domingo, 27 de octubre de 2019

LA FE QUE SE HACE PIEDRA

Interior de la Catedral de León
 Foto: wikipedia.org

Transcribo una luminosa catequesis del Papa Benedicto XVI sobre las Catedrales del medievo desde su trasfondo teológico. Para el Papa Ratzinger, la «via pulchritudinis, el camino de la belleza, es una senda privilegiada y fascinante para acercarse al misterio de Dios». La belleza nacida de la fe y plasmada en grandiosas obras de arte a lo largo de los siglos, es un grito a levantar la mirada y el corazón hacia la hermosura inmutable del Verbo Creador: Sursum corda!

* * *
Queridos hermanos y hermanas:

En las catequesis de las semanas anteriores presenté algunos aspectos de la teología medieval. Pero la fe cristiana, profundamente arraigada en los hombres y las mujeres de aquellos siglos, no dio origen solamente a obras maestras de la literatura teológica, del pensamiento y de la fe. Inspiró también una de las creaciones artísticas más elevadas de la civilización universal: las catedrales, verdadera gloria del Medievo cristiano. Durante casi tres siglos, a partir de comienzos del siglo XI, en Europa se asistió a un fervor artístico extraordinario. Un antiguo cronista describe así el entusiasmo y la laboriosidad de aquellos tiempos: "Sucedió que en todo el mundo, pero especialmente en Italia y en las Galias, se comenzaron a reconstruir las iglesias, aunque muchas de ellas, que todavía estaban en buenas condiciones, no necesitaban esa restauración. Era como una competición entre un pueblo y otro; parecía que el mundo, liberándose de los viejos andrajos, por todas partes quisiera revestirse del blanco vestido de nuevas iglesias. En definitiva, los fieles de entonces restauraron casi todas las iglesias catedrales, un gran número de iglesias monásticas e incluso oratorios de pueblo" (Rodolfo el Glabro, Historiarum 3, 4).

Varios factores contribuyeron a este renacimiento de la arquitectura religiosa. Ante todo, condiciones históricas más favorables, como una mayor seguridad política, acompañada por un aumento constante de la población y por el desarrollo progresivo de las ciudades, de los intercambios y de la riqueza. Además, los arquitectos encontraban soluciones técnicas cada vez más elaboradas para aumentar las dimensiones de los edificios, asegurando al mismo tiempo su solidez y majestuosidad. Pero fue principalmente gracias al entusiasmo y al celo espiritual del monaquismo en plena expansión como se construyeron iglesias abaciales, en las que se podía celebrar la liturgia con dignidad y solemnidad, y los fieles podían permanecer en oración, atraídos por la veneración de las reliquias de los santos, meta de incesantes peregrinaciones.

Así nacieron las iglesias y las catedrales románicas, caracterizadas por el desarrollo longitudinal —a lo largo— de las naves para acoger a numerosos fieles; iglesias muy sólidas, con gruesos muros, bóvedas de piedra y líneas sencillas y esenciales. La introducción de las esculturas representa una novedad. Al ser las iglesias románicas el lugar de la oración monástica y del culto de los fieles, los escultores, más que preocuparse de la perfección técnica, cuidaron sobre todo la finalidad educativa. Puesto que era preciso suscitar en las almas impresiones fuertes, sentimientos que pudieran incitar a huir del vicio, del mal, y a practicar la virtud, el bien, el tema recurrente era la representación de Cristo como juez universal, rodeado por los personajes del Apocalipsis. Por lo general esta representación se encuentra en los portales de las iglesias románicas, para subrayar que Cristo es la Puerta que lleva al cielo. Los fieles, al cruzar el umbral del edificio sagrado, entran en un tiempo y en un espacio distintos de los de la vida cotidiana. En la intención de los artistas, más allá del portal de la iglesia, los creyentes en Cristo, soberano, justo y misericordioso, podían saborear anticipadamente la felicidad eterna en la celebración de la liturgia y en los actos de piedad que tenían lugar dentro del edificio sagrado.

En los siglos XII y XIII, desde el norte de Francia se difundió otro tipo de arquitectura en la construcción de los edificios sagrados: la arquitectura gótica, con dos características nuevas respecto al románico, que eran el impulso vertical y la luminosidad. Las catedrales góticas mostraban una síntesis de fe y de arte expresada con armonía mediante el lenguaje universal y fascinante de la belleza, que todavía hoy suscita asombro. Gracias a la introducción de las bóvedas de arco ojival, que se apoyaban en robustos pilares, fue posible aumentar considerablemente la altura. El impulso hacia lo alto quería invitar a la oración y él mismo era una oración. De este modo, la catedral gótica quería traducir en sus líneas arquitectónicas el anhelo de las almas hacia Dios. Además, con las nuevas soluciones técnicas adoptadas, los muros perimétricos podían ser perforados y embellecidos con vidrieras polícromas. En otras palabras, las ventanas se convertían en grandes imágenes luminosas, muy adecuadas para instruir al pueblo en la fe. En ellas —escena tras escena— se narraba la vida de un santo, una parábola u otros acontecimientos bíblicos. Desde las vidrieras coloreadas se derramaba una cascada de luz sobre los fieles para narrarles la historia de la salvación e implicarlos en esa historia.

Otra cualidad de las catedrales góticas es que en su construcción y su decoración, de modo diferente pero coral, participaba toda la comunidad cristiana y civil; participaban los humildes y los poderosos, los analfabetos y los doctos, porque en esa casa común se instruía en la fe a todos los creyentes. La escultura gótica hizo de las catedrales una "Biblia de piedra", representando los episodios del Evangelio e ilustrando los contenidos del año litúrgico, desde la Navidad hasta la glorificación del Señor. En aquellos siglos, por otro lado, se difundía cada vez más la percepción de la humanidad del Señor, y los sufrimientos de su Pasión se representaban de modo realista: el Cristo sufriente (Christus patiens) se convirtió en una imagen amada por todos, que inspiraba compasión y arrepentimiento de los pecados.

No faltaban los personajes del Antiguo Testamento, cuya historia llegó a ser familiar para los fieles que frecuentaban las catedrales, como parte de la única y común historia de salvación. La escultura gótica del siglo XIII, con sus rostros llenos de belleza, de dulzura, de inteligencia, revela una piedad feliz y serena, que se complace en difundir una devoción sentida y filial hacia la Madre de Dios, vista a veces como una mujer joven, sonriente y materna, representada principalmente como la soberana del cielo y de la tierra, poderosa y misericordiosa. A los fieles que llenaban las catedrales góticas les gustaba encontrar en ellas expresiones artísticas que les recordaran a los santos, modelos de vida cristiana e intercesores ante Dios. Y no faltaron las manifestaciones "laicas" de la existencia: en muchas partes aparecían representaciones del trabajo en los campos, de las ciencias y de las artes. Todo estaba orientado y se ofrecía a Dios en el lugar donde se celebraba la liturgia. Podemos comprender mejor el sentido que se atribuía a una catedral gótica, considerando el texto de la inscripción grabada en el portal central de Saint-Denís, en París: "Visitante, que quieres alabar la belleza de estas puertas, no te dejes deslumbrar ni por el oro ni por la magnificencia, sino más bien por el fatigoso trabajo. Aquí brilla una obra famosa, pero quiera el cielo que esta obra famosa que brilla haga resplandecer los espíritus, a fin de que con las verdades luminosas se encaminen hacia la verdadera luz, donde Cristo es la verdadera puerta".

Queridos hermanos y hermanas, ahora quiero subrayar dos elementos del arte románico y gótico útiles también para nosotros. El primero: las obras maestras en el campo del arte nacidas en Europa en los siglos pasados son incomprensibles si no se tiene en cuenta el alma religiosa que las inspiró. Marc Chagall, un artista que siempre testimonió el encuentro entre estética y fe, escribió que "durante siglos los pintores mojaron su pincel en el alfabeto colorido que era la Biblia". Cuando la fe, especialmente celebrada en la liturgia, se encuentra con el arte, se crea una sintonía profunda, porque ambas pueden y quieren hablar de Dios, haciendo visible al Invisible. Quiero compartir esto en el encuentro con los artistas del 21 de noviembre, renovándoles la propuesta de amistad entre la espiritualidad cristiana y el arte, que ya promovieron mis venerados predecesores, en particular los siervos de Dios Pablo VI y Juan Pablo II.

El segundo elemento: la fuerza del estilo románico y el esplendor de las catedrales góticas nos recuerdan que la via pulchritudinis, el camino de la belleza es una senda privilegiada y fascinante para acercarse al misterio de Dios. ¿Qué es la belleza, que escritores, poetas, músicos, artistas contemplan y traducen en su lenguaje, sino el reflejo del resplandor del Verbo eterno hecho carne? Afirma san Agustín: "Pregunta a la belleza de la tierra, pregunta a la belleza del mar, pregunta a la belleza del aire dilatado y difuso, pregunta a la belleza del cielo, pregunta al ritmo ordenado de los astros; pregunta al sol, que ilumina el día con su fulgor; pregunta a la luna, que mitiga con su resplandor modera la oscuridad de la noche que sigue al día; pregunta a los animales que se mueven en el agua, que habitan la tierra y vuelan en el aire; a las almas ocultas, a los cuerpos manifiestos; a los seres visibles, que necesitan quien los gobierne, y a los invisibles, que los gobiernan. Pregúntales. Todos te responderán: "Contempla nuestra belleza". Su belleza es su confesión. ¿Quién hizo estas cosas bellas, aunque mudables, sino la Belleza inmutable?" (Sermo CCXLI, 2: p l38, 1134).

Queridos hermanos y hermanas, que el Señor nos ayude a redescubrir el camino de la belleza como uno de los itinerarios, quizá el más atractivo y fascinante, para llegar a encontrar y a amar a Dios (Benedicto XVI, Audiencia General, 18 de noviembre de 2009).

Fuente: vatican.va


martes, 15 de octubre de 2019

«AD DEUM QUI LÆTIFICAT JUVENTUTEM MEAM». UNA MEDITACIÓN SOBRE EL SALMO 42



Las oraciones al pie del altar forman un impresionante y solemne pórtico de entrada a la celebración del Santo Sacrificio en su Forma Extraordinaria. Sentimientos de alegría y contrición profunda, de adoración y humilde súplica, de alabanza y gratitud, surcan estas oraciones, disponiendo al sacerdote, a sus ministros, y a todo el pueblo fiel, a acercarse lo más dignamente posible al altar de Dios, el nuevo madero donde se renovará el Sacrificio de nuestra redención.
Tiempo atrás, luego de leerla con mucho interés, guardé el texto de una conferencia de Mons. Andrew Wadsworth sobre una de estas oraciones que se recitan al pie del altar: el salmo 42. Ahora ofrezco una versión en español de esta conferencia, siempre con el deseo de difundir las riquezas de nuestra extraordinaria y vieja liturgia.

Las oraciones al pie del altar
Meditación espiritual sobre el salmo 42
por Mons. Andrew Wadsworth 

Día de Todos los Fieles Difuntos (2-Nov-2013)
Mañana de retiro organizada por Juventutem DC
Publicado por Kathleen Pluth en www.chantcafe.com 
y Fr James Bradley en thineownservice.com

D
ado que esta mañana en recuerdo de todos los fieles difuntos ha sido patrocinada por el nuevo capítulo de Juventutem DC, pensé que podría ser apropiado ofrecer algunas reflexiones sobre el nombre de «Juventutem» y su obvia referencia al Salmo 42, salmo que se encuentra entre las oraciones al pie del altar recogidas en la Misa Latina Tradicional. En la mayoría de las Misas según la Forma Extraordinaria, el Salmo 42 se recita íntegramente. En casi todas las misas se dice al menos el versículo 4 de este salmo. En las Misas cantadas, no suele oírse porque las oraciones al pie del altar coinciden con el canto del introito y del kyrie. En las Misas durante el tiempo de Pasión y en las Misas de Requiem (como la Misa de Requiem por las almas de todos los fieles difuntos de esta mañana), se omite el salmo, pero se conserva la antífona.

Aunque los comentaristas a menudo no están de acuerdo en su explicación de los orígenes de ciertos rasgos de la liturgia, parece que históricamente este acto penitencial ocupó su lugar al comienzo de la Misa, al pie del altar, desde el momento en que la liturgia romana se extendió por el territorio galo-franco. Sin embargo, el salmo no logró entrar en muchos ritos de la Misa, ni siquiera en la Edad Media tardía, ni durante mucho tiempo después. En las liturgias de las órdenes religiosas, como la de los Cartujos y Dominicos, el Salmo 42 no aparecía en los ritos de su Misa cuando estas órdenes se establecieron en el siglo XIII. Incluso cuando se insertó, solo se recitaba el verso: Introibo ad altare Dei. También ahora, cuando se omite el mismo salmo, la antífona se dice una sola vez.

Este salmo maravilloso expresa perfectamente el sentimiento que debe animar al sacerdote cuando se acerca al altar. Expresa una gran verdad: el sacerdote se siente poderosamente atraído por el altar. El sacerdote pertenece al altar y no hay lugar donde sea más consciente de la realidad de su sacerdocio que cuando está en el altar. El altar de Dios, sin embargo, es un lugar asombroso y santo, pero allí está también el sacerdote, indigno siervo del Altísimo. Podrá quizá recordar las palabras de San Juan Crisóstomo: «Cuando el sacerdote invoca al Espíritu Santo y ofrece el Sacrificio admirable, dime: ¿en qué rango debemos colocarlo? ¿Qué pureza le pediremos, qué reverencia?»

Cuando el sacerdote se acerca al altar para celebrar la Santa Misa, anhela subir allí para cumplir con su deber sagrado, de acercarse al Señor y estar unido a Él. San Juan Crisóstomo continúa diciendo: «Con las palabras juventutem meam, el sacerdote también puede reconocer que desde sus primeros días Dios ha sido su deleite y le ha concedido mil alegrías».

Estos son pensamientos muy hermosos, pero este salmo expresa claramente sentimientos encontrados y manifiesta algo propio de un corazón dividido, lo que forma parte de nuestra condición humana. Contiene una suerte de lamento en el que, sin embargo, se incluye un voto de dar gracias en el Templo. Incluso cuando estamos ansiosos y las cosas no van como quisiéramos, podemos hacer el propósito de alabar a Dios a pesar de cómo nos sintamos. Esta primacía de la voluntad sobre las emociones es una de las primeras lecciones de la Misa, esencial para todo aquel que quiera encontrar la felicidad en la Iglesia. Va muy en contra de todos los consejos de esta época que sugieren que nuestros sentimientos son la mejor guía de la realidad. A decir verdad, son la guía menos fiable, de la que a menudo debemos desconfiar o incluso ignorar.

Lo grandioso del Salmo 42 es que es una expresión muy pura del anhelo por Dios sin esperar recompensa ni ningún otro beneficio: buscamos a Dios por el bien que Él es en sí mismo y no en última instancia por un beneficio personal. Este acercarse al altar con el que comienza cada Misa, resume en muchos sentidos todo lo que sigue. Debemos notar que este subir al altar es siempre un subir alegre y gozoso, incluso si la Misa deba celebrarse en circunstancias poco alegres o quizá francamente tristes. Tal vez por esta razón los sirios llaman a toda la Misa simplemente Kurobho, «acercamiento».

San Ambrosio explica así el significado de este salmo a los que acaban de ser bautizados: «El pueblo purificado, rico con estos adornos, se apresura al altar de Cristo, diciendo: Iré al altar de Dios, al Dios que alegra a mi juventud; porque habiendo dejado a un lado el abismo del error antiguo, renovado con la juventud de un águila, se apresura a acercarse a esa fiesta celestial. Viene, y al ver el altar santo arreglado, exclama: Has preparado una mesa a mi vista».

La mayoría de nosotros nos acercamos al altar con nuestro bautismo recibido en un pasado relativamente lejano; pero este aspecto esencial de nuestra identidad cristiana es de gran importancia cada vez que asistimos a Misa. La designación tradicional de «Misa de los catecúmenos» y «Misa de los fieles» nos recuerda el inmenso privilegio que supone para los bautizados el hecho de que se les permita permanecer durante toda la realización del ofrecimiento del Sacrificio y, aún más, de acercarse al altar para la recepción de la Sagrada Comunión.

Estas oraciones «al pie del altar», como explica Josef Jungmann en sus grandiosos escritos sobre la historia del desarrollo de la Misa, solo se formaron después del año 1000. Esto se debe a que antes del siglo XI, por regla general, no había ningún escalón hasta el altar, ni siquiera una predela o plataforma. Sin embargo, ya en el siglo IX, estas oraciones se habían introducido: «En el camino al altar se reza en común el salmo 42, y al llegar a él, se le añaden, para conclusión, dos oraciones, una de las cuales es nuestro Aufer.  Además, en las mismas fuentes se encuentran diversas apologías, precursoras del Confiteor. Algunas de ellas las vemos antepuestas al salmo, intercaladas otras, o también añadidas después de la oración final».

«Este orden es el que prevaleció sobre otros esquemas parecidos... Raras veces se señala con claridad como lugar para su recitación el pie del altar. Esto se debió a que en algunos casos el sacerdote se revestía, o al menos se ponía la casulla, junto al mismo altar, como era costumbre sobre todo en la misa privada. En otros casos las rúbricas no determinan este detalle, consecuencia a veces de las condiciones especiales del lugar, cuando, como ocurría con frecuencia, el camino de la sacristía al altar era muy corto. Por otra parte, comprendemos que no se haya querido poner obstáculo al piadoso deseo de recitar con mayor devoción este salmo tan jugoso con más tranquilidad y atención solo después de haber llegado al altar. Estos parecen haber sido los motivos que llevaron en el misal de Pio V a la actual práctica».



Aunque no podamos estar seguros sobre los orígenes de este salmo y su lugar en la liturgia de la Misa, tenemos el salmo en sí mismo, que es digno de una atención cuidadosa y amerita una lectura atenta. Me gustaría repasar brevemente este salmo con ustedes y ofrecerles un pequeño comentario sobre las frases que he destacado en sus folletos impresos:

- Júzgame, oh Dios
Pedimos algo muy serio cuando le decimos a Dios que nos juzgue. Le pedimos que escudriñe nuestro corazón y discierna nuestras motivaciones más profundas que son las únicas que dan sentido a nuestras acciones. Muchas veces juzgamos a otros por sus acciones con la esperanza de que nos juzguen por nuestras intenciones. Sólo Dios tiene toda la ciencia necesaria para hacer tales juicios. Por esta razón, Él, y sólo Él, es el juez de todo.

-Defiende mi causa de la gente malvada
Siempre deseamos que quede bien claro que nosotros no somos como los demás, pero olvidamos que para Dios somos como la única persona que existe. ¡Él es fiel, incluso cuando nosotros no lo somos!

-Líbrame del hombre inicuo y engañador
Necesitamos que Dios nos ayude y rescate, especialmente de aquellos que pueden causar nuestra ruina: malas compañías, ocasiones de pecado, etc...

- Porque tú eres, oh Dios, mi fortaleza
Una profesión de fe que necesitamos hacer a menudo en el transcurso del día para que el músculo de la fe pueda ejercitarse y hacerse fuerte.

- ¿Por qué he de andar triste?
Es fácil estar deprimido, pero debemos dominar nuestras emociones hablando con fe a nuestros sentimientos.

- Envía tu luz y tu verdad
Solo Dios puede mostrarnos el camino, el camino correcto; sin su Luz, estamos realmente perdidos.

- Ellas me han conducido y me han traído a tu monte santo
Aquí es donde Dios me lleva, al monte santo que es el altar, la Misa: el único lugar donde podemos dar sentido a tanta confusión y caos.

- Me acercaré al altar de Dios
Se trata de un tiempo futuro de intención y propósito; tengo que seguir viniendo aquí, seguir ascendiendo esta montaña sagrada. Es la única respuesta.

- Al Dios que es la alegría de mi juventud
Dios es la única fuente confiable de felicidad, la única satisfacción verdadera para todo corazón humano. Tantos matrimonios, vínculos y amistades fracasan porque la gente no entiende que nadie puede finalmente satisfacernos, sino solo Dios.

- Cantaré tus alabanzas al son de la cítara
Tengo que seguir cantando y no desfallecer, incluso cuando la contrariedad o el desaliento, ya proceda de mí o de otros, sea muy considerable.

- Espera en Dios
La virtud fundamental de la vida cristiana: la capacidad de mirar más allá de las dificultades presentes y divisar el tiempo en que todo irá bien. Es la virtud más claramente testimoniada por los fieles difuntos por los que oramos hoy.

Quisiera concluir estos breves pensamientos con una cita de los escritos del Papa Benedicto XVI. Se trata de un comentario suyo muy particular sobre un versículo de este salmo al concluir un sermón que predicó el Domingo de Sexagésima de 1962, con ocasión de la primera Misa de un nuevo sacerdote. Tiene una especial importancia personal para mí, ya que elegí incluir este texto en el programa impreso para la celebración de mi primera Misa Latina Tradicional, al día siguiente de mi ordenación, hace ya veinte años. Dice mucho mejor de lo que yo podría hacerlo, lo que yace en el corazón de esta palabra de la Escritura:
«Y llegaré al altar de Dios, al Dios que alegra mi juventud» (Sal 42, 4).

Escribe el Papa Benedicto:
«Dirijamos nuestra oración a Dios, para que, cuando sea necesario, derrame algo del resplandor de esta alegría en nuestras vidas. Para que conceda a este sacerdote, que hoy se acerca por vez primera al altar de Dios, el resplandor cada vez más puro y más profundo de este gozo. Que le siga iluminando, cuando se acerque por última vez, cuando se acerque al altar de la eternidad, en la que sea Dios la alegría de nuestra vida eterna, de nuestra siempre perdurable juventud. Amén». 

sábado, 12 de octubre de 2019

JUAN XXIII Y LA GLORIA DE PÍO IX

Beato Pío IX y San Juan XXIII. 
Foto: larazon.es 

E
l Papa San Juan XXIII siempre guardó una profunda admiración por la figura de Pío IX, su predecesor de «santa y gloriosa memoria». El santo Pontífice albergaba en su corazón la esperanza de elevarlo al honor de los altares durante su pontificado, en particular durante el desarrollo del Concilio Vaticano II. La Providencia no lo dispuso así; pero cabe pensar que hubiese sido un acontecimiento muy significativo en vistas a favorecer una interpretación menos rupturista de los documentos conciliares. Finalmente ambos papas fueron proclamados Beatos por San Juan Pablo II en una misma ceremonia, el día 3 de septiembre de 2000. Por ahora desconocemos a quién corresponderá el honor de proclamar Santo al Papa de la Inmaculada y dar así cumplimiento al sueño del Papa Juan. Mientras tanto, recojo algunos textos de San Juan XXIII sobre su acariciado deseo de glorificar a Pío IX.

«Bendigo a su persona, la que me encantaría recibir en audiencia, y le aliento en una santa empresa que siento profundamente: la glorificación de Pío IX» (San Juan XXIII, Carta a Monseñor Canestri, 2-I-1959, postulador de la causa de beatificación de Pío IX).

«En la mansedumbre y en la humildad de corazón debe residir la disposición habitual para las sorpresas del Señor, que trata bien a sus predilectos, pero quiere a menudo probarlos con tribulaciones, las cuales pueden ser enfermedades del cuerpo, amarguras del espíritu, contradicciones tremendas, capaces de transformar y consumir la vida del siervo del Señor y del siervo de los siervos del Señor en un auténtico martirio. Pienso siempre en Pío IX, de santa y gloriosa memoria; e, imitándole en sus sacrificios, querría ser digno de celebrar su canonización» (San Juan XXIII, Diario del alma, Retiro de 29 de noviembre a 5 diciembre de 1959 en el Vaticano).

«El otro Pontífice es el siervo de Dios Pío IX; el Papa de la Inmaculada: excelsa y admirable figura de Pastor del cual se escribió también comparándolo con N. S. Jesucristo, que nadie fue más amado y odiado que él por los contemporáneos. Mas su empresa, su entrega a la Iglesia, brillarán hoy más que nunca; unánime es la admiración para con él y S. S. gusta de confiar a sus oyentes una grata esperanza que acaricia en su corazón: que le conceda el Señor el gran don de poder decretar al honor de los altares durante el desenvolvimiento del XXI Concilio Ecuménico, al que decretó y celebró el XX Concilio Ecuménico Vaticano I» (Juan XXIII, Audiencia general de 22-VIII-1962).



lunes, 7 de octubre de 2019

LA BENDITA MONOTONÍA DEL ROSARIO


Reflexiones de San Josemaría Escrivá sobre la devoción del santo rosario. Interesante señalar que, para el autor, la monotonía que amenaza los actos de piedad no radica en su frecuente reiteración, sino en la frialdad del corazón donde el amor se ha vuelto escaso: los que se quieren no se cansan de verse, de hablarse, de decirse las mismas cosas.

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«El Rosario es eficacísimo para los que emplean como arma la inteligencia y el estudio. Porque esa aparente monotonía de niños con su Madre, al implorar a Nuestra Señora, va destruyendo todo germen de vanagloria y de orgullo» (Surco, 474).
           
«‘Virgen Inmaculada, bien sé que soy un pobre miserable, que no hago más que aumentar todos los días el número de mis pecados...’ Me has dicho que así hablabas con Nuestra Madre, el otro día.
Y te aconsejé, seguro, que rezaras el Santo Rosario: ¡bendita monotonía de avemarías que purifica la monotonía de tus pecados»! (Surco, 475).

«Santo Rosario. —Los gozos, los dolores y las glorias de la vida de la Virgen tejen una corona de alabanzas, que repiten ininterrumpidamente los Ángeles y los Santos del Cielo..., y quienes aman a nuestra Madre aquí en la tierra.
—Practica a diario esta devoción santa, y difúndela» (Forja, 621).

«Muchos cristianos... viven esa oración maravillosa que es el santo rosario, en el que el alma no se cansa de decir siempre las mismas cosas, como no se cansan los enamorados cuando se quieren, y en el que se aprende a revivir los momentos centrales de la vida del Señor» (Es Cristo que pasa, 142)