«Nada de lo
que se considera con admiración puede producir hastío, porque, mientras cae
bajo la admiración, todavía mueve al deseo» (SCG III, 62). Este principio es
invocado por Santo Tomás para argumentar que «quienes alcancen la felicidad
última por la visión de Dios, jamás la perderán». En efecto, la infinita
perfección y belleza de la sustancia divina nunca dejará de suscitar admiración
en quien la contempla; la visión de Dios es incompatible con cualquier forma de
apatía, cansancio o hastío. Nada puede interrumpir el éxtasis dichoso de la
visión a Dios.
La liturgia terrena, en cuanto reflejo de la liturgia celeste, participa a su modo de este mismo principio. Una celebración litúrgica con pretensiones de autenticidad debe estar en condiciones de poder suscitar un movimiento de admiración en cuantos participan en ella, sean niños o ancianos, pues «la admiración es el acto que sigue a la contemplación de la verdad suprema» (S. Th., I-II q. 19, a. 11). Es sabido cuanto gustaba al cardenal Ratzinger el relato de los embajadores del príncipe de Kiev enviados a conocer los ritos de las distintas religiones, para que finalmente éste decidiera la más conveniente para su reino. Los legados quedaron cautivados por el esplendor y la belleza del culto que contemplaron en Bizancio: «No sabemos si hemos estado en el cielo o en la tierra, decían... Hemos experimentado que Dios se encuentra allí entre los hombres». Lo que estos hombres experimentaron, comenta Ratzinger, no fue un tipo de discurso misionero más convincente que el de otras religiones, sino el «aparecer mismo de la verdad» en la liturgia. Y continúa diciendo: «Una vez más y dicho de otro modo: la liturgia bizantina no se proponía, ni se propone, indoctrinar a otros o mostrárseles complaciente y entretenida. Lo que podía impresionar de ella era, precisamente, su pura gratuidad, el que era celebrada para Dios, y no para los espectadores» (Cf. Convocados en el camino de la fe, Ed. Cristiandad, Madrid 2004 pág. 95 ss). En definitiva, la liturgia bella y solemne que los enviados del rey de Kiev presenciaron en Constantinopla fue ocasión de una profunda conmoción. Un agregado de elevados sentimientos –admiración, deseo, contemplación, gozo– los convenció enseguida de la verdad de lo que allí se celebraba: simplemente allí estaba Dios; un culto de tal modo sublime solo podía ser propiedad de la religión verdadera.
Si miramos el panorama litúrgico actual, no obstante el inmenso despliegue de medios para llevar a la práctica la reforma litúrgica esbozada por el último Concilio, hay que reconocer con humildad que el culto católico ha perdido en gran medida su capacidad de suscitar asombro, de conmover con la noble belleza de sus ritos el corazón del hombre moderno. Como señalaba tiempo atrás un destacado liturgista, «contra todo proyecto, la realización concreta de la reforma litúrgica se ha dejado cautivar por una forma de desacralización sistemática». Parafraseando a Tomás de Aquino, podríamos decir que la liturgia ya no cae bajo la categoría de la admiración y del deseo; carece de ese «embrujo» que vieron en las ceremonias de la Iglesia tantos espíritus selectos y que fue el principio de su conversión. Solo una extendida forma de tedio, causada en buena parte por la carencia de esplendor y decoro en la liturgia, puede explicar la huida de tantos fieles, sobre todo en países de vieja tradición cristiana, de la participación en los sagrados misterios. Los ritos renovados, por su excesivo empobrecimiento y simpleza simbólica, han dejado de suscitar estupor y, en ocasiones, ni siquiera despiertan esa mínima e indispensable «extrañeza» que mueve al hombre a interrogarse por lo desconocido y misterioso; cada vez cuesta más encontrar en ellos el esplendor de lo verdadero (splendor veri), como reza la clásica definición de belleza. Por otra parte, con frecuencia se ha querido paliar esta apatía litúrgica con la introducción de elementos de entretención y diversión en los actos de culto, los cuales han terminado por anular casi por completo la capacidad de asombro ante lo santo y sagrado.
Certero me parece el siguiente análisis sobre algunas posibles causas del actual desencanto litúrgico entre los fieles:
«Con alguna frecuencia se encuentra uno con celebraciones litúrgicas débiles, superficiales, incluso feas y, por ello, desagradables. No agrada el ambiente, porque parece a veces hallarse uno en una reunión social, donde falta el estupor del encuentro con lo trascendente, con lo divino; incluso a veces el templo parece más bien una sala, donde ni siquiera hay posibilidad de arrodillarse para la adoración. No agrada la música, caracterizada con frecuencia por una banalidad exagerada en el ritmo, que se percibe como ruido y, con frecuencia, también en la letra. No agrada tampoco el celebrante. Por el tono de voz, no adecuado al misterio que se celebra, y por sus modales un tanto desacralizados; y sobre las homilías cuánto se ha dicho sobre sus argumentos insustanciales y repetitivos, como si faltase un plan en la formación de la fe y se hablase porque toca hablar. Además, se centra la acción litúrgica en el celebrante, en la asamblea o en las noticias de cada día, impidiendo el verdadero culto divino» (Pedro Fernández Rodríguez, La sagrada liturgia en la escuela de Benedicto XVI, Ed. Vaticana 2014, p.195).
Es necesario convencerse de que la liturgia está llamada a jugar un papel primordial en la creación de una contracultura capaz de frenar las fuerzas desintegradoras que asechan a la fe y al orden cristiano en general. «La fuerza interna de la liturgia –decía el Cardenal Ratzinger– ha jugado un papel fundamental en la expansión del cristianismo». Y esa «fuerza interna» radica en la capacidad de hacer presente la verdad y belleza de Dios por medio de los espacios y ritos sagrados: éstos empujan el espíritu al encuentro de Dios, suscitando una admiración amorosa por lo divino. La liturgia tiene que volver a reencantar a las almas, y de modo tal, que cada fiel, luego de asistir a un acto de culto, particularmente a la Santa Misa, pueda estar en condiciones de exclamar con gozosa admiración: hallé al que ama mi alma, lo así fuertemente y no lo soltaré (Cant 3, 4).
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