El sentimentalismo que asfixia a la Iglesia, por utilizar una expresión de Samuel Gregg, toma en nuestros días distintas formas y manifestaciones. Una de ellas es la imagen excesivamente edulcorada con que se nos presenta tantas veces a Cristo, Buen Pastor. Hoy, al recordar esta condición excelsa de nuestro Redentor, copio un texto de San Agustín tomado de su conocido sermón De Pastoribus, (Sobre los pastores). En tiempos de odioso amedrentamiento a la Iglesia, los pastores están más expuestos que nunca a ceder a la tentación del buenismo, del temor a contristar, de exponer el depósito de la fe de manera rebajada y complaciente al oído humano, con tal de no comprometer parte del propio prestigio. San Agustín nos recuerda que tal actitud no es precisamente la del buen pastor, sino la del asalariado, que antepone su propio interés al de su rebaño. Jesús, que pasó por este mundo derrochando misericordia y comprensión frente a todo tipo de debilidades y miserias, a la hora de proclamar la Verdad fue siempre inflexible, paradojalmente «inmisericorde»: ¡Duras son estas palabras!; ¿Quién puede oírlas? (Jn 6, 60).
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«Me recibisteis como a un ángel. Doy testimonio de que, si hubiese sido posible, os hubieseis sacado vuestros ojos y me los habríais dado a mí (Gal 4, 14-15). Pero, a pesar de habérsele concedido tan grande honor, ¿acaso por este mismo honor condescendió con los que erraban, no fuera que, si los reprendía se lo negasen, y alabasen menos al Apóstol mismo? Si hubiese hecho esto, sería de aquellos que se apacientan a sí mismos, no a las ovejas. Diría para sí mismo: «¿A mí qué me importa? Cada cual haga lo que quiera; mi garbanzo está seguro; mi honor, también. Tengo suficiente leche y lana; vaya cada cual por donde pueda». Según esto, ¿está todo en su punto si cada cual va por donde puede? No pretendo que seas una persona al frente de otras; parto de que eres uno más de la comunidad: Si sufre un miembro, sufren con él los restantes (1 Co 12, 26). Por esto el Apóstol mismo, al recordarles cómo se habían comportado con él, para no dejar la impresión de que había olvidado el honor que le habían tributado, da testimonio de que le recibieron como a un ángel y que, si les hubiese sido posible, hubiesen querido sacarse los ojos, para dárselos a él (Cf. Ga 4, 15). Y, sin embargo, se acerca a la oveja enferma, a la apestada, para sajarle la herida, sin transigir con la podredumbre. ¿Acaso -les dice- me he convertido en enemigo vuestro por deciros la verdad? (Gal 4, 16). Ve que recibió la leche de las ovejas, como hace poco recordé, y se vistió con su lana; y, con todo, no descuidó las ovejas, pues no buscaba sus intereses, sino los de Jesucristo (Cf Flp 2, 21).
Lejos, pues, de mí deciros: «Vivid como queráis, estad seguros, Dios no hace perecer a nadie; basta con que tengáis la fe cristiana. Él no hace perecer a los que redimió, a aquellos por quienes derramó su sangre. Y si queréis deleitar vuestro ánimo con los espectáculos públicos, id tranquilos. ¿Qué tienen de malo? Id, celebrad, participad en esa fiesta que se celebra en todas las ciudades en medio del regocijo de los comensales y de los que creen hallar gozo en los festines públicos, cuando en realidad se pierden. La misericordia de Dios es grande y todo lo perdona. Coronaos de rosas antes de que se marchiten (Cf Sab 2, 8). Celebrad banquetes en la casa de vuestro Dios cuando os venga en gana; llenaos de comida y de vino en compañía de los vuestros: con ese fin se nos dio esta criatura: para gozar de ella. Dios no la dio a los malvados y paganos, privándoos a vosotros de ella». Si yo hablara así, quizá congregaría mayores multitudes; y, aunque hubiera algunos que, al escucharme hablar así, pensaran que no hablo sabiamente, habría unos pocos a los que ofendería, pero me congraciaría con una muchedumbre. Si me comportara así, si no os hablara la palabra de Dios ni la de Cristo, sino la mía, sería un pastor que se apacienta a sí mismo, no a las ovejas». (San Agustín, Sermón 46, 7, 8).
Fuente: augustinus.it
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