sábado, 28 de mayo de 2022

OS CONVIENE QUE YO ME VAYA

Reflexión del Venerable Fulton Sheen sobre el misterio de la Ascensión del Señor a los cielos (Cf. Vida de Cristo, Herder 1985, p. 493). 

«Otro motivo de la ascensión era que Jesús pudiera abogar en el cielo ante su Padre con una naturaleza humana común al resto de los hombres. Ahora podía, por así decirlo, mostrar las llagas de su gloria no solo como trofeos de victoria, sino también como insignias de intercesión. La noche en que fue al huerto de los Olivos oró como si ya estuviera en la mansión celestial, a la diestra del Padre; la plegaria que dirigió al cielo era menos la de un moribundo que la de un Redentor ya ensalzado a la gloria.

Para que el amor con que me has amado esté en ellos, y yo en ellos (Ioh 17, 26).

En el cielo sería no solamente un abogado de los hombres delante del Padre, sino que también enviaría al Espíritu Santo como abogado del hombre delante de Él. Cristo, a la diestra del Padre, representaría a la humanidad ante el trono del Padre; el Espíritu Santo, habitando con los fieles, representaría en ellos al Cristo que fue al Padre. En la ascensión Cristo elevó al Padre nuestras necesidades; merced al Espíritu, Cristo el Redentor sería llevado a los corazones de todos aquellos que quisieran poner fe en Él.

La ascensión daría a Cristo el derecho de interceder poderosamente por los mortales:

Teniendo, pues, un gran sumo sacerdote, que ha pasado al través de los cielos, Jesús, el Hijo de Dios, retengamos nuestra profesión. Porque no tenemos un sumo sacerdote que sea incapaz de compadecerse de nuestras flaquezas, sino uno que ha sido tentado en todo según nuestra semejanza, mas sin pecado» (Hebr 4, 14 ss).



 

lunes, 23 de mayo de 2022

LOS ICONOS Y LA FE DE LA IGLESIA


Comparto un hermoso texto de San Juan Damasceno sobre la importancia de las imágenes en el culto cristiano. Como recordaba Benedicto XVI en la Audiencia del 6 de mayo de 2009, en los tres discursos del Damasceno contra los calumniadores de las imágenes sagradas se contiene una sólida fundamentación teológica de los íconos que, en última instancia, hunde sus raíces en la economía salvífica inaugurada con el misterio de la encarnación del Hijo de Dios en le seno de la Virgen.
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«Considerad la fuerza y la divina energía que son concedidas a aquellos que se acercan a los iconos de los santos con fe y conciencia pura. Por esto, hermanos, permanezcamos sobre la roca de la fe, en la Tradición de la Iglesia sin desplazar los límites que a ésta han fijado los santos Padres. No demos beligerancia a aquellos que quieren innovar y con ello deshacer el edificio de la Iglesia santa católica y apostólica. Si se deja actuar a los que tienen estas ideas, poco a poco el cuerpo entero de la Iglesia será destruido. No, hermanos míos, no, hijos de la Iglesia que amáis a vuestra madre, no la despojéis de sus vestiduras. Recibidla tal como yo os la presento. Aprended que Dios dijo con respecto a ella: “Tú eres hermosa, amiga mía, no hay defecto alguno en ti” (Cant 4, 7).

No aceptemos que se nos enseñe una fe nueva que estaría en desacuerdo con la Tradición de los santos Padres. El divino apóstol declara: “Si alguno os anunciare otra cosa que lo que habéis recibido, que sea anatema” (Gal 1, 9).

Adoremos los iconos, no ofrecemos con ello nuestra adoración a la materia, pero a través de ella a los representados, pues, como dice el divino Basilio “la veneración del ícono se transmite al prototipo” (San Juan Damasceno, Defensa de las imágenes).

 

lunes, 9 de mayo de 2022

«SACRIFICIUM LAUDIS», UN FERVIENTE LLAMADO DE PABLO VI EN FAVOR DEL LATÍN

Luego de que el Concilio se abriera a la posibilidad de permitir un mayor espacio a las lenguas vulgares en la liturgia, comenzaron a llover sobre la Santa Sede las peticiones de las conferencias episcopales por una presencia urgente y siempre creciente de la lengua vernácula en el culto litúrgico. Si bien el Santo Padre accedió con relativa facilidad a tales demandas, sí se mostró compungido y enérgico cuando la fiebre por lo vernáculo tocó las puertas de algunas comunidades religiosas obligadas a la recitación en coro del Oficio Divino.  En Carta dirigida a los superiores de dichas comunidades, San Pablo VI hace un llamado a la prudencia y a la cordura, señalando la responsabilidad que les incumbe en la tarea se preservar el inestimable tesoro del latín y de las melodías gregorianas para bien de toda la Iglesia. Comparto a continuación este texto que merece ser leído y meditado serenamente por su perenne actualidad. Es preciso vigilar frente al peligro, también constante, de que la liturgia sucumba ante la moda, con grave detrimento de la sacralidad que debe siempre acompañarla. 

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Carta Apostólica SACRIFICIUM LAUDIS de Su Santidad Pablo VI a los Superiores Generales de las Comunidades religiosas obligadas a la recitación en coro del Oficio Divino (15 de agosto de 1966).

Vuestras familias, dedicadas a Dios, siempre habían acostumbrado a tener en gran honor el sacrificio de alabanza, la ofrenda de los labios que ensalzan a Dios, la salmodia e himnodia con que se consagran piadosa y devotamente las horas, los días y las estaciones del año, siendo el Sacrificio eucarístico como un sol resplandeciente puesto en medio y que todo atrae a hacia sí. Con razón se pensaba que nada debía anteponerse a obra tan santa. Fácilmente se comprende cuánta gloria haya sobrevenido de ello al Creador de todas las cosas y cuán múltiples bienes hayan resultado en favor de la Iglesia. Con esta fija y asidua manera de orar a través del transcurso de los siglos, enseñasteis que el culto divino es de máxima importancia en la sociedad humana.

Pero resulta que nos hemos cerciorado, por cartas de algunos de vosotros y por muchas informaciones procedentes de otras partes, de que cenobios y provincias vuestras –tan solo hablamos de los que pertenecen al rito latino– han introducido prácticas diferentes en la celebración de la sagrada liturgia; a saber, algunos son tenaces en conservar la lengua latina, otros desean ardientemente la lengua popular en el oficio coral, otros, aquí y allí, quieren sustituir el canto gregoriano con cantinelas compuestas en nuestros días. Y, lo que es aún más, algunos han exigido de una manera apremiante que se suprima la lengua latina.

Es preciso que manifestemos que Nos estamos conmovidos no poco a causa de estas peticiones y embargados de cierta tristeza; y se plantea la cuestión de dónde haya brotado y por qué motivo se haya propagado tal modo de pensar y tal menosprecio, antes desconocido.

Os es perfectamente conocido y no podéis mover duda alguna acerca de ello, cuánto amamos a vuestras familias religiosas y cuán profundamente las apreciamos. Nos sirven de admiración frecuentemente los testimonios de piedad insigne y los monumentos de cultura por los que son célebres. Consideramos como gozo nuestro, si está en nuestra mano el hacerlo, siempre que sea licito y conveniente, el atender favorablemente a sus deseos, el mirar por una situación mejor.

Pero las cosas que hemos anotado anteriormente suceden después que el Concilio ecuménico Vaticano segundo ha manifestado su pensamiento acerca de esta cuestión, tras madura meditación y de manera solemne y después de haberse dado normas precisas mediante las instrucciones subsiguientes: En la segunda Instrucción, para aplicar debidamente la Constitución sobre la liturgia, se halla decretado lo siguiente: «En la recitación del Oficio divino en coro, los clérigos están obligados a usar la lengua latina». Y en otra, que se titula Sobre el uso de la lengua que han de emplear los religiosos en la celebración del Oficio divino y de la misa «conventual» o «de comunidad», se confirma dicho precepto, y al mismo tiempo se tiene en cuenta la manera de atender prácticamente al bien espiritual de os fieles y a las circunstancias peculiares que se dan en los territorios de misiones.

Así, pues, hasta que se determine legítimamente en otro sentido, estas leyes se hallan en vigor y reclaman una obediencia que, a los religiosos, como a hijos amadísimos de la Iglesia, conviene se les recomiende especialísimamente.

Pero no se trata aquí tan solo de conservar en el oficio coral el latín, verdaderamente digno de que, muy lejos de ser despreciado, se mantenga animosamente, siendo que es en la Iglesia latina fuente ubérrima de cultura humana y tesoro riquísimo de piedad, sino también de guardar incólumes la belleza, la hermosura, el vigor propio de esta clase de oraciones y cantos; se trata, efectivamente, del oficio coral expresado «con voces de la Iglesia que cantan dulcemente», que habéis heredado de vuestros fundadores y maestros y santos celestiales, lumbreras de vuestras familias.

No se han de tener en poca estima las instituciones de los antepasados, que han sido vuestro adorno durante largos siglos. Ahora bien: este rezo coral ha sido una de las principales causas por las que vuestras familias han permanecido con vigor las mismas y han crecido aumentándose jubilosamente. Por lo que causa admiración, cómo debido a la excitación de una conmoción subitánea, parezca a algunos que se han de abandonar ya dichas cosas.

En las actuales circunstancias, ¿qué voz, qué canto podrá implantarse en vez de las fórmulas de la piedad católica usadas hasta ahora por vosotros? Se ha de atender cuidadosamente y considerar que no sobrevenga una situación peor en caso de que fuese abandonada aquella herencia gloriosa. Ya que es de temer que el oficio coral se reduzca a cierta desaliñada recitación, que quizá vosotros seréis los primeros en sentir que adolece de pobreza y que engendra fastidio.

Existe, asimismo, la cuestión de si los hombres, deseosos de saborear las preces sagradas, acudirían en número tan elevado a vuestros templos en caso de que en ellos no resonase ya más la antigua y nativa lengua de las mismas, unidas al canto lleno de gravedad y de belleza. Rogamos, por tanto, a todos a quienes incumbe, que ponderen qué cosas desean abandonar y que no dejen secarse la fuente de la que hasta el presente han bebido copiosamente.

Sin duda, la lengua latina opone a los aspirantes a vuestra sagrada milicia alguna, y quizá no pequeña, dificultad. Pero ésta, como os es conocido, no es tal que pueda ser vencida y superada, sobre todo entre vosotros, que, más separados de los negocios y estrépito del siglo, podéis dedicaros con mayor entrega a las letras. Por lo demás, aquellas preces, impregnadas de elegancia antigua y de noble majestad, seguirán atrayendo hacia vosotros a los jóvenes llamados a la herencia del Señor; y, al contrario, el coro de donde sean desterrados aquel lenguaje que sobrepasa las fronteras de las naciones y goza de una admirable fuerza espiritual, y el canto brotado de los más hondo del alma, donde se asienta la fe y arde la caridad, es decir, el canto gregoriano, será semejante al cirio apagado, que no alumbra ya más, que ya no atrae más hacia sí los ojos y las mentes de los hombres.

En todo caso, hijos amadísimos, las peticiones arriba mencionadas se refieren a cosas tan graves que, al presente, no las podemos conceder, derogando las normas del Concilio y de las Instrucciones mencionadas. Por consiguiente, exhortamos encarecidamente a que penséis con cuidado, bajo todos sus aspectos, una cuestión tan compleja. No queremos, precisamente por la benevolencia con que os distinguimos y por la gran estima en que os tenemos, permitiros lo que podría ser causa de caer en una situación peor, constituir quizá para vosotros origen de no pequeño detrimento y ciertamente ocasionar a toda la Iglesia de Dios malestar y tristeza. Dejad que Nos, aun en contra de vuestra voluntad, defendamos vuestra causa. Vosotros tenéis el mandato de conservar la dignidad transmitida, la belleza, la gravedad del oficio coral, ya en cuanto a la lengua, ya en cuanto al canto, de parte de la misma Iglesia que, atendiendo a utilidades pastorales, es decir, para el bien del pueblo que desconoce el latín, ha introducido en la sagrada liturgia el uso de la lengua popular.

Consiguientemente, con ánimo sincero y tranquilo obedeced a las prescripciones no sugeridas por el amor exagerado a las costumbres antiguas, sino propuestas por el amor paternal hacia vosotros y aconsejadas por el cuidado del culto divino.

Finalmente, como prenda de los dones celestiales y testimonio de nuestra gran benevolencia, os impartimos con sumo agrado en el Señor a vosotros y a vuestros hermanos la bendición apostólica. (Traducción tomada de Documentación litúrgica posconciliar, Ed. Regina, Barcelona 1995, pp. 1060-1062).