sábado, 27 de octubre de 2018

SANTA MARÍA EN SÁBADO

Virgen con el Niño. Francisco de Zurbarán (1658) 

O gloriosa Domina,
excelsa super sidera,
qui te creavit provide,
lactas sacrato ubere.

Oh gloriosa Señora,
elevada sobre las estrellas,
que nutres con tu pecho sagrado,
a quien te creó con amor.

Ad Laudes matutinas
Hymnus

viernes, 19 de octubre de 2018

SAN JUAN DE BRÉBEUF Y SU SED DE MARTIRIO


«Vosotros sois los que habéis permanecido conmigo en mis pruebas, y yo dispongo del reino en favor vuestro» (Lc 22, 28), prometía Jesús a los suyos en la intimidad del Cenáculo. La gracia de permanecer fiel junto a Cristo en medio de las tribulaciones para testimoniar así su amor y soberanía sobre todas las cosas, es el deseo que se alberga en el corazón de todo mártir; deseo tanto más conmovedor cuanto más vehemente es. A lo largo de su historia nunca ha faltado a la Iglesia el adorno precioso del martirio, ni la disposición de tantos de sus hijos a este supremo testimonio de fe y caridad. En el Siglo XVII nos topamos con este valeroso ejemplo: 

«D
urante dos años –escribía San Juan de Brébeuf– he sentido un continuo e intenso deseo del martirio y de sufrir todos los tormentos por el que han pasado los mártires.
Mi Señor y Salvador Jesús, ¿cómo podría pagarte todos tus beneficios? Recibiré de tu mano la copa de tus dolores, invocando tu nombre. Prometo ante tu eterno Padre y el Espíritu Santo, ante tu santísima Madre y su castísimo esposo, ante los ángeles, los apóstoles y los mártires y mi bienaventurado padre Ignacio y el bienaventurado Francisco Javier, y te prometo a ti, mi Salvador Jesús, que nunca me sustraeré, en lo que de mi dependa, a la gracia del martirio, si alguna vez, por tu misericordia infinita me la ofreces a mí, indignísimo siervo tuyo.
Me obligo así, por lo que me queda de vida, a no tener por lícito o libre el declinar las ocasiones de morir y derramar por ti mi sangre, a no ser que juzgue en algún caso ser más conveniente para tu gloria lo contrario. Me comprometo además a recibir de tu mano el golpe mortal, cuando llegue el momento, con el máximo contento y alegría; por eso, mi amantísimo Jesús, movido por la vehemencia de mi gozo, te ofrezco ya ahora mi sangre, mi cuerpo y mi vida, para que no muera sino por ti, si me concedes esta gracia, ya que tú te dignaste morir por mí. Haz que viva de tal modo, que merezca alcanzar de ti el don de esta muerte tan deseable. Así, Dios y Salvador mío, recibiré de tu mano la copa de tu pasión, invocando tu nombre: ¡Jesús, Jesús, Jesús»! (De los apuntes espirituales de san Juan de Brébeuf, presbítero y mártir. The Jesuit Relations and Allied Documents, The Burrow Brothers Co, Cleveland 1898, 164)

lunes, 15 de octubre de 2018

TERESA DE JESÚS, ¡QUÉ MUJER!

Santa Teresa de Ribera. Foto wikipedia.

En la historia de la espiritualidad la figura de Santa Teresa de Jesús se nos presenta fascinante y variada. Como dice un buen conocedor de su vida y de su espíritu, «más allá de sus libros y del influjo ejercido por los mismos en el campo del pensamiento después de su muerte, aparecen muy interesantes su figura humana, su conciencia de mujer y el estilo de su feminidad, su presencia en el mundo incluso en la esfera profana, su constante actualidad durante los cuatro siglos que la separan de nosotros; actualidad confirmada por la proclamación de Teresa de Jesús como doctora de la Iglesia el 27 de septiembre de 1970» (Cf. E. Ancilli, Diccionario de espiritualidad, Herder 1984, Tomo III, p. 473).

Con justa razón la misa de su fiesta comienza con estas palabras del salmo: «Como el siervo desea las fuentes de las aguas, así te anhela mi al alma, ¡oh Dios mío! Mi alma tiene sed de Dios, del Dios vivo» (Sal 41, 2-3). Atraída por las fuentes cristalinas del amor de Dios, Teresa no deja de buscar al Señor, tanto en medio de pruebas y sequedades, como a la hora de los más dulces arrebatos místicos. A base de seguir a Cristo llega a ser no solo una gran santa, sino también una gran mujer.

En el capítulo IX  del Libro de la Vida, Teresa nos cuenta de qué modo comenzó el Señor a despertar su alma. Tras un largo período de incertidumbres y luchas entre un «sí» sincero a Dios y un «no» al mundo que no terminaba de ser radical, Dios vuelve a llamar a las puertas de su alma con dos golpes providenciales que serán el comienzo de su transformación definitiva: el encuentro inesperado con una imagen de Cristo sufriente y la lectura de las Confesiones de San Agustín. A través de acontecimientos aparentemente sencillos, se hacía presente el «toque divino» (expresión muy querida de San Juan de la Cruz) removiendo su corazón y fortaleciendo su voluntad. Así lo relata en su autobiografía:

«Acaecióme que, entrando un día en el oratorio, vi una imagen que habían traído allá a guardar, que se había buscado para cierta fiesta que se hacía en casa. Era de Cristo muy llagado y tan devota que, en mirándola, toda me turbó de verle tal, porque representaba bien lo que pasó por nosotros. Fue tanto lo que sentí de lo mal que había agradecido aquellas llagas, que el corazón me parece se me partía, y arrojéme cabe El con grandísimo derramamiento de lágrimas, suplicándole me fortaleciese ya de una vez para no ofenderle» (Libro de la Vida, IX, 1). Y más adelante añade:

«En este tiempo me dieron las Confesiones de San Agustín, que parece el Señor lo ordenó, porque yo no las procuré ni nunca las había visto. Yo soy muy aficionada a San Agustín, porque el monasterio adonde estuve seglar era de su Orden y también por haber sido pecador, que en los santos que después de serlo el Señor tornó a Sí hallaba yo mucho consuelo, pareciéndome en ellos había de hallar ayuda y que como los había el Señor perdonado, podía hacer a mí; salvo que una cosa me desconsolaba, como he dicho, que a ellos sola una vez los había el Señor llamado y no tornaban a caer, y a mí eran ya tantas, que esto me fatigaba. Mas considerando en el amor que me tenía, tornaba a animarme, que de su misericordia jamás desconfié. De mí muchas veces.
Como comencé a leer las Confesiones, paréceme me veía yo allí. Comencé a encomendarme mucho a este glorioso Santo. Cuando llegué a su conversión y leí cómo oyó aquella voz en el huerto, no me parece sino que el Señor me la dio a mí, según sintió mi corazón. Estuve por gran rato que toda me deshacía en lágrimas, con gran aflicción y fatiga» (Id, 7-8).

Con estas primeras experiencias interiores y otras muchas que vendrán después, Teresa de Jesús siente en su propia vida lo que siglos antes había experimentado Agustín en la suya: «Llamaste y clamaste, y rompiste mi sordera. Brillaste y resplandeciste y pusiste en fuga mi ceguera. Exhalaste tu perfume y respiré y suspiro por Ti (Confesiones, L. VII). Contemplando la vida de esta santa mujer aprendemos la necesidad de abrirnos a la belleza irresistible de Dios, cada vez que se hace presente en nuestras propias vidas.

lunes, 8 de octubre de 2018

¿POR QUÉ FUE ABIERTO EL CORAZÓN DE CRISTO?

Pedro Pablo Rubens
La crucifixión. Detalle

Comparto una reflexión de San Agustín sobre el misterio de La lanzada. Desde la contemplación llena de asombro, al pie de la cruz, del propio evangelista Juan hasta nuestros días, la Iglesia no ha cesado de mirar al que traspasaron. La lanzada, en sí misma cruel y deshonrosa, actuó sin embargo como llave misteriosa que abrió para el mundo los tesoros infinitos del Corazón de Cristo. De esos tesoros que manan del costado abierto del Redentor vive la Iglesia, y con ellos riega el universo; contemplando esa llaga sangrante, la Iglesia contempla su propia cuna.

***
«V
inieron, pues, los soldados y, por cierto, rompieron las piernas al primero y del otro que fue crucificado con él. En cambio, como hubiesen llegado a Jesús, cuando lo vieron muerto ya, no rompieron sus piernas; pero uno de los soldados abrió con una lanza su costado y al instante salió sangre y agua» (Jn 19, 32-24).
El evangelista ha usado una palabra cuidadosa, de forma que no dijera «golpeó» o «hirió» su costado, u otra cosa semejante, sino abrió, para que la puerta de la vida se abriera allí de donde han manado los sacramentos de la Iglesia, sin los cuales no se entra en aquella vida que es la auténtica vida. Esa sangre ha sido derramada para remisión de los pecados; esa agua prepara la copa saludable; ella proporciona el baño y la bebida. Esto lo prenunciaba la puerta que Noé mandó hacer en el costado del arca, para que por ella entrasen los animales que no iban a perecer en el diluvio, los cuales prefiguraban la Iglesia. En atención a esto, la primera mujer fue hecha del costado del marido, que dormía, y fue nominada vida y madre de los vivos, pues antes del gran mal de la prevaricación significó un gran bien. Aquí, el segundo Adán, inclinada la cabeza, durmió en la cruz para que de ahí –de eso que fluyó del costado del durmiente– le fuese formada la esposa. ¡Oh muerte en virtud de la cual los muertos reviven! ¿Qué más limpio que esa sangre? ¿Qué más saludable que esa herida?» (San Agustín, Sobre el Evangelio de san Juan CXX, 2)

jueves, 4 de octubre de 2018

DONDE FLORECE LA CASTIDAD


«Si queremos guardar la más bella de todas las virtudes, que es la castidad, hemos de saber que ella es una rosa que solamente florece entre espinas; y, por consiguiente, sólo la hallaremos, como todas las demás virtudes, en una persona mortificada» (Santo Cura de Ars, Sermón sobre la penitencia).

lunes, 1 de octubre de 2018

LOS PEQUEÑOS COMBATES DE UNA GRAN SANTA


  «Creo que la perfección es algo muy fácil de practicar, pues he comprendido que lo único que hay que hacer es ganar a Jesús por el corazón», escribía Teresa de Lisieux.
Y no solo lo comprendió, sino que lo logró plenamente. ¡Con qué exquisita delicadeza conquistó el corazón de Jesús a base de salir victoriosa de tantos pequeños combates padecidos con amor y paciencia! Un camino humilde y asequible para escalar las cimas de la santidad. 

***
«D
urante mucho tiempo, nos cuenta Teresita en uno de sus manuscritos, en la oración de la tarde estuve colocada delante de una hermana que tenía una rara manía... Apenas llegaba esta hermana, se ponía a hacer un ruidillo extraño, semejante al que se haría frotando las conchas una contra otra. Al parecer, nadie se apercibía de ello más que yo, pues tengo un oído extremadamente fino (demasiado, a veces).
Imposible me resulta, Madre mía, deciros cuánto me molestaba aquel ruidillo. Sentía grandes deseos de volver la cabeza y mirar a la culpable (...); esta hubiera sido la única manera de hacérselo notar.
Pero en el fondo del corazón sentía que era mejor sufrir aquello por amor de Dios y por no causar pena a la hermana. Así que permanecía tranquila, procurando unirme a Dios y olvidar el ruidillo... Pero todo era inútil; me sentía bañada en sudor, y me veía obligada a hacer sencillamente una oración de sufrimiento.
Pero al mismo tiempo que sufría trataba de hacerlo, no con irritación, sino con alegría y con paz, al menos en lo íntimo del alma. Me esforzaba por hallar gusto en aquel ruidillo tan desagradable; en lugar de procurar no oírlo (cosa que era imposible), ponía toda mi atención en escucharlo bien, como si se tratara de un concierto maravilloso, y toda mi oración (que no era precisamente oración de quietud) se me pasaba en ofrecer a Jesús aquel concierto». (J.P. Manglano, Orar con Teresa de Lisieux, Desclée De Brouwer 1997, p. 57-58).