lunes, 27 de agosto de 2018

MÓNICA, MODELO DE MADRE CRISTIANA

Santa Mónica y su hijo Agustín. Coloquio o éxtasis de Ostia


Comparto algunos textos de Benedicto XVI sobre la figura amabilísima de Santa Mónica, modelo y patrona de las madres cristianas. Su vida nos deja una lección fundamental: cómo la fidelidad y perseverancia de los hijos en la fe, depende en gran medida de las oraciones y lágrimas de una madre santa; sin Santa Mónica, no hay San Agustín.

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«Hoy, 27 de agosto, recordamos a santa Mónica y mañana recordaremos a su hijo, san Agustín:  sus testimonios pueden ser de gran consuelo y ayuda también para muchas familias de nuestro tiempo.
Mónica, nacida en Tagaste, actual Souk-Aharás, Argelia, en una familia cristiana, vivió de manera ejemplar su misión de esposa y madre, ayudando a su marido Patricio a descubrir la belleza de la fe en Cristo y la fuerza del amor evangélico, capaz de vencer el mal con el bien. Tras la muerte de él, ocurrida precozmente, Mónica se dedicó con valentía al cuidado de sus tres hijos, entre ellos san Agustín, el cual al principio la hizo sufrir con su temperamento más bien rebelde. Como dirá después san Agustín, su madre lo engendró dos veces; la segunda requirió largos dolores espirituales, con oraciones y lágrimas, pero que al final culminaron con la alegría no sólo de verle abrazar la fe y recibir el bautismo, sino también de dedicarse enteramente al servicio de Cristo.
¡Cuántas dificultades existen también hoy en las relaciones familiares y cuántas madres están angustiadas porque sus hijos se encaminan por senderos equivocados! Mónica, mujer sabia y firme en la fe, las invita a no desalentarse, sino a perseverar en la misión de esposas y madres, manteniendo firme la confianza en Dios y aferrándose con perseverancia a la oración (Benedicto XVI, Ángelus, Domingo 27 de agosto de 2006).

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«Hace tres días, el 27 de agosto, celebramos la memoria litúrgica de santa Mónica, madre de san Agustín, considerada modelo y patrona de las madres cristianas. Muchas noticias sobre ella nos proporciona su hijo en el libro autobiográfico Las confesiones, obra maestra entre las más leídas de todos los tiempos. Aquí conocemos que san Agustín bebió el nombre de Jesús con la leche materna y fue educado por su madre en la religión cristiana, cuyos principios quedaron en él impresos incluso en los años de desviación espiritual y moral. Mónica jamás dejó de orar por él y por su conversión, y tuvo el consuelo de verle regresar a la fe y recibir el bautismo. Dios oyó las plegarias de esta santa mamá, a quien el obispo de Tagaste había dicho: "Es imposible que se pierda un hijo de tantas lágrimas". En verdad, san Agustín no sólo se convirtió, sino que decidió abrazar la vida monástica y, al volver a África, fundó él mismo una comunidad de monjes. Conmovedores y edificantes son los últimos coloquios espirituales entre él y su madre en la quietud de una casa de Ostia, a la espera de embarcarse rumbo a África. Santa Mónica ya había llegado a ser, para este hijo suyo, "más que madre, la fuente de su cristianismo". Su único deseo durante años había sido la conversión de Agustín, a quien ahora veía orientado incluso a una vida de consagración al servicio de Dios. Por lo tanto podía morir contenta, y efectivamente falleció el 27 de agosto del año 387, a los 56 años, después de haber pedido a sus hijos que no se preocuparan por su sepultura, sino que se acordaran de ella, allí donde estuvieran, en el altar del Señor. San Agustín repetía que su madre lo había “engendrado dos veces”.
La historia del cristianismo está estrellada de innumerables ejemplos de padres santos y de auténticas familias cristianas que han acompañado la vida de generosos sacerdotes y pastores de la Iglesia» (Benedicto XVI, Ángelus, Domingo 30 de agosto de 2009).

martes, 21 de agosto de 2018

SAN PÍO X, UN PAPA PROVIDENCIAL

San Pío X, de fray Pedro Subercaseaux (1911)

«¡Qué alegría, poder decir con todas las veras de mi alma: amo a mi Madre la Iglesia santa!», escribió San Josemaría en «Camino». Y es natural que este amor se extienda también a cuantos han amado y defendido a la Iglesia de Cristo en momentos de especial turbación. Quienes conocen la vida de San Pío X, no pueden dejar de admirar a este celoso defensor de la fe y de los derechos de la Iglesia, frente a las fuerzas disolventes del modernismo. San Josemaría Escrivá siempre guardó por este Santo Pontífice una devoción y gratitud grandes. Así lo reflejan algunas notas recogidas de diversos coloquios a principios de los años 70 y que reproducimos a continuación. Un interesante estudio, en lengua portuguesa, sobre esta devoción del fundador del Opus Dei por San Pío X, puede verse aquí.

«He recibido varios objetos que pertenecieron a San Pío X, que me han llenado de alegría. Considero que son muestras de cariño, con las que quiere darnos a entender que está contento de nuestra oración y de nuestra confianza, y que intercede por nosotros desde el cielo».

«Leed todos los documentos suyos, y gozaréis. Son de una actualidad tan grande, que deberían volverse a escribir para la Iglesia de ahora. Amad mucho a San Pío X y releed sus escritos».

¿Por qué habla tanto de San Pío X?, le preguntaron en otra ocasión. Su respuesta fue la siguiente:

«Porque le quiero mucho. Pero, ahora, algunos casi abofetean al sacerdote que habla bien de San Pío X. Yo le amo de una manera muy delicada, porque le debo muchos favores, y le he puesto como Intercesor para las relaciones del Opus Dei con la Santa Sede. Me va muy bien.
Recomiendo todos los documentos pastorales de San Pío X, como su Catecismo… Fue un papa providencial. Si viniese otro de esas características ahora, la Iglesia comenzaría a florecer maravillosamente en su unidad».

sábado, 18 de agosto de 2018

SIGNOS DE FE DECADENTE


Con la sabiduría propia del sentido común, Don Quijote advertía a su escudero: «No andes, Sancho, desceñido y flojo; que el vestido descompuesto da indicios de ánimo desmazalado».  Es evidente, por tanto, que la decadencia de la fe se refleja también en el uso de vestiduras sagradas feas y descompuestas.


miércoles, 15 de agosto de 2018

SIGNUM MAGNUM APPARUIT IN CÆLO

Inmaculada de Juan Antonio de Frías y Escalante
Museo de Bellas Artes. Córdoba, España 

La visión apocalíptica de la mujer vestida de sol, con la luna bajo sus pies y corona de doce estrellas sobre su cabeza, es el grandioso signo de la victoria definitiva de la mujer y su linaje sobre la serpiente del Génesis. Dios ha cumplido su promesa y toda la creación exulta de gozo: Assumpta es Maria in cælum: gaudet exercitus angelorum, María ha sido llevada al cielo; se alegra el ejército de los ángeles.

domingo, 12 de agosto de 2018

LA LITURGIA DE NUESTROS PADRES SALVARÁ LA IGLESIA


Recogemos traducido al español un simpático y animante testimonio cuyo protagonista ha querido compartir con el blog Messainlatino.it

La tradición debe ser totalmente liberada para aniquilar
la confusión que ahora reina campante

Recibimos y con mucho gusto publicamos.

“... he ido a la parroquia a confesarme.

El confesor, de unos sesenta años, me ha preguntado: “llevo aquí casi cinco años y me parece que nunca te había visto”. 

He respondido: “Es verdad padre, no me ha visto porque voy al Santuario de (...) donde cada domingo se celebra el Santa Misa en el rito antiguo.

Me esperaba el acostumbrado reproche como me ocurrió cuando hablé de esto con el Rector de un famosísimo Santuario mariano. En cambio, el confesor me ha dicho con mucha dulzura: "Continúa así hijo mío: ¡ese es el verdadero futuro de la Iglesia!

¡La liturgia de nuestros padres salvará la Iglesia! ¡Continúa así y no te rindas!"

"Padre –he contestado– ¿por qué no celebra usted también la misa antigua ya que tanto la alaba?"

El confesor: “Después de una primera celebración mía pública padecería la marginación de parte de mi orden; pero lo que más me preocupa es que mandaran aquí un párroco protestante… ten todavía un poco de paciencia: la tradición está a punto de ser totalmente legitimada y la pestífera confusión que hora reina sin trabas será destruida. Ten fe: ¡la Virgen nos ayudará!”.

jueves, 9 de agosto de 2018

EDITH STEIN Y SU AUTÉNTICO EMPERADOR


«E
stoy contenta con todo. Una scientia crucis solo se puede adquirir si se llega a experimentar a fondo la cruz. De esto estuve convencida desde el primer momento, y de corazón he dicho: ¡Ave Crux, spes unica!», escribía Santa Teresa Benedicta de la Cruz (Edith Stein) en diciembre de 1941. Trabajaba entonces en su última gran obra, La Ciencia de la Cruz, y quizá presentía también la llamada del Maestro a formar parte del espléndido ejército de sus mártires. Dos meses más tarde, en el recogimiento de su oración, descubre con renovada fe al verdadero Emperador del mundo, al auténtico Soberano de la historia, ante quien los poderosos de este mundo no son más que palillos de romero seco, como había dicho siglos antes su madre Santa Teresa. Así lo cuenta en una carta de febrero de 1942, seis meses antes de su dies natalis:

«Ayer, delante de una imagen del Niño Jesús de Praga, de improviso me di cuenta de que lleva la corona imperial, y, seguramente, no por casualidad se ha manifestado activo precisamente en Praga. Praga ha sido, a través de los siglos, la sede de los antiguos emperadores alemanes, esto es, de los romanos, y produce una impresión verdaderamente majestuosa que ninguna otra ciudad, de las que conozco, pueda compararse con ella, ni siquiera París o Viena. El Niño Jesús llegó precisamente cuando terminó el esplendor político imperial en Praga. ¿No es acaso el emperador oculto, quien debe poner fin alguna vez a toda miseria? Él tiene, desde luego, las riendas en la mano, aun cuando los hombres piensen que son ellos los que gobiernan» (Carta a la Madre Johanna Van Weersth, Echt, 2 de febrero de 1942).

lunes, 6 de agosto de 2018

LA PENA DE MUERTE, OTRA VISIÓN TAMBIÉN CATÓLICA

Muerte de Ananías tras la recriminación de Pedro   
(Rafael Sanzio 1515) Foto: wikipedia.org

un «no» al patíbulo, motivado no por la fe sino por la 
irreligiosidad de la vida contemporánea

La reciente disposición del Papa Francisco de cambiar en el Catecismo de la Iglesia Católica la formulación de la doctrina sobre la pena capital, ha vuelto a encender el debate sobre este viejo y complejo tema. Por lo mismo, me parecen dignas de consideración las reflexiones sobre el tema realizadas por Vittorio Messori en el libro Leyendas Negras de la Iglesia. Recojo a continuación la parte tercera del capítulo que el autor dedica a la pena de muerte. El lector podrá juzgar como quiera su contenido, pero no podrá poner en duda de que se trata de un enfoque también profundamente católico.

***

«C
omo creemos haber demostrado, algo que no requería demasiado esfuerzo dada la claridad y celebridad de los textos, la práctica de la pena de muerte por parte de la sociedad es una imposición de Dios en la ley del Antiguo Testamento, admitida por Jesús y los Apóstoles en el Nuevo Testamento. El Catecismo holandés, obra libre de toda sospecha, se ve obligado a reconocer que «no se puede defender que Cristo haya abolido explícitamente la guerra o la pena de muerte».

No es posible comprender en qué se basan los citados teólogos y exégetas de la Biblia que juzgan a la Iglesia «infiel a las Escrituras». ¿A qué Escrituras se refieren? Quizás a The Wish-Bible, la «Biblia del Deseo», la que habrían escrito ellos hoy día.

Sin embargo, hay que mencionar una diferencia importante en el paso del Antiguo al Nuevo Testamento: en la ley entregada a Noé y a Moisés, la condena a muerte de los reos de ciertos delitos era una obligación, una obediencia debida a la voluntad de Dios. En cambio, en el Nuevo Testamento (tal y como lo ha entendido la gran Tradición, desde los Padres de la Iglesia) la pena capital es indiscutiblemente legítima, pero no se concluye que ésta sea siempre oportuna. La oportunidad depende de un juicio que varía según los tiempos. Una cosa es el derecho reconocido a la autoridad que, utilizando las palabras de Pablo, «no lleva la espada en vano», y otra cosa es el ejercicio de este derecho.

En lo que respecta a nuestro juicio, en la sociedad y cultura del actual Occidente secularizado no sería oportuno reimplantar la pena capital allá donde se hubiera abolido; es mejor no ejercer lo que sigue siendo un derecho de la sociedad.

No vamos a detenernos en las estadísticas que, para unos confirmarían y para otros negarían la eficacia de la amenaza de muerte como sistema de prevención del crimen.

De hecho, no carecen de lógica las afirmaciones extraídas de un editorial de Civiltà Cattolica de 1865 que lleva el significativo título de «La francmasonería y la abolición de la pena de muerte», en donde, obviamente, los jesuitas se pronunciaban a favor del mantenimiento de esa terrible institución en el nuevo código italiano.

Se leía en aquel célebre periódico, que era sin la menor duda la verdadera «voz del Papa»: «En estas líneas no intentamos mostrar la licitud, conveniencia y necesidad relativa de la pena de muerte, dato que suponemos demostrado y aceptado por la gente sabia y de bien, sino declarar que mientras los hombres sabios y honrados se manifiestan a favor de la conservación de esta pena, en la práctica la están aboliendo, lo que se demuestra fácilmente con la palabra y con los hechos.»

Continúa Civiltà Cattolica: «Con la palabra, porque ¿cuál es el objetivo subyacente de quienes desean mantener la pena de muerte? Evidentemente, el objetivo que persiguen es disminuir y, si es posible, quitar totalmente de en medio a los asesinos. Así, ¿quién no es capaz de percibir que lo que ellos pretenden es abolir directamente la pena de muerte? Y no tanto en favor de los asesinos, como pretenden los liberales, sino también de los asesinados, e incluso de las posibles víctimas inocentes, de las que nunca se hacen cargo los liberales. Es, pues, evidente que los que abogan por el mantenimiento de la pena de muerte cooperan eficazmente a favor de la abolición total de la pena de muerte, por los inocentes en primer lugar, y luego, necesariamente, por los reos y asesinos».

Pero, en el fondo, opiniones de ese cariz son secundarias pero no irrelevantes respecto al problema principal para un cristiano: «Si Dios sólo da la vida, ¿es lícito que el hombre se la quite a otro hombre? ¿Existe un derecho a la vida igual para todos, incluso para el asesino, un derecho que no puede ser violado nunca?».

En realidad, quienes responden a estas cuestiones en sentido contrario a la pena de muerte, admiten en cambio el derecho de la sociedad a encerrar en prisión a los culpables de los crímenes. Ahora bien, si Dios ha creado al hombre libre, ¿cómo pueden los hombres quitarle esta libertad a otros hombres? Existe un derecho a la libertad (derecho «innato, inviolable, imprescriptible», dicen los juristas) que cualquier juez infringe cuando condena a un semejante siquiera a una hora de reclusión forzada.

Pero se dice que la vida es un valor superior al de la libertad. ¿Estamos seguros de ello? Los espíritus más puros y sensibles lo niegan. Como Dante Alighieri, con su famoso verso: «Voy buscando la libertad, que tan apreciada es, como bien sabe quien por ella rechaza la vida».

Pero, así como no es posible comprender por qué todas las culturas tradicionales, y por tanto religiosas, nunca han considerado innatural, ilícita y en consecuencia impracticable la pena capital, tampoco es posible escapar de las contradicciones si no es desde una perspectiva que vaya más allá del horizonte mundano. Es decir, una perspectiva religiosa, y cristiana en particular.

Una perspectiva que distinga entre vida biológica, terrenal y vida eterna; que esté convencida de que el derecho inalienable del hombre no es salvar el cuerpo sino el alma; y que distingue entre la vida como fin y la vida como medio.

Aunque tratamos de evitar las citas largas, en esta ocasión es necesario reproducir una porque cada una de sus palabras ha sido meditada a la luz de una visión católica que actualmente parece completamente olvidada. La cita es de ese excepcional solitario laico y católico, el suizo Romano Amerio. Éstas son sus palabras:
«Actualmente, la oposición a la pena capital deriva del concepto de inviolabilidad de la persona en cuanto sujeto protagonista de la vida terrena, tomándose la existencia mortal como un fin en sí mismo que no puede destruirse sin violar el destino del hombre. Pero este modo de rechazar la pena de muerte, aunque muchos lo consideren religioso, es en realidad irreligioso. De hecho, olvida que la religión no ve la vida como un fin sino como un medio con una función moral que trasciende todo el orden de los valores mundanos subordinados.
»Por ello —continúa Amerio—, quitarle la vida no equivale a quitarle al hombre la finalidad trascendente para la que ha nacido y que constituye su dignidad. En el rechazo a la pena de muerte se percibe un sofisma implícito: o sea que, al matar al delincuente, el hombre, y en concreto el Estado, detenta el poder de truncar su destino, sustrayéndole su función última, quitándole la posibilidad de cumplir su oficio de hombre. Lo contrario es cierto.

»En efecto —prosigue el estudioso católico—, al condenado a muerte se le puede quitar la existencia terrena, pero no su finalidad en la vida. Las sociedades que niegan la vida futura y ponen como meta el derecho a la felicidad en este mundo deben rehuir la pena de muerte como una injusticia que apaga la facultad del hombre de ser feliz. Es una verdadera y completa paradoja que los que impugnan la pena de muerte están realmente a favor del Estado totalitario, ya que le atribuyen un poder muy superior al que ya posee, es más, un poder supremo: el de segar el destino de un hombre. En cambio, desde la perspectiva religiosa, la muerte impuesta por un hombre a otro no puede perjudicar ni al destino moral ni a la dignidad humana».

Entre muchos otros desconcertantes testimonios acerca de la pérdida de la noción de lo que realmente es el «sistema católico que se percibe en el seno de la Iglesia», el autor cita la aportación de un reconocido colaborador del Osservatore Romano fechada el 22 de enero de 1977: «La comunidad debe otorgar la posibilidad de purificarse, de expiar la culpa, de redimirse del mal, mientras que la pena capital no la concede».
El comentario de Amerio resulta comprensible: «Con estas palabras, hasta el periódico vaticano niega que la pena capital sea una expiación. Niega el valor expiatorio de la muerte que es supremo para la naturaleza mortal, al igual que lo es dentro de la relatividad de los bienes terrenales el bien de la vida, en cuyo sacrificio consiente quien expía la culpa. Por otro lado, ¿acaso la expiación que el Cristo inocente realizó por los pecados del hombre no está relacionada con una condena de muerte?» Así pues, «el aspecto menos religioso de la doctrina que rechaza la pena capital se basa en la denegación de su valor expiatorio, que es la cuestión más importante desde una perspectiva religiosa».

En efecto, la Tradición siempre ha visto en el delincuente un candidato seguro al paraíso porque, al reconciliarse con Dios, acepta libremente el suplicio como expiación de su culpa. Tomás de Aquino instruye: «La muerte que se inflige como pena por los delitos realizados, levanta completamente el castigo por los mismos en la otra vida. La muerte natural, en cambio, no lo hace.» Precisamente, muchos reos reclamaban rotundamente la ejecución como un derecho propio. Y así, el ajusticiado arrepentido y provisto de los sacramentos era un «santo» y el pueblo se disputaba sus reliquias. Tanto es así que hasta había forjado un proverbio, que aparece citado en Civiltà Cattolica: «De cien ahorcados, uno condenado».

Esto no son más que tanteos «religiosos» sobre un tema que en la actualidad hasta los creyentes parecen encarar con la típica e iluminada superficialidad laica. Se podría y debería decir algo más como complemento a las razones de la Iglesia, esa que todavía es responsable de las Escrituras y la Tradición. Por ejemplo, la idea bíblica y paulina de la sociedad entendida no como una suma de individuos sino como un cuerpo u organismo vivo con derecho a extirparse aquel de sus miembros que considere infectado. Se trata del concepto de legítima defensa que correspondería al individuo, como propugnarían los individualistas, pero también al cuerpo social. O asimismo, del concepto de restitución del orden de la justicia y la moral quebrantadas.

Desde la perspectiva de su propia fe, la pena capital es legítima para la Iglesia. Pero, actualmente, ¿es también oportuna? La mejor síntesis para justificar nuestro rechazo a la posibilidad de reponer la pena capital en nuestra época, nos la ofrece de nuevo Romano Amerio: «La pena de muerte resulta bárbara en el seno de una sociedad irreligiosa que, al vivir encerrada en el plano terrenal, no tiene el derecho de privar al hombre de un bien que para éste es único».

Así pues, un «no» al patíbulo, motivado no por la fe sino por la irreligiosidad de la vida contemporánea» (Vittorio Messori, Leyendas Negras de la Iglesia, Ed. Planeta 2004, pp. 117-121).

sábado, 4 de agosto de 2018

GRANDEZA DEL SACERDOCIO. PENSAMIENTOS DEL SANTO CURA DE ARS


"El sacerdote debe estar cubierto por el Espíritu Santo como lo está por la sotana".

"Si no tuviéramos el sacramento del Orden, no tendríamos a nuestro Señor. ¿Quién lo ha puesto en el Tabernáculo? El sacerdote. ¿Quién ha abierto a nuestra alma las puertas a la vida nueva? El sacerdote. ¿Quién la alimenta para darle la fuerza necesaria para hacer el camino? El sacerdote. ¿Quién la preparará para aparecer ante Dios, lavando su alma por última vez en la Sangre de Jesucristo? El sacerdote, siempre el sacerdote. Y si esta alma va a morir, ¿quién la resucitará, quién le devolverá la calma y la paz? También el sacerdote".

"Es el sacerdote el que continúa la obra de la Redención sobre la tierra".

"Dejad una parroquia 20 años sin sacerdote: se adorará a los animales".

"¡Oh! ¡Qué cosa tan grande es ser sacerdote! Si él lo comprendiera, se moriría. Dios le obedece: él dice dos palabras y nuestro Señor desciende del cielo a su llamada y se encierra en una pequeña Hostia".

"El sacerdote, por sus poderes, es más grande que un ángel".

"Allí donde no hay sacerdote, no hay sacrificio, no hay religión".

"Digo, algunas veces, al Obispo Devie: Si queréis convertir vuestra diócesis, debéis hacer unos santos de todos vuestros curas".

"Lo que nos impide ser santos, a nosotros los sacerdotes, es la falta de reflexión. No profundizamos en nosotros mismos; no sabemos lo que hacemos. ¡Es la reflexión, la oración, la unión con Dios lo que necesitamos!"

"¡Oh! ¡Qué bien hace un sacerdote en ofrecerse a Dios, cada mañana, en sacrificio!"