...» (Découvrir la messe. Sur la terre comme au ciel, C. 6).
Excelente explicación para los que objetan no entender la Santa Misa en latín
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