martes, 31 de marzo de 2020

LA HOSTIA SANTA, PROPIEDAD DEL SACERDOTE


Aunque escritas hace un siglo y ciertas circunstancias hayan cambiado, las siguientes palabras del beato Marmion siguen siendo sustancialmente válidas en nuestros días. Solo una renovada conciencia del sacerdote como custodio celoso de la Eucaristía podrá revertir la sequía vocacional que afecta hoy a la Iglesia.

«L
a hostia es hasta tal punto el objeto propio del sacerdote, que su poder sobre ella no está limitado más que por las leyes y las prescripciones de la Iglesia. Jesús se confía a su sacerdote como se confió a María; y el sacerdote es el único que, fuera del caso de extrema necesidad, tiene el derecho a tocarlo, de darlo a los demás. El guarda la llave del tabernáculo. Él toma a Jesús para llevar la comunión a los enfermos, para bendecir al pueblo; él lo conduce por las calles en procesión». (Beato Columba Marmion, Jesucristo ideal del Sacerdote, Buenos Aires 1954, p. 51).

jueves, 19 de marzo de 2020

QUERER A SAN JOSÉ

Sagrada Familia con ángeles, San Juan Bautista y sus padres.
Atribuido a Diego Quispe Tito. S. XVII.
Museo de Santa Catalina, Cusco.


«Quiere mucho a San José, quiérele con toda tu alma, porque es la persona que, con Jesús, más ha amado a Santa María y el que más ha tratado a Dios: el que más le ha amado, después de nuestra Madre.
    —Se merece tu cariño, y te conviene tratarle, porque es Maestro de vida interior, y puede mucho ante el Señor y ante la Madre de Dios».

(San Josemaría Escrivá, Forja, n. 554)

domingo, 15 de marzo de 2020

LA FATIGA DE CRISTO, UN COMENTARIO DE SAN AGUSTÍN

Cristo y la Samaritana de Alonso Cano

Bellísima consideración de San Agustín sobre la fatiga de Cristo junto al pozo de Sicar. Su genio teológico sabe descubrir y disfrutar con los destellos de divinidad que relampaguean en los misterios de la vida terrena de Jesús.

«Con su fortaleza nos creó, con su debilidad nos buscó» 

«J
esús, fatigado del camino, se sentó sin más junto a la fuente. Era como la hora sexta. Y comienzan los misterios, pues no en vano se fatiga Jesús; no en vano se fatiga la Fuerza de Dios; no en vano se fatiga quien reanima a los fatigados; no en vano se fatiga quien, si nos abandona, nos fatigamos; pero si está presente, nos afianzamos. Se fatiga empero Jesús y se fatiga del viaje, se sienta; se sienta junto al pozo, y fatigado se sienta a la hora sexta. Todo eso insinúa algo, quiere indicar algo, llama nuestra atención, nos exhorta a llamar. Abra, pues, a mí y a vosotros, quien se dignó exhortar, diciendo: Llamad y se os abrirá. Por ti está Jesús fatigado del camino. Encontramos a Jesús fuerte y encontramos a Jesús débil; a Jesús fuerte y débil a la vez: fuerte, porque al principio era el Verbo, y el Verbo estaba en Dios, y el Verbo era Dios; Él estaba al principio en Dios. ¿Quieres ver cuán fuerte es este Hijo de Dios? Todas las cosas fueron hechas por Él, y sin Él no se hizo nada de cuanto ha sido hecho; y todo se hizo sin esfuerzo. ¿Quién, pues, más fuerte que aquel por quien sin esfuerzo se han hecho todas las cosas? ¿Quieres conocer ahora que es débil? El Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros. La fortaleza de Cristo te creó y la debilidad de Cristo te recreó. La fortaleza de Cristo hizo que existiera lo que antes no existía; la debilidad de Cristo hizo que lo que ya existía no pereciese. Con su fortaleza nos creó, con su debilidad nos buscó». (San Agustín, Tratados sobre el Evangelio de San Juan, Trac. XV, 6).

jueves, 12 de marzo de 2020

UN OBISPO QUE TEME MÁS A DIOS QUE AL CORONAVIRUS


Aunque se ha difundido ampliamente en los medios, deseamos hacernos eco de una reflexión de Mons. Pascal Roland, llena de sensatez cristiana, sobre la epidemia del coronavirus y sus reacciones, publicada en la página de su diócesis. Las penalidades que nos acechan en nuestro caminar terreno son ocasión propicia para meditar en las verdades más profundas de nuestro existir, y así anclar en ellas nuestros corazones ahora temblorosos. Que el pánico -nos quiere advertir Mons. Roland- no ciegue nuestros corazones ni nuble nuestras mentes. Además, ¿no acabamos de oír con silencioso respeto, al inicio de la Cuaresma, Memento, homo, quia pulvis es, et in pulverem reverteris, o bien, Pænitemini, et credite Evangelio? (Los destacados son nuestros).


¿Epidemia del coronavirus o epidemia de miedo?
Por Mons. Pascal Roland, Obispo de Belley–Ars, Francia.

Texto Original: catholique-belley-ars.fr
Texto en español tomado de: dominusestblog.wordpress.com

Más que a la epidemia del coronavirus, ¡debemos temer a la epidemia del miedo! Por mi parte, me niego a ceder al pánico colectivo y a someterme al principio de precaución que parece mover a las instituciones civiles.

Por lo tanto, no tengo la intención de emitir instrucciones específicas para mi diócesis: ¿Dejarán de reunirse los cristianos para rezar?  ¿Renunciarán a frecuentar y ayudar a sus semejantes? Aparte de las medidas de prudencia elemental que cada uno toma de manera espontánea para no contaminar a otros cuando se está enfermo, no es oportuno agregar más.

Deberíamos recordar más bien que en situaciones mucho más graves, aquellas de las grandes plagas, y cuando los medios sanitarios no eran los de hoy, las poblaciones cristianas se ilustraron con procedimientos de oración colectiva, así como por la ayuda a los enfermos, la asistencia a los moribundos y la sepultura de los fallecidos.  En resumen, los discípulos de Cristo no se apartaron de Dios ni se escondieron de sus semejantes, ¡sino todo lo contrario!

¿No resulta revelador de nuestra relación distorsionada de la realidad de la muerte el pánico colectivo que hoy estamos presenciando? ¿No manifiesta ésta la ansiedad que provoca la pérdida de Dios? Queremos ocultarnos que somos mortales y, cerrándonos a la dimensión espiritual de nuestro ser, perdemos terreno. Debido a que disponemos de técnicas cada vez más sofisticadas y eficientes, ¡pretendemos dominarlo todo y ocultamos que no somos los dueños de la vida!

De paso, tengamos en cuenta que la coincidencia de esta epidemia con los debates sobre las leyes de bioética ¡nos recuerda afortunadamente nuestra fragilidad humana!  Esta crisis mundial presenta al menos la ventaja de recordarnos que vivimos en una casa común, que todos somos vulnerables e interdependientes, y que ¡es más urgente cooperar que cerrar nuestras fronteras!

Además ¡parece que todos hemos perdido la cabeza! En todo caso, vivimos en la mentira ¿Por qué de repente enfocar nuestra atención sólo en el coronavirus?  ¿Por qué ocultarnos que cada año, en Francia, la banal gripe estacional afecta a entre 2 y 6 millones de enfermos y provoca alrededor de 8.000 muertes?  También parece que hemos eliminado de nuestra memoria colectiva el hecho de que el alcohol es responsable de 41.000 muertes por año, mientras que se estima en 73.000 las provocadas por el tabaco.

Alejada de mí entonces, la idea de prescribir el cierre de iglesias, la supresión de misas, el abandono del gesto de paz durante la Eucaristía, la imposición de este o aquel modo de comunión considerado más higiénico (dicho esto, ¡cada uno podrá hacer como quiera!), porque una iglesia no es un lugar de riesgo, sino un lugar de salvación. Es un espacio donde acogemos a Aquel que es Vida, Jesucristo, y donde, a través de Él, con Él y en Él, aprendemos juntos a vivir. Una iglesia debe seguir siendo lo que es: ¡un lugar de esperanza!

¿Deberíamos sellar a piedra y lodo nuestras casas?  ¿Deberíamos saquear el supermercado del barrio y acumular reservas para prepararnos para un asedio? ¡No! Pues un cristiano no teme a la muerte. Es consciente de que es mortal, pero sabe en quién ha puesto su confianza. Cree en Jesús, que le afirma: «Yo soy la resurrección y la vida; quien cree en Mí, aunque muera, revivirá. Y todo viviente y creyente en Mí, no morirá jamás» (Juan 11, 25-26).  Él se sabe habitado y animado por el «Espíritu de Aquel que resucitó a Cristo de entre los muertos» (Romanos 8, 11).

Además, un cristiano no se pertenece a sí mismo, su vida está entregada, porque sigue a Jesús, quien enseña: «Quien quiere salvar su vida, la perderá, y quien pierde su vida a causa de Mí y del Evangelio, la salvará» (Marcos 8, 35). Ciertamente, el cristiano no se expone innecesariamente, pero tampoco trata de preservarse. Siguiendo a su Maestro y Señor crucificado, el cristiano aprende a entregarse generosamente al servicio de sus hermanos más frágiles, desde la perspectiva de la vida eterna.

Entonces, ¡no cedamos ante la epidemia del miedo! ¡No seamos muertos vivientes! Como diría el Papa Francisco: ¡no os dejéis robar vuestra esperanza!

+ Pascal ROLAND
Obispo de Belley – Ars, Francia

martes, 10 de marzo de 2020

LA CENTRALIDAD DEL TABERNÁCULO

Domus Santa Marta. Prototipo de capilla moderna 
con el Sagrario desplazado a un costado

Siempre me ha parecido un hecho inquietante que la ubicación del Sagrario o Tabernáculo en nuestras iglesias se haya vuelto problemática para alguno de nuestros modernos liturgistas. Al menos tan inquietante como lo sería que un equipo de expertos, contratados para ornamentar una casa, se dirigieran a su dueño para decirle: el problema que ahora tenemos es que no sabemos dónde ponerlo a usted. Mesas–altares, sedes, ambones, entronización de leccionarios, etc., han ido poco a poco desplazando el Tabernáculo eucarístico con gran sorpresa de los fieles. Parecería que una presencia demasiado sobresaliente del Sagrario en el presbiterio se hubiese convertido en un estorbo para la celebración litúrgica.  
No han faltado intentos por buscar una razón de este extraño proceder. Meses atrás, apareció en el blog católico Il Cammino dei Tre Sentieri (El camino de los tres senderos) una aguda reflexión sobre el tema. Allí se sugiere que la motivación que está a la base de este proceder es la concepción del lugar sagrado (iglesia o templo) más como un lugar de reunión (asambleísmo) que como lugar de adoración y encuentro con una Presencia Suprema (Jesús Sacramentado). Dejo a continuación una versión en español de esta interesante propuesta.


¿Por qué el Tabernáculo ya no está en el centro? 
Te lo contamos

Fuente: itresentieri.it

La cuestión de la posición del Tabernáculo no surge tanto para las grandes iglesias (catedrales y santuarios) donde la ubicación lateral sirve sobre todo para evitar que se pierda en la grandeza del templo, como sí sucede para las iglesias de tamaño medio–pequeño.

¿Tiene sentido lo que ha sucedido en los últimos años?

Realmente creemos que sí. Este se debe encontrar en las razones que constituyen la esencia del pensamiento posconciliar. Una por encima de todas: el deseo de considerar el edificio litúrgico más como una realidad de comunión, como indudablemente también lo es, que como una realidad de misterio.

Preguntémonos: ¿es el edificio litúrgico un «lugar» para una asamblea o un «lugar» para una Presencia?

También de esta alternativa, o mejor, también del hecho de poner el acento sobre todo en la primera posibilidad (la iglesia como lugar de reunión) surge lo que se puede llamar pérdida del sentido del misterio y del encuentro.

Pérdida que, como es visible para todos, ha hecho que la propuesta cristiana sea menos persuasiva. Todas las razones utilizadas para justificar el uso de colocar el Tabernáculo a un lado, incluso si no pretenden disminuir la actitud de adoración, socavan su razón de ser.

Digamos de inmediato que no existe una única razón de ser para la existencia de la adoración; al menos se podrían individuar dos: la adoración venidera (prossima) y la adoración actual (presente)*.

La primera (la adoración venidera) se puede detectar en todas aquellas espiritualidades que poseen al menos una de estas dos características: reconocimiento del hombre como no–criatura o reconocimiento del hombre como realidad totalmente separada de Dios y, por tanto, incurable. En estas espiritualidades, la adoración es futura, ya que no existirían las condiciones para poder adorar verdaderamente.

La adoración actual, en cambio, es un rasgo típico del catolicismo, porque carece tanto de la caracterización panteísta como de la caracterización protestante de demonización del mundo. En el catolicismo, ciertamente, la tensión de la espera no está ausente, pero es fundamental la convicción de que todo lo que actualmente puede experimentar el hombre ya es «lugar» de una Presencia verdadera y salvadora del misterio del Verbo encarnado.

Esto es por la fe en la Presencia real del Hombre–Dios en la Eucaristía. La Iglesia es verdaderamente comunión de los hijos de Dios, pero en, con y para la presencia real de Cristo.

La centralidad del Tabernáculo es la centralidad de la Eucaristía, es decir, de la presencia real y física de Cristo aún hoy en la Iglesia.

La centralidad del Tabernáculo está destinada a hacer del edificio litúrgico no un lugar para esperar y recordar, sino un lugar para encontrarse con una Presencia que también es física.


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*Según el contexto, creo que este binomio se podría traducir también como «adoración de la espera» y «adoración del ahora».