martes, 27 de abril de 2021

VISITA ENTRAÑABLE

Con ocasión de una reciente visita al Papa emérito, el Cardenal Robert Sarah ha dado a conocer un emotivo comunicado a través de su cuenta de Twitter. Junto con manifestar nuestra mayor estima hacia estas dos figuras egregias de la Iglesia, agradecemos al Cardenal el haber llevado al Papa emérito el afecto y la oración de tantos fieles del mundo entero. A continuación dejo una versión en español del mensaje ofrecido por su Eminencia. 

Dios en el centro de nuestras vidas

El sábado pasado, 24 de abril, he tenido la alegría de ser recibido en audiencia privada por Su Santidad Benedicto XVI, el Papa emérito. El encuentro se desarrolló en una atmósfera de fraternidad digna y serena, con el intercambio de bellos recuerdos recíprocos. Yo he renovado mis sentimientos filiales de fidelidad, de afecto y de gratitud al Santo Padre Benedicto XVI por su magisterio seguro, grandioso, rico y sólido, sobre el cual nos apoyamos en nuestro servicio de «ministros de Cristo y dispensadores de los misterios de Dios», y de pastores para la salvación de las almas al servicio de la Santa Iglesia, nuestra madre. En esta ocasión, he presentado al Santo Padre Benedicto XVI mis mejores felicitaciones por su reciente aniversario, haciendo de embajador de tantos hermanos y hermanas que, no solamente en África, sino en todas las partes del mundo, unidos en la oración, le dirigen sus deseos de buena salud, de larga vida en medio de la serenidad y alegría espiritual. La bendición de nuestro Papa emérito Benedicto XVI ha concluido este momento de emoción y de gracia particulares. 

Que Dios sea bendito ahora y por siempre. 

Robert Card. Sarah.

Fuente: twitter.com/Card_R_Sarah/


 

domingo, 25 de abril de 2021

«BUENISMO» PASTORAL

El sentimentalismo que asfixia a la Iglesia, por utilizar una expresión de Samuel Gregg, toma en nuestros días distintas formas y manifestaciones. Una de ellas es la imagen excesivamente edulcorada con que se nos presenta tantas veces a Cristo, Buen Pastor. Hoy, al recordar esta condición excelsa de nuestro Redentor, copio un texto de San Agustín tomado de su conocido sermón De Pastoribus, (Sobre los pastores). En tiempos de odioso amedrentamiento a la Iglesia, los pastores están más expuestos que nunca a ceder a la tentación del buenismo, del temor a contristar, de exponer el depósito de la fe de manera rebajada y complaciente al oído humano, con tal de no comprometer parte del propio prestigio. San Agustín nos recuerda que tal actitud no es precisamente la del buen pastor, sino la del asalariado, que antepone su propio interés al de su rebaño. Jesús, que pasó por este mundo derrochando misericordia y comprensión frente a todo tipo de debilidades y miserias, a la hora de proclamar la Verdad fue siempre inflexible, paradojalmente «inmisericorde»: ¡Duras son estas palabras!; ¿Quién puede oírlas? (Jn 6, 60).

* * * 

«Me recibisteis como a un ángel. Doy testimonio de que, si hubiese sido posible, os hubieseis sacado vuestros ojos y me los habríais dado a mí (Gal 4, 14-15). Pero, a pesar de habérsele concedido tan grande honor, ¿acaso por este mismo honor condescendió con los que erraban, no fuera que, si los reprendía se lo negasen, y alabasen menos al Apóstol mismo? Si hubiese hecho esto, sería de aquellos que se apacientan a sí mismos, no a las ovejas. Diría para sí mismo: «¿A mí qué me importa? Cada cual haga lo que quiera; mi garbanzo está seguro; mi honor, también. Tengo suficiente leche y lana; vaya cada cual por donde pueda». Según esto, ¿está todo en su punto si cada cual va por donde puede? No pretendo que seas una persona al frente de otras; parto de que eres uno más de la comunidad: Si sufre un miembro, sufren con él los restantes (1 Co 12, 26). Por esto el Apóstol mismo, al recordarles cómo se habían comportado con él, para no dejar la impresión de que había olvidado el honor que le habían tributado, da testimonio de que le recibieron como a un ángel y que, si les hubiese sido posible, hubiesen querido sacarse los ojos, para dárselos a él (Cf. Ga 4, 15). Y, sin embargo, se acerca a la oveja enferma, a la apestada, para sajarle la herida, sin transigir con la podredumbre. ¿Acaso -les dice- me he convertido en enemigo vuestro por deciros la verdad? (Gal 4, 16). Ve que recibió la leche de las ovejas, como hace poco recordé, y se vistió con su lana; y, con todo, no descuidó las ovejas, pues no buscaba sus intereses, sino los de Jesucristo (Cf Flp 2, 21). 

Lejos, pues, de mí deciros: «Vivid como queráis, estad seguros, Dios no hace perecer a nadie; basta con que tengáis la fe cristiana. Él no hace perecer a los que redimió, a aquellos por quienes derramó su sangre. Y si queréis deleitar vuestro ánimo con los espectáculos públicos, id tranquilos. ¿Qué tienen de malo? Id, celebrad, participad en esa fiesta que se celebra en todas las ciudades en medio del regocijo de los comensales y de los que creen hallar gozo en los festines públicos, cuando en realidad se pierden. La misericordia de Dios es grande y todo lo perdona. Coronaos de rosas antes de que se marchiten (Cf Sab 2, 8). Celebrad banquetes en la casa de vuestro Dios cuando os venga en gana; llenaos de comida y de vino en compañía de los vuestros: con ese fin se nos dio esta criatura: para gozar de ella. Dios no la dio a los malvados y paganos, privándoos a vosotros de ella». Si yo hablara así, quizá congregaría mayores multitudes; y, aunque hubiera algunos que, al escucharme hablar así, pensaran que no hablo sabiamente, habría unos pocos a los que ofendería, pero me congraciaría con una muchedumbre. Si me comportara así, si no os hablara la palabra de Dios ni la de Cristo, sino la mía, sería un pastor que se apacienta a sí mismo, no a las ovejas». (San Agustín, Sermón 46, 7, 8).

Fuente: augustinus.it

 

jueves, 22 de abril de 2021

LA ADMIRACIÓN COMO VALOR LITÚRGICO

Misa de San Gregorio. Jacinto Espinoza
(Museo del Prado) Foto: wikipedia.org

«Nada de lo que se considera con admiración puede producir hastío, porque, mientras cae bajo la admiración, todavía mueve al deseo» (SCG III, 62). Este principio es invocado por Santo Tomás para argumentar que «quienes alcancen la felicidad última por la visión de Dios, jamás la perderán». En efecto, la infinita perfección y belleza de la sustancia divina nunca dejará de suscitar admiración en quien la contempla; la visión de Dios es incompatible con cualquier forma de apatía, cansancio o hastío. Nada puede interrumpir el éxtasis dichoso de la visión a Dios.

La liturgia terrena, en cuanto reflejo de la liturgia celeste, participa a su modo de este mismo principio. Una celebración litúrgica con pretensiones de autenticidad debe estar en condiciones de poder suscitar un movimiento de admiración en cuantos participan en ella, sean niños o ancianos, pues «la admiración es el acto que sigue a la contemplación de la verdad suprema» (S. Th., I-II q. 19, a. 11). Es sabido cuanto gustaba al cardenal Ratzinger el relato de los embajadores del príncipe de Kiev enviados a conocer los ritos de las distintas religiones, para que finalmente éste decidiera la más conveniente para su reino. Los legados quedaron cautivados por el esplendor y la belleza del culto que contemplaron en Bizancio: «No sabemos si hemos estado en el cielo o en la tierra, decían... Hemos experimentado que Dios se encuentra allí entre los hombres». Lo que estos hombres experimentaron, comenta Ratzinger, no fue un tipo de discurso misionero más convincente que el de otras religiones, sino el «aparecer mismo de la verdad» en la liturgia. Y continúa diciendo: «Una vez más y dicho de otro modo: la liturgia bizantina no se proponía, ni se propone, indoctrinar a otros o mostrárseles complaciente y entretenida. Lo que podía impresionar de ella era, precisamente, su pura gratuidad, el que era celebrada para Dios, y no para los espectadores» (Cf. Convocados en el camino de la fe, Ed. Cristiandad, Madrid 2004 pág. 95 ss). En definitiva, la liturgia bella y solemne que los enviados del rey de Kiev presenciaron en Constantinopla fue ocasión de una profunda conmoción. Un agregado de elevados sentimientos –admiración, deseo, contemplación, gozo– los convenció enseguida de la verdad de lo que allí se celebraba: simplemente allí estaba Dios; un culto de tal modo sublime solo podía ser propiedad de la religión verdadera.

Si miramos el panorama litúrgico actual, no obstante el inmenso despliegue de medios para llevar a la práctica la reforma litúrgica esbozada por el último Concilio, hay que reconocer con humildad que el culto católico ha perdido en gran medida su capacidad de suscitar asombro, de conmover con la noble belleza de sus ritos el corazón del hombre moderno. Como señalaba tiempo atrás un destacado liturgista, «contra todo proyecto, la realización concreta de la reforma litúrgica se ha dejado cautivar por una forma de desacralización sistemática». Parafraseando a Tomás de Aquino, podríamos decir que la liturgia ya no cae bajo la categoría de la admiración y del deseo; carece de ese «embrujo» que vieron en las ceremonias de la Iglesia tantos espíritus selectos y que fue el principio de su conversión. Solo una extendida forma de tedio, causada en buena parte por la carencia de esplendor y decoro en la liturgia, puede explicar la huida de tantos fieles, sobre todo en países de vieja tradición cristiana, de la participación en los sagrados misterios. Los ritos renovados, por su excesivo empobrecimiento y simpleza simbólica, han dejado de suscitar estupor y, en ocasiones, ni siquiera despiertan esa mínima e indispensable «extrañeza» que mueve al hombre a interrogarse por lo desconocido y misterioso; cada vez cuesta más encontrar en ellos el esplendor de lo verdadero (splendor veri), como reza la clásica definición de belleza. Por otra parte, con frecuencia se ha querido paliar esta apatía litúrgica con la introducción de elementos de entretención y diversión en los actos de culto, los cuales han terminado por anular casi por completo la capacidad de asombro ante lo santo y sagrado.  

Certero me parece el siguiente análisis sobre algunas posibles causas del actual desencanto litúrgico entre los fieles:

«Con alguna frecuencia se encuentra uno con celebraciones litúrgicas débiles, superficiales, incluso feas y, por ello, desagradables. No agrada el ambiente, porque parece a veces hallarse uno en una reunión social, donde falta el estupor del encuentro con lo trascendente, con lo divino; incluso a veces el templo parece más bien una sala, donde ni siquiera hay posibilidad de arrodillarse para la adoración. No agrada la música, caracterizada con frecuencia por una banalidad exagerada en el ritmo, que se percibe como ruido y, con frecuencia, también en la letra. No agrada tampoco el celebrante. Por el tono de voz, no adecuado al misterio que se celebra, y por sus modales un tanto desacralizados; y sobre las homilías cuánto se ha dicho sobre sus argumentos insustanciales y repetitivos, como si faltase un plan en la formación de la fe y se hablase porque toca hablar. Además, se centra la acción litúrgica en el celebrante, en la asamblea o en las noticias de cada día, impidiendo el verdadero culto divino» (Pedro Fernández Rodríguez, La sagrada liturgia en la escuela de Benedicto XVI, Ed. Vaticana 2014, p.195).

Es necesario convencerse de que la liturgia está llamada a jugar un papel primordial en la creación de una contracultura capaz de frenar las fuerzas desintegradoras que asechan a la fe y al orden cristiano en general. «La fuerza interna de la liturgia –decía el Cardenal Ratzinger– ha jugado un papel fundamental en la expansión del cristianismo». Y esa «fuerza interna» radica en la capacidad de hacer presente la verdad y belleza de Dios por medio de los espacios y ritos sagrados: éstos empujan el espíritu al encuentro de Dios, suscitando una admiración amorosa por lo divino. La liturgia tiene que volver a reencantar a las almas, y de modo tal, que cada fiel, luego de asistir a un acto de culto, particularmente a la Santa Misa, pueda estar en condiciones de exclamar con gozosa admiración: hallé al que ama mi alma, lo así fuertemente y no lo soltaré (Cant 3, 4).


 

miércoles, 14 de abril de 2021

UNA TEMPRANA OPINIÓN SOBRE HANS KÜNG

Hans Küng junto a un busto suyo 
en la ciudad alemana de Tubinga

El pasado martes 6 de abril fallecía a la edad de 93 años en su casa de Tubinga, Alemania, el teólogo suizo Hans Küng. En instancias católicas no han faltado los elogios fúnebres y los panegíricos póstumos para este pensador cuya doctrina la misma Iglesia ya no consideraba católica. ¡Paradojas de nuestro tiempo! Y en medio de esta atmósfera exultante no me parece ocioso recordar aquí la opinión que Henri de Lubac –teólogo de renombre– se había forjado sobre Hans Küng ya a fines de la década de los 50. Se trata de un texto recogido por Peter Seewald en su última y bien documentada biografía sobre Benedicto XVI. 

«En vísperas del Concilio, dice Seewald, Karl Rahner le escribió a Küng, quien iba a acudir a Roma como asesor del obispo de Rotemburgo: «Dado que según parece, Ratzinger y Semmelroth también vendrán, podremos formar una pandilla muy maja con Congar, Schillebeeckx, etc.». 

Y continúa: «Henri de Lubac había aconsejado más bien cautela. Conocía a Küng del tiempo que este había pasado en París estudiando. «Es un gran trabajador de claro intelecto, yo le tengo mucha simpatía», escribió el 31 de marzo de 1959 en una carta dirigida a su hermano de orden Heinrich Bacht. «Pero desde hace algún tiempo manifiesta una ambición, un arrivisme, como decimos en francés, que resulta un poco desagradable [...] Le deseo a Küng que, como había comenzado a hacer en París, trabaje seriamente; que, sin propaganda demasiado estruendosa ni comportamiento demasiado altivo, nos regale trabajos maduros»  (Peter Seewald, Benedicto XVI. Una vida. Ed. Mensajero, 2020, p. 436).

Desgraciadamente la ambición y el arribismo que de Lubac vislumbró en el joven estudioso se fueron agudizando con el paso del tiempo, hasta el punto de llegar a dudar de la infalibilidad papal para autoproclamase el teólogo infalible de los nuevos tiempos. Los «trabajos maduros» que de él se esperaban tampoco llegaron a ver la luz y permanecieron muy distantes de cualquier plenitud. Por otra parte, no sin pena se constata cierta frivolidad en estos jóvenes teólogos que muy pronto se apoderaron de las riendas del Concilio, a expensas de una extraña ingenuidad episcopal, para conducirlo por caminos que quizá Juan XXIII nunca sospechó.

No olvidemos la humilde valoración que hizo Tomás de Aquino de su propia obra, cuando se encontraba próximo a la muerte y herido por una singular gracia mística: «Todo lo que he escrito, me parece como paja comparado a lo que ahora me ha sido revelado». Los escritos de Küng seguirán descansando en estanterías y escaparates; finalmente terminarán, como suele suceder con buena parte de lo que se escribe en este mundo, en el basurero de la historia. Lo que nuestro amigo Hans necesita ahora no es la incensación de su pensamiento, sino la plegaria por su alma.

 

domingo, 11 de abril de 2021

HERIDOS POR LAS LLAGAS DE CRISTO

«El Señor ha llevado consigo sus heridas a la eternidad». Breve y profunda reflexión de Benedicto XVI sobre el significado de las llagas de Cristo. Esas mismas llagas que ha querido conservar en su cuerpo glorioso son ahora medicina saludable para sanar las heridas de la incredulidad y de la desesperanza en los suyos.

* * *

«En el pasaje evangélico de hoy también hemos escuchado la narración del encuentro del apóstol Tomás con el Señor resucitado: al apóstol se le concede tocar sus heridas, y así lo reconoce, más allá de la identidad humana de Jesús de Nazaret, en su verdadera y más profunda identidad: “¡Señor mío y Dios mío!” (Jn 20, 28). El Señor ha llevado consigo sus heridas a la eternidad. Es un Dios herido; se ha dejado herir por amor a nosotros. Sus heridas son para nosotros el signo de que nos comprende y se deja herir por amor a nosotros. Nosotros podemos tocar sus heridas en la historia de nuestro tiempo, pues se deja herir continuamente por nosotros. ¡Qué certeza de su misericordia nos dan sus heridas y qué consuelo significan para nosotros! ¡Y qué seguridad nos dan sobre lo que es él: “Señor mío y Dios mío”! Nosotros debemos dejarnos herir por él». (Benedicto XVI, extracto de una homilía en el domingo de la Divina Misericordia, 15 de abril de 2007, vísperas de su 80º cumpleaños).

Fuente: vatican.va

viernes, 9 de abril de 2021

UNA ANÉCDOTA DEL CARDENAL RATZINGER EN FONTGOMBAULT

Monjes de Fontgombault celebrando Misas de Requiem. Probablemente 
Ratzinger contempló una escena similar aquella mañana 
estival de 2001, comenta el editor de la noticia.

Días atrás el blog Rorate Cæli publicó una anécdota del Cardenal Ratzinger que cobra especial significación en nuestros días, no obstante su brevedad y sencillez. Sucedió en la abadía benedictina de Fontgombault ligada, como es sabido, a la liturgia tradicional de la Iglesia. El Cardenal Ratzinger había sido invitado a participar en las Jornadas litúrgicas organizadas en la abadía durante el verano de 2001. Con ocasión de este congreso, impartió allí dos conferencias: una sobre el tema liturgia y sacrificio, y otra, más general, a título de balance final de aquellas jornadas. Ambos textos están publicados en el volumen XI de sus Obras Completas (Teología de la liturgia). A continuación dejo en español los párrafos principales de esta sugerente historia.

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 «¡Esa es la Iglesia católica!»: La reacción del Cardenal Ratzinger ante las misas privadas en Fontgombault

Fuente: rorate-caeli.blogspot.com

«En su libro recientemente publicado Le grand bonheur (La gran dicha, Fayard, 2020), Nicolas Diat relata una anécdota singular –y ahora, a la luz de la trágica supresión de las misas privadas en San Pedro, de gran actualidad– sobre la reacción del entonces Cardenal Ratzinger al presenciar las misas privadas celebradas de madrugada y simultáneamente por una veintena de monjes en varios altares laterales de la abadía de Fontgombault en 2001. Diat ya había relatado la misma historia en un libro anterior titulado L'homme qui ne voulait pas être pape (El hombre que no quería ser papa, Albin Michel, 2014)».

«Del 22 al 24 de julio de 2001, el cardenal Ratzinger asistió a un congreso litúrgico internacional en la abadía de Fontgombault, donde primero pronunció una conferencia y más tarde ofreció una clase más informal, cuando se le pidió que hiciera las observaciones finales de esas jornadas, el lunes 24 de julio por la tarde. A la mañana siguiente, cuando el cardenal se preparaba para regresar a Roma, Diat relata la siguiente historia, que le contó el entonces abad de Fontgombault, Dom Forgeot:

Con gran pesar de los monjes, el insigne prelado dejó Fontgombault el martes por la mañana alrededor de las siete y media. Antes de marcharse, Dom Forgeot lo invitó a entrar en la iglesia de la abadía a esa hora tan señalada de la celebración de las misas privadas. El cardenal queda cautivado, casi atónito. Reza de rodillas, en el suelo, durante un largo rato, al fondo de la iglesia. Al salir, ya el nártex de la abadía, le dice en voz baja al padre abad, que aún recuerda su precisa inflexión de voz: «¡Esa es la Iglesia Católica!».

«Si esa es la Iglesia católica..., ¿qué se podrá decir entonces de los ahora desolados altares de San Pedro, construidos, bendecidos, privilegiados y designados para la renovación diaria del Santo Sacrificio, a fin de que una corriente continua de adoración, de súplica y acción de gracias se elevara al Padre de manos de los hombres conformados a su Hijo?».