miércoles, 29 de abril de 2020

LITURGIA Y TRASCENDENCIA

Bóveda de la Catedral de Reims

En su hermoso opúsculo Los cuatro beneficios de la liturgia, Dom Gérard Calvet escribió: «Si hubiera que resumir todos los beneficios que nos proporciona la participación diaria en la oración pública de la Iglesia, se podrían compendiar en estos cuatro puntos esenciales:

–la llamada incesante a la trascendencia divina,
–el poder atractivo de la belleza litúrgica,
–el sentido de la Iglesia
–la educación del hombre interior».

Para este gran conocedor y amante de la liturgia tradicional, el primer y fundamental beneficio que la liturgia nos reporta es la posibilidad de entrar en contacto con la trascendencia de Dios, de percibirla y adorarla reverentemente. Creo que en este aspecto la vieja liturgia aventaja con creces a la nueva. Por lo mismo, su presencia en la vida de la Iglesia será siempre imprescindible, independientemente de opiniones, cuestionarios o informes al respecto. Dejo a continuación, traducido al español, el apartado en que el autor aborda este esencial beneficio de la sagrada liturgia.

En primer lugar, la trascendencia divina
Por Gerard Calvet O.S.B.
Texto completo en francés: www.clerus.org

E
l hombre solo es verdaderamente él mismo cuando adora. La adoración es el signo por el cual la criatura se identifica y se resume a sí misma. Desde hace miles de años, una humanidad ciega ha ido caminando a tientas hacia Dios, y a pesar de extravíos inimaginables, se ha mostrado invariablemente fiel al austero deber de la adoración. Pero aun así no faltaba la humilde confesión de un vínculo de dependencia, donde no todo sonaba a falso: la religión de la antigüedad tenía el valor de la espera. Acordémonos del famoso episodio del monumento dedicado al Dios desconocido del cual se sirvió san Pablo para entrar en diálogo con los atenienses (Hechos 17, 23). Parecería que Dios prefiere ser adorado sin ser conocido en lugar de ser conocido sin ser adorado, porque se trataría entonces de un falso conocimiento, de una noción rebajada y engañosa de la divinidad. Se podría reconocer aquí todo el drama del mundo moderno.

¿Cómo definir la adoración? Ella es, en el sentido más amplio, una sumisión libre y amorosa de todo el ser a la trascendencia divina, por la cual el creyente reconoce los derechos soberanos de Dios sobre su criatura. Pero lo que la Revelación traerá de original marcará un umbral. Primeramente la noción de lo sobrenatural: la divinidad dejará de aparecer como una fuerza superior situada en la cima de una serie ascendente de fuerzas de la naturaleza; ella se situará ahora en un plano infinitamente superior al orden natural.

Sería preciso proteger esta palabra de todo riesgo de banalización; sobrenatural no es sinónimo de insólito o maravilloso. Designa una realidad situada infinitamente por encima de las concepciones naturales que el hombre puede hacerse de la santidad. La palabra sanctus significa separado. Hay en el Evangelio una frase muy fuerte: «Vosotros sois de abajo; yo soy de arriba. Vosotros sois de este mundo, yo no soy de este mundo» (Jn 8, 23). Luego, el segundo efecto de la revelación: ese Dios tres veces santo se revela como Padre; lejos de aplastar o de aterrorizar, eleva a su criatura a la dignidad de hijo. La adoración no excluye la ternura. Esta será la prerrogativa del orden litúrgico.

El olvido de la trascendencia divina ha sumido al mundo en una situación dramática; es el comienzo de la gran apostasía anunciada por la Escritura, y el estado actual del mundo es peor al de la antigüedad porque su rechazo de Dios hace que ni siquiera sea ya el mundo de la espera sino el mundo de la negación. El mundo actual está muriendo por la abolición de lo sobrenatural. Culto al hombre, hipertrofia de lo social, afirmación del «yo»: ¿quién podría esperar que este naturalismo no haya penetrado en la forma de rezar del hombre moderno? Este aparece bajo las formas más diversas: afán de novedad y de adaptación; invasión de la música moderna y de las lenguas vernáculas; inculturación, que ahoga la inmutable oración de la Esposa en el flujo siempre cambiante de la sensibilidad de turno; creatividad, finalmente, que es una de las formas más sutiles del orgullo humano. En una palabra: el hombre moderno cede a la tentación de adaptar la religión al hombre en lugar de adaptar el hombre a la religión, como la Iglesia ha procurado hacerlo desde hace siglos.

Dando decididamente la espalda a estas tendencias naturalistas, nos será fácil percibir que la expresión litúrgica, puesto que trasciende las modas y los particularismos, es, por esencia y por vocación, perfectamente adaptable a lo que el hombre lleva en sí de más esencial y profundo: el instinto de lo sagrado, la sed de adoración. Lo que nunca se ha elevado hacia Dios, jamás descenderá hasta los hombres. «El que procede de la tierra es terreno y habla de la tierra» (Jn 3, 34). El lenguaje litúrgico debe descender de Dios, si queremos que nos haga ascender hasta Él.

Como remedio a estas desviaciones, la iglesia nos ofrece el teocentrismo de su oración. Altar, sacerdote y fieles deben volverse en espíritu de adoración hacia la majestad infinita de Dios. Nuestra liturgia es esencialmente adoradora. La «misa cara al pueblo» es un disparate. «Existe un peligro, dice el cardenal Ratzinger, cuando el carácter comunitario tiende a transformar la asamblea en un círculo cerrado. Es preciso reaccionar con todas las fuerzas frente a la idea de una comunidad autónoma y autosuficiente: la comunidad no debe dialogar con ella misma; es una fuerza colectiva vuelta hacia el Señor que viene». (Informe sobre la fe). Que los lectores de la epístola y del evangelio se presenten de cara a los fieles que los escuchan es natural. Pero enseguida, tan pronto como comienza la parte sacrificial, el celebrante sube al altar, y vuelto hacia el Dios tres veces santo, ofrece la víctima propiciatoria. En el Te igitur, el sacerdote eleva los ojos hacia la cruz y se inclina profundamente en actitud de adoración y de reverencia. Se presenta entonces hacia el oriente, cara al Señor crucificado que es también el Señor de la gloria, porque desde el oriente volverá el Hijo del Hombre, rodeado de sus ángeles con gran poder y majestad.

Un segundo aspecto de esta orientación: cada mañana, el celebrante se vuelve hacia el sol naciente como a la más bella imagen cósmica de Cristo resucitado, naciendo eternamente del Padre y sin cesar renaciendo victorioso en el corazón de los bautizados. El silencio mismo, cuando sigue al canto coral, es un silencio de adoración donde toda palabra creada se desvanece ante el Creador. El primer beneficio de la liturgia es su teocentrismo. Veamos lo que dice el padre Bouyer: «Qué deseable sería que la cristiandad recuperara este primer sentido de la misa: el sentido teocéntrico, esa reorientación de toda la humanidad, del entero universo hacia su único y verdadero hogar; ese retorno universal operado en Cristo crucificado y ascendido al cielo; la recapitulación de todas las cosas en el inmenso flujo del amor divino, redundando finalmente en amor filial hacia la fuente paterna» (El sentido de la vida monástica).

lunes, 20 de abril de 2020

LA FE SELECTIVA DE TOMÁS

 La incredulidad de Tomás. Caravaggio


Comentando la aparición de Jesús resucitado a los discípulos con Tomás presente, San Juan Crisóstomo ha reparado con agudeza en la fe selectiva del apóstol, antes de que la misericordia del Señor lo levantara del abatimiento de sus dudas. «Al contemplar al discípulo incrédulo –dice el Crisóstomo–, considera la misericordia del Señor, cómo por una sola alma se muestra a sí mismo con las heridas y cómo se aparece para salvar a uno solo, aunque fuera más rudo que todos los demás, ya que buscaba creer a través de los sentidos menos espirituales y ni siquiera daba crédito a los ojos. No dijo: «si no veo», sino si no palpo, no fuese que cuanto viera fuera mera fantasía»*. Una incertidumbre amarga se ha apoderado del alma de Tomás. Pero al mismo tiempo llama la atención el conocimiento tan exacto que posee de Jesús muerto. A sus compañeros, que le sorprenden con una impactante noticia: Vidimus Dominum, hemos visto al Señor (Jn 20, 24), él les responde: Si no veo en sus manos la señal de los clavos y meto mi dedo en el lugar de los clavos y mi mano en su costado, no creeré (Jn 20, 25).

Se pregunta entonces con gran sentido común el Crisóstomo, «¿cómo sabía que el costado de Cristo fue abierto?». Y se responde: «Lo había oído a los discípulos». Tomás no estuvo presente en la cima del Gólgota, no presenció la crucifixión ni contempló el misterio de la lanzada. No ha visto las llagas en el cuerpo de su maestro, y, sin embargo, habla con precisión de ellas, hasta el punto de considerar la llaga del costado lo suficientemente grande como para meter en ella su propia mano. Es evidente que Tomás ha oído con atención, con piedad y con fe todo lo que le han narrado sus compañeros, especialmente Juan, y quizá también las santas mujeres, sobre la Pasión y muerte del Señor. El Crisóstomo se interroga ahora: ¿Por qué creyó una cosa y no la otra? Porque la resurrección era algo extraño e inusual». ¡Con qué delicadeza el antiguo orador sagrado nos muestra aquí la incoherencia que late en la fe de todo creyente selectivo!  Tomás no se ha cuestionado nada de todo lo que le han contado sobre la muerte y sepultura del Señor: todo aquello le parece razonable, previsible, y se ajusta perfectamente a lo que él mismo experimentó en sus últimos días junto al Maestro. Pero cuando los mismos testigos le anuncian un misterio extraordinario y maravilloso: ¡el Señor vive!, que escapa absolutamente a sus esquemas y previsiones, se resiste a creer.

Precisamente aquí radica la grandeza de la fe. Ella nos coloca en la órbita de Dios, de su luz poderosa, de su sabiduría infinita; nos libera de la provisionalidad de nuestras ideas personales y de nuestras visiones efímeras para hacernos partícipes de la Verdad inmutable. La fe no puede ser selectiva: se toma o se deja, se recibe o se rechaza, pero no admite un picoteo selectivo de verdades u opiniones que aceptamos según nuestros gustos, necesidades o modas. El Señor mío y Dios mío que pronuncia Tomás en medio de lágrimas de emoción no solo es un solemne acto de fe, sino también un acto de inmensa gratitud para con el Maestro, porque se ha dignado finalmente introducirlo de lleno en el mundo de su luz admirable (1 Pr 2, 9).

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*Los textos de San Juan Crisóstomo están tomados de sus Homilías sobre al Evangelio de San Juan, Hom. 87, Ed. Ciudad Nueva, Madrid 2001, Vol. 3, p. 298 – 299.

jueves, 16 de abril de 2020

LAS ABEJAS EN LA LITURGIA PASCUAL


En un reciente artículo sobre «La Pascua y las Abejas», Shawn Tribe recordaba el asombro que frecuentemente ha despertado la mención de las abejas en el Exsultet. En efecto, las referencias agradecidas a nuestra «madre abeja» desde muy temprana edad formaron parte de las loas que la Iglesia dirigió al cirio Pascual, símbolo de Cristo resucitado, en la noche santa de Pascua.*

En nuestro actual pregón, uno de los himnos más maravillosos de la liturgia latina, encontramos dos bellas estrofas que hacen mención a las abejas. La primera dice así:

«En esta noche de gracia, acepta, Padre santo, este sacrificio vespertino de alabanza que la santa Iglesia te ofrece por medio de sus ministros en la solemne ofrenda de este cirio, hecho con cera de abejas».

Seguidamente viene este otro texto:

«Sabemos ya lo que anuncia esta columna de fuego, ardiendo en llama viva para gloria de Dios. Y aunque distribuye su luz, no mengua al repartirla, porque se alimenta de esta cera fundida, que elaboró la abeja fecunda para hacer esta lámpara preciosa».

El fino espíritu litúrgico del Papa Benedicto no ha dejado escapar el silencioso simbolismo que esconde la mención de la abeja en el pregón pascual. En su homilía de la Vigilia Pascual del año 2012, señalaba: «El gran himno del Exsultet, que el diácono canta al comienzo de la liturgia de Pascua, nos hace notar, muy calladamente, otro detalle más. Nos recuerda que este objeto, el cirio, se debe principalmente a la labor de las abejas. Así, toda la creación entra en juego. En el cirio, la creación se convierte en portadora de luz. Pero, según los Padres, también hay una referencia implícita a la Iglesia. La cooperación de la comunidad viva de los fieles en la Iglesia es algo parecido al trabajo de las abejas. Construye la comunidad de la luz. Podemos ver así también en el cirio una referencia a nosotros y a nuestra comunión en la comunidad de la Iglesia, que existe para que la luz de Cristo pueda iluminar al mundo».

La mención de la abeja en el solemne pregón de la noche de Pascua, alude primeramente a la dimensión cósmica que encierra este misterio fundamental del cristianismo. Aquí, «toda la creación entra en juego», nos dice el Papa Benedicto; «La resurrección es un acontecimiento cósmico, que comprende cielo y tierra, y asocia el uno con la otra». La Resurrección «inauguró una nueva dimensión del ser, de la vida, en la que también ha sido integrada la materia, de manera transformada, y a través de la cual surge un mundo nuevo», nos señalaba en otra de sus homilías pascuales (Vigilia 2006).

A la «madre abeja», a la «abeja fecunda», que con su trabajo conjunto y laborioso ha proporcionado la materia para la confección del cirio, le corresponde en esta noche santa el privilegio de asumir la representatividad de toda la creación sensible, también ella profundamente alcanzada por el nuevo resplandor que mana de Cristo glorioso y resucitado. La noble referencia al trabajo y fecundidad de las abejas en el Exsultet, simboliza de este modo la participación del entero mundo sensible en la alabanza y júbilo de los ángeles (Exsultet iam angelica turba cælorum), de toda la tierra (Gaudeat et tellus) y de la santa Madre Iglesia (Lætetur et mater Ecclesia) ante el sublime misterio de la Resurrección. A esta dimensión cósmica, tan esencial para la liturgia y tan apreciada por el Papa Ratzinger, atribuye también Tribe, en el artículo antes citado, parte del interés que desde antiguo ha suscitado el elogio de las abejas en el pregón pascual y en otros himnos de alabanza al cirio: «Esta referencia a las abejas –dice el autor– con frecuencia suscita un gran interés popular, quizá en parte debido al sentido íntimo de comunión que pone de relieve entre el mundo natural y el sobrenatural. De hecho, esta conexión también viene acentuada en otros momentos del año litúrgico como los días de témporas (quattuor tempora) que están unidos a las cuatro estaciones».

Junto a la dimensión cósmica, Benedicto XVI nos ofrece otro significado de la abeja en el anuncio pascual: la Iglesia y su misterio de comunión. En el trabajo de las abejas, solidario y paciente, delicado y humilde, se simboliza el quehacer mismo de la Iglesia. La íntima comunión de fe y de vida sobrenatural que anima el trabajo de todos los creyentes permite que la Iglesia irradie su luz hasta el último rincón de la tierra. Y así como la cera mantiene encendida la llama del cirio e impide que se extinga, así también la gracia que brota del Redentor hacia los miembros de su Iglesia la convierte en una «comunidad de luz» que, como Cristo, «no conoce el ocaso» (qui nescit occasum). A ella acuden los hombres que buscan la miel dulce y sabrosa de la verdad.

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*Estas consideraciones se inspiran en dos interesantes artículos sobre el tema: S. Tribe, Easter and the Bees, en www.liturgicalartsjournal.com; J. Sánchez Martínez, Las abejas, el cirio pascual (y hasta Pío XII), en www.infocatolica.com/blog/liturgiafuenteyculmen. 


jueves, 9 de abril de 2020

QUI PRIDIE QUAM PATERETUR

Ultima Cena de Juan de Juanes

Todas las plegarias eucarísticas introducen el relato de la Consagración, haciendo mención del momento exacto en que esto ocurre: el día antes de padecer; cuando iba a ser entregado a su Pasión; la noche en que iba a ser entregado; mientras cenaba con sus discípulos. Santo Tomás de Aquino nos da tres razones sobre la conveniencia de que Cristo instituyera la Sagrada Eucaristía en el marco de la última Cena, justo la noche antes de su Pasión.

«Respondo: Fue oportuna la institución de este sacramento en la cena en que Cristo se reunió por última vez con sus discípulos.

Primero, por el contenido de este sacramento. Porque en la eucaristía está contenido sacramentalmente el mismo Cristo. Por eso, cuando Cristo estaba para ausentarse de sus discípulos con su presencia natural, se quedó con ellos con una presencia sacramental, de la misma manera que, en ausencia del emperador, se da a venerar su imagen. Por lo que Eusebio dice: Puesto que el cuerpo asumido había de ser arrebatado de su vista para subir a los cielos, era necesario que en el día de la cena consagrase para nosotros el sacramento de su cuerpo y de su sangre para que fuese siempre adorado en el misterio el cuerpo que una sola vez se entregó como rescate.

Segundo, porque sin la fe en la pasión de Cristo no pudo haber nunca salvación, como se dice en Rom 3, 25: A quien Dios puso como propiciador por la fe en su sangre. De ahí que en todo tiempo haya habido entre los hombres alguna cosa que representase esta pasión del Señor. En el Antiguo Testamento el principal signo de ella era el cordero pascual. Por lo que dice el Apóstol en I Cor 5, 7: Nuestra Pascua es Cristo inmolado. Ahora bien, este signo ha sido reemplazado en el Nuevo Testamento por el sacramento de la eucaristía, que es conmemorativo de la pasión pasada, como aquél fue prefigurativo de la pasión futura. Por lo cual, fue oportuno que al acercarse la pasión y recién celebrado el antiguo, fuera instituido el nuevo sacramento, como dice el papa San León.

Tercero, porque las últimas palabras, muy especialmente al despedirse los amigos, se graban más en la memoria, ya que entonces se inflama más el afecto hacia el amigo, pues las cosas que más nos conmueven se graban más profundamente en nuestro ánimo. Así pues, porque, como dice el papa Alejandro, entre todos los sacrificios ninguno puede haber más importante que el del cuerpo y la sangre de Cristo, ni ninguna oblación mejor que ésta, por eso y para que le tengamos en mayor veneración, el Señor instituyó este sacramento en el momento de separarse de sus discípulos. Y esto mismo es lo que dice San Agustín en su libro “Responsionum ad Januarium”: El Salvador, para hacer comprender más profundamente la grandeza de este misterio, quiso imprimirlo al final en el corazón y en la mente de los discípulos, de los cuales iba a separarse para encaminarse a la pasión». (S. Th., III, q. 73, a. 5, c.)