martes, 26 de febrero de 2019

LA VERÓNICA


L
a sexta estación del Via Crucis -Una piadosa mujer limpia el rostro de Jesús- nos presenta una mujer valerosa donde el amor vence al temor: con osadía santa enjuga el rostro sudoroso y ensangrentado de Cristo. ¡Qué privilegio el de esta mujer! Fue contada entre las poquísimas personas que pudieron prestar algún socorro a Jesús en medio de tanta barbarie y crueldad. Su amor y compasión, su audacia y valentía, fueron retribuidas con una merced singular: el ícono del rostro doliente de Jesús. «Una mujer, Verónica de nombre, –escribe San Josemaría en su Via Crucis– se abre paso entre la muchedumbre, llevando un lienzo blanco plegado, con el que limpia piadosamente el rostro de Jesús. El Señor deja grabada su Santa Faz en las tres partes de ese velo».
 Romano Guardini, comentando este mismo paso de la Pasión, nos ha dejado una consideración similar: «Jesús, en cambio, jadea bajo la carga, pero su corazón es tan delicado y se halla tan despierto que es capaz de valorar el humilde servicio de esta mujer; manifestarle su aprecio y agradecérselo al modo divino. Enjuga su rostro, y, cuando le devuelve el paño, éste lleva impresos sus santos rasgos. ¡Oh Señor, qué fuerte y sensible es tu corazón!» (Via Crucis, VI). En el Via Crucis que compuso el Cardenal Ratzinger para el Viernes santo de 2005, nos topamos con esta profunda reflexión: «Tu rostro buscaré, Señor, no me escondas tu rostro» (Sal 26, 8-9). Verónica –Berenice, según la tradición griega– encarna este anhelo que acomuna a todos los hombres píos del Antiguo Testamento, el anhelo de todos los creyentes de ver el rostro de Dios. Ella, en principio, en el Vía crucis de Jesús no hace más que prestar un servicio de bondad femenina: ofrece un paño a Jesús. No se deja contagiar ni por la brutalidad de los soldados, ni inmovilizar por el miedo de los discípulos. Es la imagen de la mujer buena que, en la turbación y en la oscuridad del corazón, mantiene el brío de la bondad, sin permitir que su corazón se oscurezca. «Bienaventurados los limpios de corazón –había dicho el Señor en el Sermón de la montaña–, porque verán a Dios» (Mt 5, 8). Inicialmente, Verónica ve solamente un rostro maltratado y marcado por el dolor. Pero el acto de amor imprime en su corazón la verdadera imagen de Jesús: en el rostro humano, lleno de sangre y heridas, ella ve el rostro de Dios y de su bondad, que nos acompaña también en el dolor más profundo. Únicamente podemos ver a Jesús con el corazón. Solamente el amor nos deja ver y nos hace puros. Sólo el amor nos permite reconocer a Dios, que es el amor mismo» (Cardenal Ratzinger, Via Crucis, VI). Ofrezcamos también a Cristo el paño blanco de nuestra alma pura donde pueda grabar y reproducir su auténtico rostro, y así sentirnos arrastrados por el «deseo disparatado de contemplar su Faz» (San Josemaría Escrivá, Via Crucis, VI, 2).






jueves, 21 de febrero de 2019

FORMA EXTRAORDINARIA EN LINDEROS


En la Parroquia Sagrada Familia de Linderos, hermosa localidad situada al sur de Santiago y bien representativa de las tradiciones rurales chilenas, ha comenzado a celebrarse la Santa Misa en su forma extraordinaria los primeros domingos de mes. La constante y silenciosa expansión de la misa tradicional en los más diversos ambientes nos llena de satisfacción. En cierto modo sucede algo similar a lo que se narra en la parábola evangélica de la semilla que crece: «El reino de Dios es como un hombre que arroja la semilla en la tierra, y ya duerma, ya vele, de noche y de día, la semilla germina y crece sin que él sepa cómo» (Mc 4, 26-27). Quienes conocen y aman la antigua liturgia saben que es cosa de Dios. Publicamos a continuación unas fotografías de la Misa celebrada en el mes de febrero.





viernes, 15 de febrero de 2019

LA BANALIZACIÓN DEL LENGUAJE ECLESIAL

Ignacio Valente, pseudónimo literario de José Miguel Ibáñez, sacerdote, poeta y crítico literario, acaba de publicar un volumen con algunas de sus más selectas columnas de crítica literaria aparecidas durante las últimas décadas en el diario El Mercurio de Santiago de Chile. A lo largo de sus páginas, el lector podrá experimentar el encanto y la magia por la poesía y la literatura en general, bajo la guía de una pluma experta y amena. Por su afinidad con temas más comunes a este blog, transcribo una de las columnas que el autor dedicó a examinar el triste proceso de banalización y empobrecimiento del lenguaje eclesiástico, proceso en plena ebullición por los años en que escribe este artículo. Si bien la barbarie iconoclasta del inmediato posconcilio ha cedido, en cuanto a lenguaje se refiere, sus observaciones siguen siendo de una actualidad impresionante. Ojalá su lectura sirva como sabia advertencia, y como llamada a retomar la via pulchritudinis, el camino de la belleza lingüística, tanto en la proclamación verbal de la fe, como en la elaboración de los textos para uso litúrgico. Sin belleza el lenguaje, primero se banaliza, y luego deriva en fraseología vacua y rutinaria.

LENGUAJE DE IGLESIA
Por Ignacio Valente
(19 de abril de 1970)

E
ntre las piezas literarias que más admiro a través de los siglos, se cuentan algunas que –por su origen y sentido– cabe llamar religiosas, palabras concebidas y escritas de cara al mysterium tremendum del Dios vivo. No me refiero a obras de intención artística formal, como los poemas de San Juan de la Cruz, sino a una espléndida variedad de himnos, cantos, salmos, discursos y oraciones de impresionante poder, compuestos –muy al margen de la vida literaria de su tiempo– para el esplendor de la liturgia o las necesidades de la predicación, por almas encendidas en el amor de Dios, profetas y apóstoles y santos y videntes. La Iglesia Católica puede exhibir una larga muestra de estos poemas que, sin serlo de intención, lo son por su belleza fulgurante: en ellos el Espíritu ha dejado su marca de fuego a través de las edades.
  Por eso me llena de desolación comprobar que los textos sagrados de nuestro tiempo no se escriben ya en la Iglesia, sino muy lejos de ella, en esas tinieblas exteriores donde el vacío de Dios o la nostalgia de lo sacro toman a veces cuerpo en formas profanas de paradójica religiosidad: Kafka, Rilke, D.H. Lawrence, Michaux, D. Thomas... En la Iglesia, en el reino de la sacralidad propiamente dicha, la expresión verbal parece hoy abandonada de la Poesía. El lenguaje de la liturgia novísima, de la predicación, de las pastorales, solo rara vez alcanza el esplendor de la belleza o la intuición del misterio, y con la mayor frecuencia se entrega a la aridez de la sociología, al tedio del sentimentalismo, al parloteo de las frases hechas que se creen expresivas del hombre actual.
  Cambio de estructuras, a nivel de base, consciente de la realidad, al servicio del hombre, líder natural, promoción y realización, en grupo y en equipo, asamblea y amistad fraternal y desarrollo y amor, amor, amor. Lenguaje de informe técnico mezclado con efusión emocional, sin grandeza, sin destino, salvo cuando se tiene el acierto de volver a formas remotas de recia austeridad.
  Todo lenguaje, más allá de sus contenidos abstractos, delata al hombre que habla y su situación en la existencia. Textos venerables de otros tiempos, hoy caídos en desuso, contienen de tal modo el aliento numinoso de la experiencia de Dios, que hasta hoy nos transmiten la conmoción del espíritu que los engendró. ¿Qué hay detrás de las palabras de la actual literatura eclesiástica? Por lo general, nada. El ojo crítico adivina al funcionario de buena voluntad que, queriendo poner al día ritos y doctrina, profiere las fórmulas que su excelente intención le dicta. Pero son muy distintas las palabras concebidas en estado puro de gracia, que brotan de un corazón viviente en la presencia de Dios, y las palabras de oficio surgidas de la aridez de un corazón reseco que, para colmo, habla a partir de un profundo vacío cultural.
  La Iglesia fue en otros siglos el hogar de la creación artística; hoy sus instituciones son el último alero que buscaría espontáneamente un alma creadora. Sus teosociólogos han escupido en la cara a la belleza; sus funcionarios han barrido el suelo de las sacristías con los restos del humanismo cristiano. El mal gusto ha invadido esos lares donde, en otro tiempo, el Espíritu Santo desposaba a la Poesía. Para resucitarla, no bastarían algunas personas de buena voluntad, sean quienes sean; se trata de todo un proceso cultural, es decir, anticultural. El Papa Paulo VI, como tantos papas, posee una sensibilidad artística y un don poético notables; pero la presión de los nuevos iconoclastas en todos los países es hoy demasiado fuerte. Quién sabe qué padecimientos y cismas, purificaciones y dolores harán falta para dar sabor al insípido argot eclesiástico; para que entre nosotros vuelvan a resonar los cánticos del rey David, las premoniciones terribles de Isaías, la grandiosa sencillez de los relatos evangélicos o el acento apocalíptico de Juan, prolongados en una descendencia viva y actual.
  Hay, por cierto, en la liturgia anterior y en el lenguaje religioso clásico muchas fórmulas donde hoy ya no nos reconocemos: giros del gusto de otros tiempos, retóricas pasadas, distancias jerárquicas y tratamientos ligados a otros cuadros de cultura y sensibilidad. Pero en medio de ese prescindible relleno, en los ritos e himnos y lecturas vigentes desde remotos tiempos, ¡cuánto sentido de Dios y de su inaudita proximidad, qué aurea de majestad y grandeza, qué sentimiento desbordante de lo sagrado, de lo fascinante y terrible a la vez, de lo infinitamente lejano y de lo infinitamente próximo! Esos hombres sabían de Dios, y no de oídas. Tenían el sentido del misterio, en una palabra. Y no en vano el misterio religioso es el hermano mayor del misterio poético, de la intuición de lo inefable en el lenguaje humano. Así la palabra sacramental resonaba en el cielo y en la tierra, convocaba a las potencias angélicas y a los poderes tenebrosos del mundo, a las cumbres, y abismos de todo lo creado; y por esta vía alcanzaba un alto sentido de cultura, de creación, de belleza y dominio y apaciguamiento.
  Hoy el misterio se disipa en beneficio de otros acentos, también necesarios sin duda para la Iglesia: el sentido de la comunidad humana, del ámbito social donde se enuncia la palabra de Dios; el sentido ético de los deberes y exigencias que comporta la fe religiosa; y el sentido emocional de lo amatorio, de lo íntimo y lo fraterno en la relaciones humanas y divinas. Pero ¡qué banalidad irremediable en su expresión! ¡Qué dejo de falsete en cada palabra! ¡Cómo naufragan toda poesía, toda grandeza, todo misterio en los ásperos y prosísticos escollos del compromiso y las responsabilidades, de la militancia y la solidaridad, de lo comunitario, de la palabra amor repetida en tono sensiblero hasta la exasperación!
  Y es que en el mundo católico actual no se ve creación de lenguaje, tal vez por falta de experiencia propia y original que lo requiera. En su reemplazo, se toman préstamos y solo préstamos de lenguajes surgidos de otras experiencias, y generalmente gastados hasta el límite del slogan. Como los que provienen de la subcultura sociológica, o erótica, o política de nuestros días. En la fraseología eclesiástica se encontrarán la invariable problemática estructural del subdesarrollo, la inexorable dulzura del amor en casi todas sus especies, la construcción de un mundo de paz, justicia y amor, etc. Se cree que esas cosas hacen temblar de gozo al hombre contemporáneo, y que están más cerca de la vida. ¿Quién no ve que es solo la parte más trivial y retórica, más pobre y mecánica de una pseudo cultura lo que allí se recoge?
  Justo cuando al hombre contemporáneo se le desfondan sus propios ídolos y empieza a mirar al cielo, desesperado, se encuentra con las tardías reverencias eclesiásticas ante los altares de la ciencia y la técnica, del sexo y el desarrollo, de la historia y la civilización. Tan ingenuo se lo cree, como para entusiasmarse con la retórica de un camino que él ya viene haciendo de vuelta.
  Lo que llega al hombre, hoy como ayer, es la palabra viva del Evangelio, nacida de una experiencia original y, por eso mismo, encarnada en la forma de una revelación poética. El día en que el catolicismo renuncie a fáciles concesiones y se convierta otra vez en una energía cultural; el día en que irradie una experiencia suya de la realidad y recupere su vieja potencia creadora de cultura; cuando renueve su alianza inmemorial con las humanidades como una etapa esencial de su tarea salvadora: ese día volverá a producir formas auténticas de expresión, dispondrá de un verdadero lenguaje donde existir y operar, y el signo distintivo de ese lenguaje será, como siempre, la Poesía. (Ignacio Valente, Crítica Escogida, Ed. Tácitas, Santiago de Chile, 2018, p. 55-58).

lunes, 11 de febrero de 2019

LOURDES, ARGUMENTO CONTRA LA INCREDULIDAD


La carta encíclica Ad Diem Illum Laetissimum (2 de febrero de 1904) es sin duda uno de los documentos magisteriales marianos más extraordinarios del siglo XX. Con ella, San Pío X quiso recordar los 50 años de la proclamación del dogma de la Inmaculada Concepción, invitando a la Iglesia a dirigir una mirada agradecida a aquel día dichosísimo y verdaderamente glorioso en la historia de la Iglesia Católica. Al incio del documento, el Pontífice menciona las apariciones de Lourdes como confirmación celestial de la definición dogmática, y subraya que «todos los prodigios que cada día se realizan allí, por la oración de la Madre de Dios, son argumentos contundentes para combatir la incredulidad de los hombres de hoy». Selecciono a continuación unos breves párrafos tomados del comienzo de la Encíclica.

«E
l paso del tiempo, en el transcurso de unos meses, nos llevará a aquel día venturosísimo en el que, hace cincuenta años, Nuestro antecesor Pío IX, pontífice de santísima memoria, ceñido con una numerosísima corona de padres purpurados y obispos consagrados, con la autoridad del magisterio infalible, proclamó y promulgó como cosa revelada por Dios que la bienaventurada Virgen María estuvo inmune de toda mancha de pecado original desde el primer instante de su concepción. Nadie ignora con qué espíritu, con qué muestras de alegría y de agradecimiento públicos acogieron aquella promulgación los fieles de todo el mundo; verdaderamente nadie recuerda una adhesión semejante tanto a la augusta Madre de Dios como al Vicario de Jesucristo o que tuviera eco tan amplio o que haya sido recibida con unanimidad tan absoluta... Además, apenas Pío había proclamado que debía creerse con fe católica que María, desde su origen había desconocido el pecado, cuando en la ciudad de Lourdes comenzaron a tener lugar las maravillosas apariciones de la Virgen; a raíz de ellas, allí edificó en honor de María Inmaculada un grande y magnífico santuario; todos los prodigios que cada día se realizan allí, por la oración de la Madre de Dios, son argumentos contundentes para combatir la incredulidad de los hombres de hoy.  Testigos de tantos y tan grandes beneficios como Dios, mediante la imploración benigna de la Virgen, nos ha conferido en el transcurso de estos cincuenta años, ¿cómo no vamos a tener la esperanza de que nuestra salvación está más cercana que cuando creímos?; quizá más, porque por experiencia sabemos que es propio de la divina Providencia no distanciar demasiado los males peores de la liberación de estos. Está a punto de llegar su hora, y sus días no se harán esperar. Pues el Señor se compadecerá de Jacob escogerá todavía a Israel (Is 14, 1); para que la esperanza se siga manteniendo, dentro de poco clamaremos: trituró el Señor el báculo de los impíos. Se apaciguó y enmudeció toda la tierra, se alegró y exultó» (Is 14, 1 y 7).

miércoles, 6 de febrero de 2019

FINEZAS DE LA MISA TRADICIONAL


S
iento un profundo respeto por esas descripciones minuciosas de los viejos manuales de liturgia sobre cómo proceder en la realización de los ritos de la santa misa. Lo que quizá para otros podría resultar un corsé agobiante, para mí resulta una garantía de libertad: las rúbricas liberan al oficiante de sí mismo para representar noble y santamente a Jesucristo.
  Entre los variados gestos de adoración de la misa tradicional, hay uno que me conmueve hondamente: se trata de la genuflexión que el sacerdote realiza inmediatamente después de la consagración del pan, sosteniendo la Sagrada Hostia en sus manos. Así lo describe con detalle un antiguo manual: «Dicha la forma de la consagración, el celebrante se endereza; y, retirando los codos fuera del altar, de modo que queden tan solo las manos hasta las muñecas sobre la parte de delante del medio de los corporales, adora devotamente el Santísimo Sacramento, hincando con lentitud y gravedad la rodilla derecha».
  Es natural que el estupor de la fe ante lo milagroso se traduzca de inmediato en un movimiento de profunda adoración. Es natural, por tanto, que el sacerdote, antes de presentar y levantar la Hostia a la veneración de los fieles, adore a Cristo que ha venido al mundo en sus propias manos, convertidas ahora en su trono. Se repite la escena evangélica del ciego de nacimiento: «Y cayendo en tierra, le adoró» (Jn 9, 38). Fino gesto del viejo rito que se añora en la forma ordinaria. Un autor espiritual aconseja que el alma acompañe este sublime momento con fe y humildad grandes: «Una vez pronunciadas, (las palabras de la consagración) penetra con los ojos de fe en lo que se esconde bajo las especies sacramentales; arrodillándote entonces, mira con los ojos de la fe al ejército de los ángeles que te rodea, y adora con ellos a Cristo con una reverencia tan profunda que humilles tu corazón hasta el abismo» (Cardenal Juan Bona, El Sacrificio de la Misa, Rialp 1963, p. 145.)