domingo, 26 de julio de 2020

LOS ABUELOS DEL SEÑOR SEGÚN LA CARNE

San Joaquín y Santa Ana con la Virgen Niña
Escuela andaluza (S. XVIII). Foto:artnet.com

E
l culto a los abuelos de Jesús nace desde antiguo como manifestación de amor a la Humanidad Santísima de Jesús. Como dice Santo Tomás en relación al misterio de la Encarnación, «no cabe imaginarse un hecho más admirable que este de que el Hijo de Dios, verdadero Dios, se hiciese hombre verdadero» (C.G. IV, 27). Es natural, por tanto, que los cristianos hayan deseado conocer con detalle la ascendencia terrena del Salvador. Y aunque son escasos e inciertos los datos que nos transmiten los Evangelios sobre los padres de la Virgen, una vieja tradición nos dice que se llamaban Joaquín y Ana, según atestigua la veneración que se les tenía ya en los primeros siglos del Cristianismo. «De la estirpe de Jesé procede el rey David —enseña un antiguo Padre de la Iglesia—, y de la tribu de David ha nacido la Santísima Virgen, santa e hija de santos. Sus padres fueron Joaquín y Ana, que agradaron a Dios durante su vida y engendraron un fruto sano, la Virgen María, templo y Madre de Dios al mismo tiempo (...). Joaquín significa preparación del Señor, y por él, en efecto, fue ‘preparado’ el templo del Señor, la Virgen. De modo análogo, Ana significa gracia. Y es que Joaquín y Ana recibieron la gracia para hacer germinar con la oración un brote tan precioso». (Pseudo-Epifanio, Homilía in laudem Sancta Mariae Deiparae).

El hogar de Joaquín y Ana fue elegido por Dios para que naciera la Virgen y se iniciara el cumplimiento de los planes divinos de la redención. Allí, María aprendió a rezar, y fue desarrollando todas aquellas virtudes en que se complacía la mirada del Altísimo; en aquel lugar se preparó para escuchar la llamada de Dios. «¡Bienaventurados Joaquín y Ana!, exclama San Juan Damasceno; a vosotros están obligados con deuda de gratitud todas las criaturas, porque ofrecisteis al Creador el don más importante de todos: una Madre castísima, la única criatura digna de llevar al Creador» (San Juan Damasceno, Homilía in Nativitatem Beatae Mariae).

Bendito el día en que los ojos de Joaquín y Ana contemplaron por primera vez el rostro tierno de María Niña. Bendito hogar que anunciaba la inminente llegada de la plenitud de los tiempos.



viernes, 24 de julio de 2020

NUNCA ES TARDE PARA APRENDER EL RITO ANTIGUO

Mons. Strickland celebra su primera Misa Tradicional 

Fuente y fotografías: www.ncregister.com

A
unque el hecho ha tenido amplia difusión, quiero agradecer muy sinceramente a Mons. Joseph Strickland, obispo de Tyler, Texas, el público testimonio de su itinerario hacia el encuentro con la Misa tradicional. En una chispeante entrevista concedida al National Catholic Register, Mons. Strickland nos cuenta lo que ha significado en su vida la experiencia de celebrar por primera vez la santa Misa según la forma extraordinaria del Rito Romano, después de 35 años de ministerio sacerdotal, 8 de ellos como obispo.

Nada de nostalgias ni de apego a formalidades; él mismo reconoce que en sus años de formación en el seminario nunca oyó hablar de la liturgia antigua: simplemente había desaparecido del escenario. Tampoco guarda recuerdos de la misa en latín cuando pequeño. Por su manera de ser se siente más inclinado a lo sencillo que a lo formal o complicado. Pero hay algo en sus palabras que considero interesante y digno de señalar. A la pregunta de si fue entonces la adoración hacia la Eucaristía lo que le atrajo a la forma extraordinaria de la Misa, responde sin vacilación:

«Absolutamente. Orar ante Cristo en el Santísimo Sacramento me atrajo a este rito. Creo que mi vida espiritual se ha incrementado desde que me convertí en obispo y especialmente porque he centrado mi atención en nuestro Señor Eucarístico».

Guiado por este amor a Jesús sacramentado, Mons. Strickland propuso para su diócesis un «Año de la Eucaristía», y que se diera a la fiesta del Corpus Christi un especial realce mediante procesiones eucarísticas. Es en medio de esta atmósfera de piedad eucarística donde va tomando fuerza su deseo de aprender el viejo rito: «Quería hacer algo para honrar a Jesucristo. Seguí pensando en tratar de aprender la Misa antigua en latín para la fiesta tradicional del Corpus Christi. Me decía a mí mismo: ¡Puedo hacer esto!». Sabe que le supondrá trabajo, que le exigirá dedicación y tiempo, «sin embargo lo veo y lo deseo por Él. Es tan claro que en esta liturgia no se trata de nosotros, se trata completamente de Él. Quiero honrarlo».

Su esfuerzo se verá ampliamente recompensado cuando celebre por primera vez, en la Solemnidad del Corpus Christi, la santa Misa según la forma extraordinaria. Lo invade entonces una sensación de asombro; ciertamente es la melodía de toda misa, «pero ahora estás atrapado por el esplendor de la orquesta completa. No hay nada más que asombro. Solo la belleza del corporal y la forma en que se trata la Hostia y el Cáliz... además tengo que añadir (larga y emotiva pausa) que apenas pude decir las palabras de la consagración porque me llené de emoción; ¡tan profundamente conmovido me encontraba! Gracias a Dios en este rito solo debemos susurrarlas, porque no estoy seguro de haber sido capaz de hablar por encima de ese susurro. Era la primera vez en mi vida que decía esas palabras en latín, y apenas podía pronunciarlas. Es algo indescriptible, de verdad».


Consciente de que nadie sobra en una iglesia particular, Mons. Strickland aprovecha la ocasión para hacer un llamado a la unidad, a evitar divisiones y tensiones entre los fieles adeptos a una u otra forma del rito romano. También el Novus Ordo puede y debe celebrarse con suma reverencia. Finalmente concluye: «Después de lo que he experimentado, como obispo, no puedo dejar de alentar a todos a encontrar a Jesús con asombro, dentro de la belleza de la forma extraordinaria de la Misa». Agradezco una vez más este encomiable ejemplo de piedad, humildad y celo pastoral que nos ofrece el obispo de Tyler. Ojalá sirva como estímulo para que muchos otros pastores, dejando de lado posibles prejuicios e incomprensiones, se allanen a ofrecer a sus fieles la maravillosa riqueza de esta forma de nuestro Rito Romano.


domingo, 19 de julio de 2020

COMUNIÓN EN LA MANO Y SENTIR DE LA IGLESIA


E
n días pasados comenté un artículo de John-Henry Westen sobre las razones por las que el fiel católico debiera preferir la recepción de la Sagrada Comunión en la lengua (ver aquí). Vuelvo otra vez sobre este escrito con el deseo de recapitular en un ulterior principio las motivaciones que inducen a comulgar en la boca. La tesis podría formularse así: la comunión en la mano no representa el sentir de la Iglesia.

Las 5 razones propuestas por Westen, todas bien documentadas y acompañadas de un valioso elenco de citas y referencias, se podrían resumir en los siguientes enunciados:

1. La comunión en la lengua manifiesta mejor la reverencia con que debemos acercarnos a la infinita majestad de Dios.
2. La autoridad suprema de la Iglesia siempre ha defendido el derecho de los fieles a comulgar en la boca, incluso cuando por motivos sanitarios similares a los de hoy estaba prohibida por la autoridad diocesana.
3. Un inmenso testimonio de santos y papas avalan esta práctica milenaria de la Iglesia; también el comportamiento reverente del Ángel de la Paz hacia la Santísimo Sacramento en su aparición a los pastorcitos de Fátima.
4. La comunión en la lengua responde a un vivo deseo de evitar cualquier peligro de irreverencia o profanación hacia el sacramento de la Eucaristía.
5. La historia nos muestra un desarrollo orgánico y paulatino en la forma de comulgar que decanta finalmente en la comunión de rodillas y en la lengua; ésta viene asumida como la expresión ritual más apropiada para comulgar con el Cuerpo de Cristo.

Ahora bien, si estas razones no expresan simples gustos personales de un determinado grupo de fieles, sino el sentir íntimo de la Iglesia sobre la manera de comulgar, habrá que reconocer que la práctica de la comunión en la mano es una acción fallida, como el tiro de una flecha que no da en el blanco hacia el que apunta el arquero.

El sentir de la Iglesia se manifiesta sobre todo en las declaraciones de su autoridad suprema. Ahora bien, basta una lectura objetiva de la Instrucción Memoriale Domini de 1969 para disipar cualquier sombra de duda sobre el deseo de la Iglesia en esta materia: «Así, pues, teniendo en cuenta las advertencias y los consejos de aquellos a quienes el Espíritu Santo ha constituido obispos para regir las Iglesias (Cf. Act, 20 28), en razón de la gravedad del asunto y la fuerza de los argumentos aducidos, al Sumo Pontífice no le ha parecido oportuno cambiar el modo hace mucho tiempo recibido de administrar a los fieles la Sagrada Comunión» (n. 15). Es cierto que la Instrucción se abre a la posibilidad de conceder un indulto a las conferencias episcopales para permitir la comunión en la mano allí donde esta práctica se ha introducido y resulta difícil revertirla. Pero esto no modifica en nada el sentir expresado a favor de la comunión en la boca, más aún cuando las razones para conceder tal permiso no son propiamente de orden litúrgico, ni espiritual; miran más bien a alivianar la tarea episcopal de descomprimir un ambiente desafiante y contestario que tan dolorosamente se acentuó en los años del inmediato posconcilio.

Como escribió el Cardenal Malcolm Ranjith, entonces secretario de la Congregación del Culto Divino, con relación a la comunión en la mano, «es necesario reconocer que se trata de una práctica introducida de forma abusiva y apresurada en algunos ambientes de la Iglesia inmediatamente después del Concilio, que ha cambiado la singular práctica precedente y que se ha convertido en la práctica regular para toda la Iglesia». (Prólogo al libro Dominus est de Mons. Athanasius Schneider, Ed. Vaticana 2008, p. 6). Señalar este origen espurio de la práctica moderna de la comunión en la mano me parece importante para avalar que ella no representa el sentir auténtico de la Iglesia sobre el modo de dar la comunión a los fieles. Por otra parte, su posterior legitimación y generalización no han modificado hasta nuestros días su condición de indulto. En este sentido conviene recordar lo dicho por Monseñor Guido Marini cuando explicó la decisión de Benedicto XVI de dar la comunión solo en la boca y de rodillas en las misas presididas por él: «no hay que olvidar que la distribución de la comunión en la mano sigue siendo todavía, desde el punto de vista jurídico, un indulto a la ley universal, concedido por la Santa Sede a las conferencias episcopales que lo hayan pedido. La modalidad adoptada por Benedicto XVI tiende a subrayar la vigencia de la norma válida para toda la Iglesia»; además, en cuanto signo litúrgico, «subraya mejor la verdad de la presencia real en la Eucaristía, ayuda a la devoción de los fieles, introduce con más facilidad en el sentido del misterio. Aspecto que, en nuestro tiempo, pastoralmente hablando, es urgente subrayar y recuperar» (L’Osservatore Romano, 26 de junio de 2008).

Me temo que la introducción de facto de la comunión en la mano pretendía ser una manifestación de esa fe «adulta», de raigambre protestante, tan vociferada en los años posconciliares y que miraba con desdén todo gesto religioso de reverencia, sumisión y sometimiento. Sin embargo, no recuerdo haber leído en el evangelio que el reino de los cielos sea para los «adultos»; sí, en cambio, que pertenece a los niños, a los humildes, a los pobres. La comunión en la boca y de rodillas, desde el punto de vista litúrgico, expresa de modo admirable estas tres realidades evangélicas: nuestra infancia, nuestra pequeñez, nuestra completa indigencia ante el Señor. Y esto es sentir con la Iglesia de ayer, de hoy y de siempre.

lunes, 13 de julio de 2020

LA OSADÍA DE LLAMARLE PADRE

Bartolomé Esteban Murillo. El retorno del hijo pródigo 
Fotografía: wikipedia.org

«Fieles a la recomendación del Salvador y siguiendo su divina enseñanza, nos atrevemos a decir (audemus dicere): Padre nuestro...». Con estas palabras introduce la liturgia de la Iglesia el Rito de la Comunión en la Santa Misa. Ante todo, ellas nos sugieren que invocar a Dios con el nombre familiar de Padre es verdaderamente una osadía, una audacia inimaginable sin la previa licencia de su amor e incentivo paternos. Así nos lo recuerda también San Cipriano en su admirable comentario al Pater noster:

¡C
uán importantes, cuántos y cuán grandes son, hermanos muy amados, los misterios que encierra la oración del Señor, tan breve en palabras y tan rica en eficacia espiritual! Ella, a manera de compendio, nos ofrece una enseñanza completa de todo lo que hemos de pedir en nuestras oraciones. Vosotros —dice el Señor— rezad así: «Padre nuestro, que estás en los cielos».

El hombre nuevo, nacido de nuevo y restituido a Dios por su gracia, dice en primer lugar: Padre, porque ya ha empezado a ser hijo. El Verbo vino a su casa —dice el Evangelio— y los suyos no lo recibieron. Pero a cuantos la recibieron, les da poder para ser hijos de Dios, si creen en su nombre. Por esto, el que ha creído en su nombre y ha llegado a ser hijo de Dios debe comenzar por hacer profesión, lleno de gratitud, de su condición de hijo de Dios, llamando Padre suyo al Dios que está en los cielos.

Cuán grande es la benignidad del Señor, cuán abundante la riqueza de su condescendencia y de su bondad para con nosotros, pues ha querido que, cuando nos ponemos en su presencia para orar, lo llamemos con el nombre de Padre y seamos nosotros llamados hijos de Dios, a imitación de Cristo, su Hijo; ninguno de nosotros se hubiera nunca atrevido a pronunciar este nombre en la oración, si él no nos lo hubiese permitido. Por tanto, hermanos muy amados, debemos recordar y saber que, pues llamamos Padre a Dios, tenemos que obrar como hijos suyos, a fin de que él se complazca en nosotros, como nosotros nos complacemos de tenerlo por Padre. (San Cipriano, Tratado sobre el Padrenuestro, c. 9 y 11).



martes, 7 de julio de 2020

UNA MISA INOLVIDABLE CON SAN JOSEMARÍA

San Josemaría celebrando el Santo Sacrifico de la Misa
Santiago de Chile, 7 de julio de 1974


H
oy, décimo tercer aniversario del Motu Proprio Summorum Pontificum del Papa Benedicto XVI, por el que restableció plenamente el uso del Misal Romano de 1962, me complace traer a la memoria y compartir con los lectores del blog, la gracia singular de haber asistido a una Misa, según el rito antiguo, celebrada por San Josemaría Escrivá durante su visita pastoral a Chile.

Domingo 7 de julio de 1974; 8.30 de la mañana. En una sobria capilla de una casa del Opus Dei en Santiago, un grupo de fieles esperamos con emoción el inicio del Santo Sacrificio. San Josemaría recorre muy recogido el pasillo central hacia el altar; sobre éste, están dispuestos los ornamentos para la misa. Asistido por dos sacerdotes que le ayudarán en la celebración, comienza a revestirse con unción sobrecogedora. Baja la grada y comienza la Santa Misa. Le acompañamos en silencio durante la recitación con voz clara de las oraciones al pie del altar que dialoga con sus ministros. Se suceden la Epístola y el Evangelio que él mismo lee. En el memento de vivos ora con intensidad. Llega la Consagración: las manos de San Josemaría se convierten en el trono de Jesús Sacramentado. Solo el tañido de la campana rompe el denso silencio que invade el oratorio. Otro instante de hondo recogimiento: el memento de difuntos.

Luego, antes de administrar personalmente la Sagrada Comunión, San Josemaría se vuelve hacia los asistentes, inclina reverentemente la cabeza hacia el Santísimo y pide permiso para dirigir unas palabras: «Con vuestra licencia, Soberano Señor Sacramentado». Comienza entonces un entrañable fervorín que dispone nuestras almas para la Comunión:

«El Señor va a ir ahora a vuestros corazones. Ya al punto de la mañana me gusta hacer –y que hagáis– un acto de fe clara, explícita: Señor, creo que eres Tú, oculto en el pan. Creo que eres Jesús de Nazaret, el de las bodas de Caná, el que curaba a los leprosos, el que resucitaba a los muertos, el que padeció la Pasión y murió en la Cruz, el que resucitó al tercer día. Sé que estás ahí, real, verdadera y sustancialmente presente, con tu Cuerpo, con tu Sangre, con tu Alma y con tu Divinidad.

Es bueno que comencemos así. Después, cada uno de vosotros hará su acción de gracias. Yo le digo que no sé cómo ha venido a este muladar de mi corazón. Una vez más se ha querido humillar... Viene como médico, como padre, como maestro, como alimento, como fortaleza, como compañero y amigo. ¡Tratadlo como queráis, pero tratádmelo bien!...

Pensad que el Señor nos ha hecho vivir en unos tiempos duros. ¡Esto es una predilección! El mundo está casi como hace veinte siglos, metido en el paganismo. Y la Iglesia, rota en montones de herejías, como en los tiempos apostólicos. Cuando leéis las epístolas de Pablo, de Pedro, de Juan, de Santiago, os quedáis pasmados de la división, del encono, de los enredos de Satanás. También ahora la situación es semejante. Por eso hemos de ser fieles. A más lucha, más amor. A más debilidad –vuestra y mía–, más amor. A más amor Suyo, a más entrega Suya, más entrega nuestra y más amor...

¡Mirad que amor con amor se paga! Obras son amores y no buenas razones: duro es oír esto, sin ruido de palabras, en el fondo del corazón; duro y dulce. Pues escuchadlo también vosotros. Obras son amores: fidelidad espera el Señor. Que ayudemos a los demás a ser fieles, yendo todos adelante por estos caminos de amor y de bien, ayudándole a corredimir».

Emocionados, recibimos el Cuerpo de Cristo de manos de un santo. Termina la Misa. Sigue una silenciosa acción de gracias. Lo vivido y oído en esta Eucaristía inolvidable enciende a todos los allí presentes: ¿No ardían nuestros corazones dentro de nosotros mientras en el camino nos hablaba y nos declaraba las Escrituras? (Lc 24, 32).

viernes, 3 de julio de 2020

COMULGAR EN LA MANO, UN ERROR


J
ohn-Henry Westen, editor jefe de Lifesite, ha publicado un breve y bien articulado ensayo sobre las razones por las que los católicos deberían desistir de comulgar en la mano. El autor, consciente de los tiempos de excepción que vivimos y de las órdenes de algunos gobiernos y episcopados para comulgar solamente en la mano, expone igualmente las cinco razones «por las que nunca podría recibir la Sagrada Comunión en la mano. Y, si el asunto fuera obligado, simplemente haría el sacrifico de hacer una comunión espiritual lo más santa posible». Me gustaría resumir y comentar en próximas entradas al blog algunos de los argumentos señalados por Westen en su artículo, por estimar que la práctica de la comunión en la mano es propensa a debilitar valores importantes de nuestra fe que hoy más que nunca necesitarían de una celosa custodia.

La primera razón que nos ofrece el autor –y a mi juicio la más decisiva– se contiene en esta idea fundamental: la Comunión de rodillas y en la boca está en plena sintonía con «la reverencia debida a Dios omnipotente». Especial interés tiene su advertencia previa antes de entrar en materia: «Quiero descartar la falsa idea de que las personas que reciben la Comunión en la lengua lo hacen movidos por una falsa piedad o por una actitud de superioridad religiosa frente a los demás. Aunque no puedo descartar que haya algo de eso, por lo que he visto y leído, comulgar en la lengua proviene de un profundo amor reverencial por el Rey de Reyes que recibimos en este Augusto Sacramento. Creo que recibir a Nuestro Señor en la lengua mientras permanecemos de rodillas refuerza esa reverencia por Nuestro Señor Eucarístico».

No faltan quienes piensan que los fieles empeñados en la defensa de su derecho por recibir la comunión en la lengua y de rodillas –derecho reconocido por la legislación universal de la Iglesia– actúan de modo arrogante y provocativo. Pero se trata de una falsa idea, como dice Westen. Quien se sintiera ofendido o agredido por ver a un hermano suyo en la fe comulgar reverentemente de rodillas y en la boca, es probable que tenga una herida en su corazón que debería sanar con humildad, caridad y estudio. Y lo mismo vale para quienes por comulgar en la boca experimentaran un sentimiento de superioridad espiritual frente a sus hermanos que lo hacen en la mano. Con todo, y dejando exclusivamente a Dios el juzgar las intenciones que mueven a los fieles a comulgar de una u otra manera y conocer el grado de fervor con que lo hacen, siempre que sea conforme a lo dispuesto por la Iglesia, es perfectamente legítimo sostener, razonando en el plano objetivo de los hechos, que la distribución de la comunión en la mano es un error, y que existen razones de peso para avalar ese juicio. La simple permisión de alguna práctica (en este caso la comunión en la mano) no es suficiente para asegurar su corrección y oportunidad.

A continuación, el autor nos presenta algunos pasajes de la Sagrada Escritura donde se percibe con claridad cómo la reverencia debida a Dios comporta un cierto distanciamiento, un respeto humilde y sumiso ante la majestad de Dios. El primer texto es la manifestación de Dios a Moisés en la zarza ardiente. A este hombre singular, que alcanzará una familiaridad con el Señor fuera de lo común, no le es permitido, sin embargo, acercarse demasiado: debe guardar una respetuosa distancia, debe quitarse sus sandalias porque son calzado impropio para pisar tierra santificada por la presencia de Dios (Cf. Ex 3). Una exhortación similar encontramos en el salmo 95, 6: «Venid, adoremos y postrémonos, doblemos nuestras rodillas ante el Señor, nuestro Hacedor». Lo mismo podemos ver en el Nuevo Testamento cuando Pedro, Santiago y Juan se hallan en la cima del monte Tabor: ante la visión del cuerpo glorificado de Jesús –el mismo que recibimos en la Sagrada Comunión– se postran con la frente en el suelo. Por último, Westen menciona con más detenimiento la sobrecogedora historia de Uzá, el hombre a quien Dios hirió mortalmente por atreverse a tocar el Arca de la Alianza, cuando ésta amenazaba con caer al suelo por los vaivenes de la carreta tirada por bueyes en que era transportada. (Cf. 2 Sam 6, 1-7; 1 Cr 13, 9-12).

Westen también nos cuenta una observación muy aguda por parte de su mujer: «Mi esposa, convertida al catolicismo, me preguntó el otro día cómo la comunión en la mano tiene sentido dadas las prácticas de la Iglesia de consagrar el altar y los vasos sagrados utilizados en la Misa. Vemos a sacerdotes, obispos, incluso al Papa, cubriendo sus manos con el ornamento llamado velo humeral durante la bendición con el Santísimo Sacramento. Esto manifiesta el carácter sagrado de Cristo en la Eucaristía. Si permitimos que todos toquen la Sagrada Hostia con sus manos, la práctica del uso del velo humeral se vuelve realmente extraña». En esta misma línea me atrevería a añadir otro contrasentido litúrgico que encierra la comunión en la mano.  En la última edición del Misal Romano (Cf. IGMR, 278) se pide al sacerdote una gran delicadeza en relación con las partículas de las Hostias consagradas y con las debidas purificaciones: «Cuantas veces algún fragmento de la Hostia se haya adherido a los dedos –principalmente después de la fracción o de la Comunión de los fieles– el sacerdote debe limpiar los dedos sobre la patena o si es necesario, lavarlos. Del mismo modo, si quedan algunos fragmentos fuera de la patena, debe recogerlos». La comunión en la mano, sin purificación alguna por parte de los fieles, ¿no hace de estas importantes rúbricas de la misa algo verdaderamente superfluo? Y esto sin hablar de la minuciosidad con que en la Forma Extraordinaria del Rito Romano se prescriben las purificaciones de los vasos sagrados y de los dedos del sacerdote, como asimismo el hecho de que éste mantenga unidos, después de la consagración del pan, los dedos índice y pulgar hasta que sean purificados con agua y vino después la comunión.

Concluye Westen la exposición de la primera de sus razones para no recibir el Cuerpo de Cristo en la mano con un texto del filósofo alemán Dietrich von Hildebrand. Este pensador católico, eximio representante de la escuela fenomenológica, admirado por varios Papas y fiel amante de la liturgia tradicional, supo ver con especial hondura que la actitud reverente constituye un valor esencial de la vida moral del hombre. Quizá por esto mismo pudo escribir con especial autoridad las siguientes palabras sobre la comunión en la mano:

«Desafortunadamente, en muchos lugares se distribuye la comunión en la mano. ¿En qué medida se supone que esto es una renovación y una profundización de la recepción de la Sagrada Comunión? La temblorosa reverencia con la que recibimos este regalo incomprensible, ¿acaso se incrementa al volver a recibirlo en nuestras manos no consagradas, en lugar de hacerlo directamente de la mano consagrada del sacerdote? No es difícil ver que el peligro de que partes de la Hostia consagrada caigan al suelo es incomparablemente mayor, y el peligro de profanarla o incluso de una horrible blasfemia es muy grande. ¿Y qué se gana con todo esto? La afirmación de que el contacto con la mano hace que el huésped se perciba como más real es sin duda una simple tontería: porque el tema aquí no es la realidad de la materia de la Sagrada Forma, sino más bien la conciencia, que solo es alcanzable por la fe, de que la Hostia en realidad se ha convertido en el Cuerpo de Cristo. La recepción reverente del Cuerpo de Cristo en nuestras lenguas, de la mano consagrada del sacerdote, es mucho más propicia para el fortalecimiento de esta conciencia que la recepción con nuestras propias manos no consagradas» (The Devastated Vineyard, Págs. 67-68).

Texto original del artículo que comento: lifesitenews.com