lunes, 24 de septiembre de 2018

EL PECADO, UN MAL NEGOCIO

Duccio, La traición de Judas. Foto Wikipedia 

«P
ero mira, Judas, ya que estás dispuesto a vender a tu Dios, pide al menos el precio de su valor: es un bien infinito; su precio, por consiguiente, debe ser infinito. Pero tú ¿cierras la venta en treinta monedas de plata? (Mt 26, 5). Alma mía infortunada, olvídate por un momento de Judas y piensa en ti misma: dime, ¿a qué precio has vendido tantas veces al demonio la gracia de Dios?» (San Alfonso María de Ligorio, Meditaciones sobre la Pasión de Jesucristo, Madrid 1977, p.130).

viernes, 14 de septiembre de 2018

PROEZAS DE LA CRUZ. UN PANEGÍRICO DEL CRISÓSTOMO


A propósito de la turbación experimenta por Pedro ante el primer anuncio que Jesús hiciera de su pasión, San Juan Crisóstomo nos ha dejado en sus homilías sobre San Mateo un vivo panegírico de la Cruz del Señor. Lejos de ser motivo de escándalo, ella ha de ser para nosotros, al igual que para Pablo, motivo de gloria: la cruz ha vuelto a la Iglesia definitivamente invencible, hermosa y fecunda.

«Q
ue nadie, pues, se avergüence de los símbolos sagrados de nuestra salvación, de la suma de todos los bienes, de aquello a lo que debemos la vida y el ser; llevemos más bien por todas partes, como una corona, la Cruz de Cristo. Todo, en efecto, se realiza en nosotros por la Cruz. Cuando hemos de renacer, allí está presente la Cruz; cuando nos alimentamos de la mística comida, cuando se nos consagra ministros del altar, cuando se cumple cualquier ministerio, allí está siempre este símbolo de victoria. De ahí el fervor con que lo inscribimos y lo dibujamos sobre nuestras casas, sobre las paredes, sobre las ventanas, sobre nuestra frente y sobre nuestro corazón. Porque éste es el signo de nuestra salvación, el signo de la libertad del género humano, el signo de la bondad del Señor con nosotros: Porque como oveja fue llevado al matadero (Is 53, 7) … No basta hacer simplemente con el dedo la señal de la Cruz, antes hay que grabarla con mucha fe en nuestro corazón. Si de este modo la grabas en tu frente, ninguno de los impuros demonios podrá permanecer cerca de ti, contemplando el cuchillo con que fue herido, contemplando la espada que le infligió golpe mortal. Porque si a nosotros nos estremece la vista de los lugares en que se ejecuta a los criminales, considerad qué sentirán el diablo y sus demonios al contemplar el arma con que Cristo desbarató todo su poderío y cortó la cabeza del dragón. No os avergoncéis de bien tan grande, no sea que también Cristo se avergüence de vosotros cuando venga en su gloria y vaya delante el signo de la Cruz más brillante que los rayos del sol. Porque, sí, entonces aparecerá la Cruz, y su vista será como una voz que defenderá la causa del Señor y probará que nada dejó Él por hacer de cuanto a Él le tocaba. Este signo, en tiempos de nuestros antepasados, como ahora, abrió las puertas cerradas, neutralizó los venenos mortíferos, anuló la fuerza de la cicuta, curó la mordedura de las serpientes venenosas…»
«Grabemos, pues, este signo en nuestro corazón y abracemos lo que constituye la salvación de nuestras almas. La Cruz salvó y convirtió a la tierra entera, desterró el error, hizo volver la verdad, hizo de la tierra cielo y de los hombres ángeles. Por ella los demonios no son ya temibles, sino despreciables; ni la muerte es muerte, sino sueño. Por ella yace por tierra y es pisoteado cuanto primero nos hacía la guerra. Si alguien, pues, te dijere: «¿Al crucificado adoras?», contéstale con voz clara y rostro alegre: «No solo le adoro, sino que jamás cesaré de adorarle». Y si él se te ríe, llórale tú a él, pues está loco… Mas nosotros, con clara voz, levantando fuerte y alto nuestro grito, y con más libertad y franqueza si nos escuchan gentiles, digamos y proclamemos que toda nuestra gloria es la Cruz, que ella es la suma de todos los bienes, nuestra confianza y nuestra corona toda. Quisiera yo también poder decir con Pablo que por ella el mundo ha sido crucificado para mí, y yo para el mundo Gal 6, 14». (San Juan Crisóstomo, Homilías sobre San Mateo II, hom 54, 4-5, BAC 2007).

martes, 11 de septiembre de 2018

PIETER VAN DER MEER, ALCANZADO POR LA BELLEZA


P
ocos conversos al catolicismo nos han dejado un testimonio tan conmovedor del papel que la belleza ha jugado en su camino a la fe como Pieter Van der Meer. En Nostalgia de Dios, diario íntimo donde el poeta holandés narra detalladamente los hitos de su conversión, encontramos abundantes textos que describen el asombro, los sentimientos y las ideas despertadas en su alma por el encuentro y la experiencia con la belleza del arte sacro y de la liturgia católica. También cabe preguntarse con nostalgia si el arte y la liturgia de nuestros días están aún en condiciones de tocar las fibras más íntimas del corazón humano, tal como sucedió con tantos espíritus selectos en la primera mitad del siglo XX. Si bien la fealdad que se impuso en el inmediato posconcilio ha cedido, todavía me parece largo el camino por recorrer a través de la senda amable de la via pulchritudinis, el camino de la belleza, si de verdad queremos ser también nosotros alcanzados por ella, y entrever con fascinación la sublime realidad de Dios y de su Iglesia.



«Mientras la catedral gótica con el surgir impetuoso de sus pilares y sus columnas, con sus torres que se levantan como brazos hacia el cielo, con la piadosa línea de sus bóvedas que se juntan como manos en oración, simboliza la enorme nostalgia del alma, San Marcos bizantino es para mí una imagen de la eternidad, de la eternidad de Dios. En la basílica hay como una vislumbre terrestre de las moradas celestiales.
Este arte me mantiene en contacto continuo con las narraciones evangélicas, y me aproxima a los personajes sobrenaturales de la Biblia. Me siento invenciblemente forzado a pensar en Dios, al contemplar esta belleza cuyo principio espiritual es la Iglesia Católica. Descubro en mi interior un mundo nuevo» (Pieter Van der Meer de Walcheren, Nostalgia de Dios, Desclée de Brouwer, Buenos Aires 1944, p. 78).

Basílica de San Marcos, Venecia

«Mi espíritu es transportado muy lejos por este arte; él me hace presentir cosas que me es imposible nombrar, me abre un mundo que no puedo expresar, y algo análogo me ocurre con la liturgia de la Iglesia» (p. 71).

«Este esplendor sagrado no puede ser simplemente un juego. Debe existir en algún sitio una realidad de la cual todas estas cosas son los signos visibles. Esto no puede ser una ilusión engañosa; y si así fuera, todo, todo sería vano. La vida misma resultaría una comedia detestable. Pero no puedo pensar de ese modo. Sería demasiado absurdo» (Luego de asistir a una misa pontifical en San Pedro, Roma, p. 89).

«Es sublime. Esas voces femeninas –allí solo se ejecuta el canto llano– aún me parece seguir escuchándolas. Esa música es inmaterial. A veces una voz antecede al coro, las notas ascienden; y entonces parece que una ofrenda sube hacia Dios, y que esa ofrenda es un corazón que canta. Y además el silencio, el recogimiento que hay en ese lugar… Allí he sentido por primera vez que en realidad ocurría algo inefable en la Misa, mientras el sacerdote pronunciaba las palabras sacramentales, primero sobre el pan y luego sobre el vino. No puedo precisar en qué forma ni de dónde me vino este pensamiento, pero sabía que algo se había transformado, que algo inmenso acababa de suceder» (Capilla de las Benedictinas de la rue Monsieur, París, p. 141).

«Pasé la noche íntegra en la capilla de las Benedictinas: asistí a Maitines, a la Misa de medianoche, a Laudes, y más tarde, antes de amanecer, a la Misa de la Aurora. Aún estoy vibrando con la belleza sobrenatural de estos oficios. Su exterior es magnífico, el canto, las palabras de la Misa solemne oficiada por tres sacerdotes. Pero sobre todo me siento conmovido hasta lo más profundo del alma por lo que percibo detrás de una espléndida vestidura; cada gesto, cada palabra, cada acto tiene un significado oculto; es como la llama visible de un invisible fuego, es una realidad palpable del misterio, y una lejana percepción de los divinos acontecimientos» (Navidad de 1909, París, p. 144).

«La Liturgia es una santa magnificencia. Comprendo que es absurdo expresar admiración por ella, porque es demasiado evidente la belleza de este culto que expresa lo inexpresable, la Divinidad, y que hace arder en la negrura de la vida el puro esplendor de una llama blanca y recta. ¡Qué superficial y pobre es el arte, y hasta qué punto parece vano junto a esos cantos sublimes, al lado de esas palabras bíblicas cantadas, al lado de estos santos textos, de estas plegarias de duelo y de estos poemas de extraordinaria alegría!...
¡Oh, poder pensar y tener la firme seguridad de que estas ceremonias no son un espectáculo vano, un hermoso sueño, sino que son signos, símbolos que reflejan la inexpresable realidad divina! Me siento trastornado hasta lo más profundo del alma. No podrían hacerme llorar así ni una ilusión, ni una apariencia. Siento que detrás de todo lo que veo y escucho, sendas luminosas van hacia Dios. ¡Dios mío! ¡Deseo en tal forma poder creer! (p. 150 y 151).

jueves, 6 de septiembre de 2018

«ESTO TAMBIÉN PASARÁ». DE SALOMÓN EL CONSEJO

El Rey Salomón de Pedro Berruguete
Foto wikipedia

Recojo de un libro de historietas catequéticas esta sencilla y simpática anécdota. En medio de la gran confusión que impera hoy en la vida de la Iglesia, la simplicidad de estos cuentos reconforta el alma.

Cuenta una leyenda judía que Salomón, el más sabio de todos los hombres, fue visitado una vez por un rey de lejanas tierras, el cual le pidió un favor.

Dadme dijo aquel rey una frase que recordar y que pueda ayudarme, tanto en períodos de infortunio como en épocas de prosperidad.

La frase que Salomón le dio fue la siguiente: «Esto pasará también».

En el correr de su vida, cuando aquel rey se vio abrumado por las adversidades, solía repetirse a sí mismo: «Esto también pasará», y así sostenía su paciencia y su valor. Después, cuando se halló en prosperidad y todo el mundo hablaba bien de él, solía asimismo decir: «Esto pasará también», acordándose de que no debía ensalzarse en demasía, ya que todas las alegrías terrenas se marchitan y duran poco.

sábado, 1 de septiembre de 2018

RECUPERAR EL ANTIGUO OFERTORIO

Misa pontifical celebrada por Mons. Athanasius Schneider. 
Ofrecimiento del cáliz. São Paulo, 2015  


No hace mucho, en su notable obra La fuerza del Silencio, el Cardenal Robert Sarah se lamentaba por el menoscabo que ha sufrido aquella parte de la misa que conocemos tradicionalmente con el nombre de ofertorio:

«Hemos perdido el significado más hondo del ofertorio: ese momento en el que, como su nombre indica, todo el pueblo cristiano se ofrece no junto con Cristo, sino en Él, a través de su sacrificio, que se realizará en la consagración. El Concilio Vaticano II ha subrayado de un modo admirable este aspecto insistiendo en el sacerdocio bautismal de los laicos, que consiste esencialmente en ofrecernos con Cristo en sacrificio al Padre. Esta enseñanza del concilio aparecía magníficamente plasmada en las antiguas oraciones del ofertorio. Ya he dicho antes que convendría tener la libertad de volver a utilizarlas para entrar silenciosamente en la ofrenda de Cristo… Si el ofertorio se considera únicamente una preparación de los dones, un gesto práctico y prosaico, crecerá la tentación de añadir e inventar ritos para ocupar lo que se percibe como un vacío» (p. 158-159).

Es muy probable que el abandono del conjunto de oraciones que entretejían el rito del antiguo ofertorio haya contribuido a tal vaciamiento. Recitadas durante siglos, con su rico léxico sacrificial y trinitario, acompañadas de hermosos gestos litúrgicos, esas oraciones proporcionaban al Ofertorio de la misa una especial hondura, invitando a los fieles a incorporarse a la inmolación de Cristo, la Hostia pura, santa e inmaculada, la única Víctima digna de la majestad de Dios.

Recuerdo que años atrás oí contar de muy buena fuente que el Cardenal Medina Estévez, entonces Prefecto de la Sagrada Congregación para el Culto divino, cuando preparaba la tercera edición típica del Misal Romano, aparecida finalmente en 2002, tenía en mente la idea de introducir como opcional, junto al nuevo rito, el antiguo ofertorio del misal de San Pío V. Finalmente tuvo que desistir por toparse con una oposición feroz, pero con la esperanza de que pudiera hacerse realidad en una futura edición. Siempre me ha parecido absolutamente irreflexiva esa virulencia con que suelen reaccionar ciertos «expertos liturgos», cada vez que se intenta recuperar algún noble elemento de la liturgia tradicional, por pequeño que sea.

Por otra parte, resulta llamativo que el nuevo ofertorio se haya convertido casi en la única parte invariable de la Misa, a excepción de los ritos de la comunión: existen distintas y variadas fórmulas de acto penitencial, una enorme cantidad de prefacios; se han multiplicado las plegarias eucarísticas, solo ha permanecido invariable e intangible el nuevo ofertorio, con su evidente pobreza doctrinal. Tan liviano aparece a veces su sentido, también en el plano semántico, que no es raro ver al celebrante condensar en una única oración el ofrecimiento del pan y del vino, como quien quiere evitar una reiteración superflua: Bendito seas, Señor, Dios del universo, por este pan y este vino fruto de la tierra y del trabajo del hombre… Es curioso que las nuevas oraciones del ofertorio hayan adquirido la inmutabilidad del antiguo canon, y este, que representaba por antonomasia la regla invariable de la oración litúrgica, se multiplicara desproporcionadamente. Algunas de las actuales plegarias eucarísticas –pienso, por ejemplo, en las plegarias de reconciliación o en las plegarias para niños– han sido elaboradas con textos de muy dudosa calidad y procedencia. Todo parece opcional en la misa, salvo el ofertorio, que desde un comienzo fue uno de los elementos más cuestionados de la reforma litúrgica y en el que también parece estar en juego qué entendemos por Misa. Además, el amor por la variedad que ha caracterizado siempre a los reformadores litúrgicos no debiera ser óbice para la pronta reinserción en el misal del ofertorio tradicional.

Así, pues, nos hacemos eco de los buenos deseos del Cardenal Medina y del Cardenal Sarah sobre las oraciones del ofertorio del misal de San Juan XXIII: «convendría tener la libertad de volver a utilizarlas para entrar silenciosamente en la ofrenda de Cristo». Sería también una manifestación concreta del mutuo enriquecimiento entre las dos formas del rito romano propiciado por el papa Benedicto.