lunes, 25 de enero de 2021

LA CONVERSIÓN DE SAN PABLO CONTADA POR BENEDICTO XVI

Luca Giordano. La conversión de San Pablo 

«L

a catequesis de hoy estará dedicada a la experiencia que san Pablo tuvo en el camino de Damasco y, por tanto, a lo que se suele llamar su conversión. Precisamente en el camino de Damasco, en los inicios de la década del año 30 del siglo I, después de un período en el que había perseguido a la Iglesia, se verificó el momento decisivo de la vida de san Pablo. Sobre él se ha escrito mucho y naturalmente desde diversos puntos de vista. Lo cierto es que allí tuvo lugar un viraje, más aún, un cambio total de perspectiva. A partir de entonces, inesperadamente, comenzó a considerar "pérdida" y "basura" todo aquello que antes constituía para él el máximo ideal, casi la razón de ser de su existencia (cf. Flp 3, 7-8) ¿Qué es lo que sucedió? 

Al respecto tenemos dos tipos de fuentes. El primer tipo, el más conocido, son los relatos escritos por san Lucas, que en tres ocasiones narra ese acontecimiento en los Hechos de los Apóstoles (cf. Hch 9, 1-19; 22, 3-21; 26, 4-23). Tal vez el lector medio puede sentir la tentación de detenerse demasiado en algunos detalles, como la luz del cielo, la caída a tierra, la voz que llama, la nueva condición de ceguera, la curación por la caída de una especie de escamas de los ojos y el ayuno. Pero todos estos detalles hacen referencia al centro del acontecimiento: Cristo resucitado se presenta como una luz espléndida y se dirige a Saulo, transforma su pensamiento y su vida misma. El esplendor del Resucitado lo deja ciego; así, se presenta también exteriormente lo que era su realidad interior, su ceguera respecto de la verdad, de la luz que es Cristo. Y después su "sí" definitivo a Cristo en el bautismo abre de nuevo sus ojos, lo hace ver realmente. 

En la Iglesia antigua el bautismo se llamaba también "iluminación", porque este sacramento da la luz, hace ver realmente. En Pablo se realizó también físicamente todo lo que se indica teológicamente: una vez curado de su ceguera interior, ve bien. San Pablo, por tanto, no fue transformado por un pensamiento sino por un acontecimiento, por la presencia irresistible del Resucitado, de la cual ya nunca podrá dudar, pues la evidencia de ese acontecimiento, de ese encuentro, fue muy fuerte. Ese acontecimiento cambió radicalmente la vida de san Pablo. En este sentido se puede y se debe hablar de una conversión. Ese encuentro es el centro del relato de san Lucas, que tal vez utilizó un relato nacido probablemente en la comunidad de Damasco. Lo da a entender el colorido local dado por la presencia de Ananías y por los nombres tanto de la calle como del propietario de la casa en la que Pablo se alojó (cf. Hch 9, 11).

El segundo tipo de fuentes sobre la conversión está constituido por las mismas Cartas de san Pablo. Él mismo nunca habló detalladamente de este acontecimiento, tal vez porque podía suponer que todos conocían lo esencial de su historia, todos sabían que de perseguidor había sido transformado en apóstol ferviente de Cristo. Eso no había sucedido como fruto de su propia reflexión, sino de un acontecimiento fuerte, de un encuentro con el Resucitado. Sin dar detalles, en muchas ocasiones alude a este hecho importantísimo, es decir, al hecho de que también él es testigo de la resurrección de Jesús, cuya revelación recibió directamente del mismo Jesús, junto con la misión de apóstol. 

El texto más claro sobre este punto se encuentra en su relato sobre lo que constituye el centro de la historia de la salvación: la muerte y la resurrección de Jesús y las apariciones a los testigos (cf. 1 Co 15). Con palabras de una tradición muy antigua, que también él recibió de la Iglesia de Jerusalén, dice que Jesús murió crucificado, fue sepultado y, tras su resurrección, se apareció primero a Cefas, es decir a Pedro, luego a los Doce, después a quinientos hermanos que en gran parte entonces vivían aún, luego a Santiago y a todos los Apóstoles. Al final de este relato recibido de la tradición añade: "Y por último se me apareció también a mí" (1 Co 15, 8). Así da a entender que este es el fundamento de su apostolado y de su nueva vida.

Hay también otros textos en los que expresa lo mismo: "Por medio de Jesucristo hemos recibido la gracia del apostolado" (Rm 1, 5); y también: "¿Acaso no he visto a Jesús, Señor nuestro?" (1 Co 9, 1), palabras con las que alude a algo que todos saben. Y, por último, el texto más amplio es el de la carta a los Gálatas: "Mas, cuando Aquel que me separó desde el seno de mi madre y me llamó por su gracia tuvo a bien revelar en mí a su Hijo, para que le anunciase entre los gentiles, al punto, sin pedir consejo ni a la carne ni a la sangre, sin subir a Jerusalén donde los Apóstoles anteriores a mí, me fui a Arabia, de donde nuevamente volví a Damasco" (Ga 1, 15-17). En esta "auto-apología" subraya decididamente que también él es verdadero testigo del Resucitado, que tiene una misión recibida directamente del Resucitado. 

Así podemos ver que las dos fuentes, los Hechos de los Apóstoles y las Cartas de san Pablo, convergen en un punto fundamental: el Resucitado habló a san Pablo, lo llamó al apostolado, hizo de él un verdadero apóstol, testigo de la Resurrección, con el encargo específico de anunciar el Evangelio a los paganos, al mundo grecorromano. Al mismo tiempo, san Pablo aprendió que, a pesar de su relación inmediata con el Resucitado, debía entrar en la comunión de la Iglesia, debía hacerse bautizar, debía vivir en sintonía con los demás Apóstoles. Sólo en esta comunión con todos podía ser un verdadero apóstol, como escribe explícitamente en la primera carta a los Corintios: "Tanto ellos como yo esto es lo que predicamos; esto es lo que habéis creído" (1 Co 15, 11). Sólo existe un anuncio del Resucitado, porque Cristo es uno solo. 

Como se ve, en todos estos pasajes san Pablo no interpreta nunca este momento como un hecho de conversión. ¿Por qué? Hay muchas hipótesis, pero en mi opinión el motivo es muy evidente. Este viraje de su vida, esta transformación de todo su ser no fue fruto de un proceso psicológico, de una maduración o evolución intelectual y moral, sino que llegó desde fuera: no fue fruto de su pensamiento, sino del encuentro con Jesucristo. En este sentido no fue sólo una conversión, una maduración de su "yo"; fue muerte y resurrección para él mismo: murió una existencia suya y nació otra nueva con Cristo resucitado. De ninguna otra forma se puede explicar esta renovación de san Pablo.

Los análisis psicológicos no pueden aclarar ni resolver el problema. Sólo el acontecimiento, el encuentro fuerte con Cristo, es la clave para entender lo que sucedió: muerte y resurrección, renovación por parte de Aquel que se había revelado y había hablado con él. En este sentido más profundo podemos y debemos hablar de conversión. Este encuentro es una renovación real que cambió todos sus parámetros. Ahora puede decir que lo que para él antes era esencial y fundamental, ahora se ha convertido en "basura"; ya no es "ganancia" sino pérdida, porque ahora cuenta sólo la vida en Cristo.

Sin embargo, no debemos pensar que san Pablo se cerró en un acontecimiento ciego. En realidad sucedió lo contrario, porque Cristo resucitado es la luz de la verdad, la luz de Dios mismo. Ese acontecimiento ensanchó su corazón, lo abrió a todos. En ese momento no perdió cuanto había de bueno y de verdadero en su vida, en su herencia, sino que comprendió de forma nueva la sabiduría, la verdad, la profundidad de la ley y de los profetas, se apropió de ellos de modo nuevo. Al mismo tiempo, su razón se abrió a la sabiduría de los paganos. Al abrirse a Cristo con todo su corazón, se hizo capaz de entablar un diálogo amplio con todos, se hizo capaz de hacerse todo a todos. Así realmente podía ser el Apóstol de los gentiles.

En relación con nuestra vida, podemos preguntarnos: ¿Qué quiere decir esto para nosotros? Quiere decir que tampoco para nosotros el cristianismo es una filosofía nueva o una nueva moral. Sólo somos cristianos si nos encontramos con Cristo. Ciertamente no se nos muestra de esa forma irresistible, luminosa, como hizo con san Pablo para convertirlo en Apóstol de todas las gentes. Pero también nosotros podemos encontrarnos con Cristo en la lectura de la sagrada Escritura, en la oración, en la vida litúrgica de la Iglesia. Podemos tocar el corazón de Cristo y sentir que él toca el nuestro. Sólo en esta relación personal con Cristo, sólo en este encuentro con el Resucitado nos convertimos realmente en cristianos. Así se abre nuestra razón, se abre toda la sabiduría de Cristo y toda la riqueza de la verdad.

Por tanto, oremos al Señor para que nos ilumine, para que nos conceda en nuestro mundo el encuentro con su presencia y para que así nos dé una fe viva, un corazón abierto, una gran caridad con todos, capaz de renovar el mundo» (Audiencia general, miércoles 3 de septiembre de 2008).

Fuente: vatican.va

martes, 19 de enero de 2021

UN ESPACIO PARA SUMMORUM PONTIFICUM EN LOS SEMINARIOS

Misa tradicional en el seminario de Guadalajara. 

Leo en el informativo católico francés Riposte Catholique parte de una reflexión muy lúcida del padre Laurent-Marie Pocquet du Haut-Jussé, sobre la conveniencia de abrir espacios generosos en los seminarios diocesanos a la formación de aquellos jóvenes que se sienten ligados a la liturgia tradicional, precisamente porque en ese contexto han oído el llamado del Señor a seguirle como sacerdotes. Una propuesta que en Francia tiene especial relevancia porque se trata de un fenómeno extendido y consolidado, aunque indudablemente es una realidad que se expande cada vez más por toda la Iglesia. La propuesta del padre Laurent-Marie merece ser tenida en cuenta en todas partes. Pronto llegará el momento en que obispos y formadores ya no podrán hacer la vista gorda a tantos muchachos que quieren servir a sus diócesis sin verse obligados a renunciar a la liturgia tradicional, temerosos quizá de que no se les brinde el apoyo suficiente o la formación necesaria. Para las diócesis, un clero capacitado para ofrecer de modo digno los sacramentos, tanto en su forma extraordinaria como ordinaria, es un bien inestimable.

Fuente: riposte-catholique.fr

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Una sección Summorum Pontificum en un seminario diocesano o interdiocesano. Dejar espacio a la «minoría creativa» del usus antiquior 

Por P. LAURENT-MARIE POCQUET DU HAUT-JUSSÉ, SJM

Los últimos años han visto el cierre de los seminarios interdiocesanos de Lille y Burdeos, y la Santa Sede, a través de la Congregación para el Clero, parece querer alentar la reagrupación de seminaristas de varias diócesis en estructuras capaces de asegurar una verdadera vida comunitaria, y una formación impartida por profesores competentes y experimentados. Sin embargo, también existe el riesgo de alejar a los seminaristas de las Iglesias locales a las que tendrán que servir, y de hacer olvidar que el obispo diocesano es el principal responsable de la pastoral vocacional y de la formación de su clero. Basta leer los cánones 232 a 264 del Código de Derecho Canónico de 1983 para darse cuenta de que el obispo diocesano tiene una responsabilidad propia e inalienable al respecto.

En cualquier caso, la nueva Ratio fundamentalis Institutionis sacerdotalis, que data del 8 de diciembre de 2016, y cuya adaptación aún se espera para las diócesis de Francia (en forma de Ratio nationalis), da las líneas generales de la formación espiritual, doctrinal y pastoral de los candidatos al sacerdocio diocesano. El texto insiste particularmente, además de las exigencias científicas y académicas, en el necesario equilibrio afectivo, relacional y espiritual de los futuros ministros para llegar a ser al mismo tiempo discípulos de Cristo y misioneros de la Iglesia. 

Cada vez hay más jóvenes que han escuchado la llamada de la vocación en el contexto de familias y comunidades unidas a la forma extraordinaria del rito romano. Muchos se unen entonces a institutos o sociedades que celebran esta forma y tienen un apostolado al servicio de estos fieles y poseen su propia casa de formación. Pero algunos también desean dedicarse a un ministerio pastoral «clásico» al servicio de las parroquias, de las familias, de las capellanías, de los movimientos, sin dejar de ser fieles a la gracia recibida de la liturgia tradicional que desean celebrar sin exclusivismo. A su vez, ellos han experimentado que esta liturgia no es un obstáculo, sino por el contrario un buen apoyo en la evangelización de la sociedad contemporánea.

También es un desafío para los obispos no dejar en un gueto a los fieles ligados a la forma extraordinaria. En efecto, ellos tendrían a su disposición sacerdotes, obras apostólicas, instituciones, escuelas, movimientos, vocaciones, seminarios, etc. Además, se trata de volver al espíritu mismo del motu proprio Summorum Pontificum de 2007, que anima a hacer de la forma extraordinaria una realidad parroquial. En esta hipótesis, es necesario formar seminaristas con miras a este ministerio «preferencial», aunque no exclusivo.

Por tanto, se puede imaginar que dentro de un seminario diocesano o interdiocesano se pueda dar cabida a esta realidad eclesial que constituye ciertamente una «minoría creativa», por retomar la expresión del papa emérito Benedicto XVI. (...)

Texto completo en: resnovae.fr

sábado, 9 de enero de 2021

LA LITURGIA COMO OBRA DE GLORIFICACIÓN

Jan van Eyck. Adoración del Cordero Místico 

Aunque la Constitución Sacrosanctum Concilium del Vaticano II no utiliza el término «inculturación», para muchos, este término ha llegado a significar casi el fin mismo de la reforma litúrgica promovida por el Concilio. Bajo la ambigua sombra de este neologismo, la liturgia ha sufrido un lamentable abaratamiento, mediante la incorporación de elementos folclóricos, pintorescos y hasta extravagantes, que han dañado seriamente su carácter sagrado. No obstante su manifiesto fracaso, se nos insiste una y otra vez a seguir caminando por esta senda de progresiva vulgarización del culto. Creo que nuestra liturgia no está necesitada de «inculturación», sino de «sublimación», esto es, de un empeño constante por ajustarse y ser el más precioso reflejo de la liturgia celeste, aquella que el Cordero inmaculado ejerce en su trono celestial, reuniendo el cielo y la tierra en una grandiosa obra de glorificación a la Trinidad Beatísima. Desde esta óptica, propongo la lectura del siguiente texto tomado de un clásico espiritual:

  

«C

risto ha venido a cumplir entre nosotros una obra de alabanza, una obra litúrgica.  

Y la cumple todavía, porque, como Verbo encarnado, Jesús es sacerdote, el Apóstol y el Pontífice de la religión que profesamos (Hb 3, 1). Y la cumplirá eternamente, porque el sacerdocio es su estado fundamental, lo más radical que hay en Él: posee un sacerdocio eterno (Hb 7, 24). Y el Padre le ha dicho: Tú eres sacerdote sempiterno (Sal 109, 4). 

Así le vemos nosotros presidir, en el cielo y en la tierra, la única liturgia.

En una de las más sublimes visiones del Apocalipsis nos muestra San Juan a nuestro Pontífice ejerciendo su sacerdocio en la asamblea de los elegidos, en el centro de la creación rescatada, en medio del trono mismo donde se sienta el Señor. El Espíritu septiforme reposa sobre Él e inspira su sacerdocio. Está de pie como un sacrificador.

Él es inmolado como la víctima universal. Y da gloria al que era, al que es y al que será. Y he aquí que todos los habitantes se unen al Cordero para celebrar a Aquel a quien el Cordero se inmola: Digno eres, ¡oh Señor, Dios nuestro!, de recibir la gloria, el honor y el poderío, porque Tú creaste todas las cosas... Santo, Santo, Santo es el Señor Todopoderoso... Y adoran, y se prosternan, y deponen sus corazones para testimoniar que su victoria y su gloria vienen solo del Señor.

Pero los elegidos se vuelven hacia el Cordero, que recibe también la alabanza que le es debida. Mientras ejerce su soberano sacerdocio se prosternan ante Él, y con acordes poderosos hacen resonar el Digno es el Cordero que ha sido sacrificado de recibir el poder, y la divinidad, y la sabiduría, y la fortaleza, y el honor, y la gloria, y la bendición (Ap 4, 5).

Tales son las grandes líneas de la liturgia cuyos esplendores se desenvuelven sin cesar en los cielos bajo la presidencia de Jesús, Pontífice universal, y bajo el soplo del Espíritu Santo, por quien el Cordero se ofrece a Dios como una hostia sin mancha (Hb 9, 14). 

Pues bien, la liturgia que se reproduce entre nosotros en el altar es exactamente la misma: el mismo sacerdocio, el mismo sacerdote, la misma víctima, la misma inmolación, el mismo fin que se ha de alcanzar. Solo está cambiando la forma exterior: la iglesia triunfante celebra el sacrificio en la visión; la Iglesia militante lo celebra en la fe. Pero no hay más que una liturgia. A toda hora, de la creación purificada y santificada, sube un concierto admirable hasta el trono del Todopoderoso para bendecirle, exaltarle y glorificarle por el Cordero que se inmola; voces sin número de la multitud inmensa de rescatados, que se elevan desde todas las partes de la tierra y del cielo entero; pero todas estas voces no forman más que un concierto único, cantan la única alabanza y celebran la única liturgia. 

He aquí por qué Jesús ha ofrecido su sacrificio en el Calvario, y por qué ha perpetuado su sacrificio por la Eucaristía: para que perpetuamente suba hacia Dios la alabanza de gloria» (M. V. Bernadot, De la Eucaristía a la Trinidad, Madrid 2004, pp. 119-121)

sábado, 2 de enero de 2021

MEDITACIÓN DE EPIFANÍA

Hans Memling. Adoración de los Magos (tríptico)

«Hemos visto su estrella en oriente y venimos a adorarlo (Aleluya, cf. Mt 2, 2). Lo que nos maravilla siempre, al escuchar estas palabras de los Magos, es que se postraron en adoración ante un simple niño en brazos de su madre, no en el marco de un palacio real, sino en la pobreza de una cabaña en Belén (cf. Mt 2, 11). ¿Cómo fue posible? ¿Qué convenció a los Magos de que aquel niño era "el rey de los judíos" y el rey de los pueblos? Ciertamente los persuadió la señal de la estrella, que habían visto "al salir", y que se había parado precisamente encima de donde estaba el Niño (cf. Mt 2, 9). Pero tampoco habría bastado la estrella, si los Magos no hubieran sido personas íntimamente abiertas a la verdad. A diferencia del rey Herodes, obsesionado por sus deseos de poder y riqueza, los Magos se pusieron en camino hacia la meta de su búsqueda, y cuando la encontraron, aunque eran hombres cultos, se comportaron como los pastores de Belén:  reconocieron la señal y adoraron al Niño, ofreciéndole los dones preciosos y simbólicos que habían llevado consigo. 

Queridos hermanos y hermanas, también nosotros detengámonos idealmente ante el ícono de la adoración de los Magos. Encierra un mensaje exigente y siempre actual. Exigente y siempre actual ante todo para la Iglesia que, reflejándose en María, está llamada a mostrar a los hombres a Jesús, nada más que a Jesús, pues él lo es Todo y la Iglesia sólo existe para permanecer unida a él y para darlo a conocer al mundo.

Que la Madre del Verbo encarnado nos ayude a ser dóciles discípulos de su Hijo, Luz de los pueblos. El ejemplo de los Magos de entonces es una invitación también para los Magos de hoy a abrir su mente y su corazón a Cristo y ofrecerle los dones de su búsqueda. A ellos, a todos los hombres de nuestro tiempo, quisiera repetirles hoy:  no tengáis miedo de la luz de Cristo. Su luz es el esplendor de la verdad. Dejaos iluminar por él, pueblos todos de la tierra; dejaos envolver por su amor y encontraréis el camino de la paz». (Benedicto XVI, Homilía en la Epifanía del Señor, 6 de enero de 2007. Extracto).