martes, 22 de junio de 2021

«SUMMORUM PONTIFICUM» Y EL PRESTIGIO DE LA AUTORIDAD

En su conocida página Duc in altum, Aldo Maria Valli ha publicado un comentario de don Marco Begato sobre los posibles efectos negativos que la abolición o reducción de lo dispuesto en el motu proprio Summorum Pontificum podría acarrear a la autoridad en la Iglesia. El autor se plantea agudas interrogantes desde una perspectiva no estrictamente litúrgica, pero de indudable interés para todos: la del prestigio y credibilidad misma de la autoridad eclesial. Dejo a continuación una traducción al español con su respectivo enlace al texto original.

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La restricción de «Summorum Pontificum» y el problema de la autoridad
Por don Marco Begato

Fuente: aldomariavalli.it

Noticias recientes del mundo litúrgico sugieren que estaría próximo a publicarse un documento que aboliría, o al menos restringiría, el alcance del motu proprio Summorum Pontificum. 

Este rumor ha despertado más de una aprensión, sobre todo en aquellas diócesis (y por tanto en la mayoría de las diócesis italianas) donde la defensa de la celebración del Vetus Ordo solo encuentra protección en Summorum Pontificum y no ciertamente en el diálogo con los Pastores.

En defensa del actual statu quo han hablado, entre otros, también dos príncipes de la Iglesia, en las personas del Cardenal Müller y del Cardenal Zen.

Mi comentario de hoy quiere llamar la atención sobre el problema de la autoridad. 

Mi tesis es que un movimiento en perjuicio de Summorum Pontificum, especialmente si se emprendiera con Benedicto XVI aún vivo, sería un golpe bajo a la liturgia, pero sobre todo sería un golpe traumático para la autoridad.

La pregunta que me hago es qué valor debería darse a un documento que en el espacio de unos pocos lustros se le da vuelta una y otra vez como a un calcetín. Realmente poco, diría yo. Pero, además, el valor del documento en nuestro caso atañe también al valor de su autor, y como un motu proprio es una intervención eminente y autónoma del Sumo Pontífice, también habla del valor de las declaraciones pontificias y de su relación con el episcopado (por ejemplo, con la voluntad de un episcopado de obedecer a un motu proprio). Por tanto, ante una desvalorización de un motu proprio, ¿no se correría el riesgo de restarle crédito a las intervenciones del Papa en cuanto tales? ¿No se correría el riesgo de generar la impresión de que las intervenciones directas del Papa son muy dudosas, válidas como mucho para unos pocos lustros, aptas para ser tironeadas de un lado a otro?

Es en este sentido que tocar Summorum Pontificum, a mis ojos, significaría tocar la credibilidad misma del Pontífice y de la jerarquía, tocar su autoridad. Y esto, entiéndase bien, lo digo no para dar voz a un personal sentimiento psicológico de confianza traicionada, sino para señalar un radical y objetivo estado de confusión que ipso facto el Anti-Summorum atribuiría a las más altas autoridades.

El razonamiento es tan sencillo como desarmante: si los altos cargos no tienen claro qué cosa quieren hacer y por qué, si actúan movidos por equilibrios curiales cambiantes o por modas sociales y no según presupuestos teológicos definidos y estables, nosotros ¿por qué deberíamos obedecerles? Quiero decir, ¿en base a qué presupuestos deberíamos obedecerles? ¿En qué condiciones? O mejor aún, ¿a qué cosa tendríamos que obedecer? ¿Al documento cambiante? ¿A la intención filtrada a través de los periódicos? ¿A las declaraciones de los pastores en la televisión? ¿Al Papa 1 o al Papa 2? ¿Al obispo que sigue la letra o al otro que sigue el espíritu? ¿A la moda o a la conveniencia? ¿Al primer lustro o al segundo?

Repito, la mía no es una reacción psicológica, sino una seria dificultad ética. Estoy obligado a obedecer a quienes ciertamente me muestran la voluntad de Dios, pero una comunidad eclesial que se presenta confusa, que cambia constantemente sus propias exigencias, que ofrece cada vez menos explicaciones teológicas, que tiende a no responder o a eludir las dudas planteadas, que en el milenio de la libertad y en la Iglesia posconciliar, finalmente libre de legalismos, empuja hacia una obediencia intransigente, una realidad semejante ¿en qué cosa puede decirse creíble y confiable? ¿Qué se debe creer y seguir? ¿Y por cuánto tiempo? ¿Con qué criterio? ¿Qué tan en serio se debe tomar? ¿Cuánto puedo interpretarlo y releerlo a voluntad? ¿Quién lo determina?

Son preguntas realmente abiertas, a las que hoy no sé responder. Cuando Summorum haya sido castigado, una respuesta definitiva me resultará aún más difícil, porque dar credibilidad a las autoridades será por definición una apuesta, una ruleta, un juego. Además, cada vez menos divertido y cada vez más arriesgado.


viernes, 18 de junio de 2021

EL ASALTO DE LA FE, UNA REFLEXIÓN DE SAN AGUSTÍN

Tiziano. Cristo y el buen ladrón 

Solo la oración vence a Dios, escribió Tertuliano; y con lógica similar se podría añadir que solo la fe roba el corazón a Cristo, dejándolo a disposición del creyente: Hágase contigo según has creído (Mt 8, 13). Por el contrario, una fe floja y débil ata las manos de la omnipotencia divina: Y no hizo allí muchos milagros por su incredulidad (Mt 14, 58). Quizá el asalto más audaz de la fe recogido en el evangelio sea el del buen ladrón. Dimas, como lo llama la tradición, veía con los ojos de la fe exactamente lo contrario a lo que veía con los ojos de la carne. En efecto, con los ojos del cuerpo veía morir un ajusticiado abandonado de todos, pero con los ojos de la fe contemplaba un Rey victorioso a punto de tomar posesión de su reino inmortal. Con esta fe robó a Cristo no solo el corazón, sino también el paraíso. En uno de sus sermones San Agustín nos ha dejado un bellísimo comentario al respecto, contraponiendo la fe del buen ladrón a la incredulidad de los discípulos de Emaús.

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«Quizás alguno de vosotros desconoce lo apuntado acerca del ladrón al no haber escuchado la pasión según todos los evangelistas. El evangelista Lucas es quien ha narrado lo que estoy diciendo. Que al lado del Señor fueron crucificados dos ladrones, lo dijo también Mateo (cf. Mt 27, 38); pero éste no dijo que uno de ellos insultó al Señor, mientras que el otro creyó en él. Esto lo dijo Lucas. Hagamos memoria de la fe del ladrón, fe que Cristo no encontró en sus discípulos después de la resurrección.

Colgaba Cristo de la cruz, y colgaba también el ladrón. Cristo en el medio, ellos a un lado cada uno. Uno lo insulta, el otro cree, y hace de juez el que está en el medio. El que lo insultaba dijo: Si eres Hijo de Dios, libérate. Y el otro le replica: ¿No temes a Dios? Nosotros sufrimos justamente, a causa de nuestras acciones; pero él, ¿qué hizo? Y dirigiéndose a Jesús: Acuérdate de mí, Señor, cuando llegues a tu reino (Lc 23, 39-43). Grande es esta fe; ignoro qué pueda añadírsele todavía. Dudaron quienes vieron a Cristo resucitando muertos y creyó él en quien veía que colgaba del madero a su lado. Precisamente cuando aquéllos dudaron, creyó él. ¡Qué fruto recogió Cristo de un árbol seco! ¿Qué dijo el Señor? Escuchémoslo: En verdad te digo: Hoy estarás conmigo en el paraíso (Lc 23, 43). Tú lo retrasas, pero yo te reconozco. ¡Cuándo iba a esperar el ladrón pasar del atraco al juez, del juez a la cruz, y de la cruz al paraíso! De esta manera, considerando lo que merecía, no dijo: «Acuérdate de mí y líbrame hoy mismo»; sino: «Cuando llegues a tu reino, entonces acuérdate de mí; si merezco tormentos, que duren, lo más, hasta que llegues a tu reino». Y Jesús: «No sea así; has asaltado el reino de los cielos, hiciste violencia, creíste, lo arrebataste. Hoy estarás conmigo en el paraíso. No te hago esperar; hoy mismo pago lo merecido a fe tan grande». El ladrón dice: Acuérdate de mí cuando llegues a tu reino. No sólo creía que iba a resucitar, sino hasta que iba a reinar. A un hombre colgado, crucificado, ensangrentado y pegado al madero le dice: Cuando llegues a tu reino. Y aquellos discípulos, en cambio: Nosotros esperábamos... (Lc 24, 21). Donde el ladrón encontró la fe, allí la perdió el discípulo» (San Agustín,  Sermón 232, 6).

Fuente: augustinus.it 


 

sábado, 12 de junio de 2021

CARDENAL ZEN DEFIENDE SUMMORUM PONTIFICUM

Cardenal Joseph Zen celebrando la Misa tradicional

En su Blog personal el Cardenal Zen ha hecho una breve apología de la misa tradicional en la actualidad. Como sucede en personas de su talla, su testimonio tiene un doble valor añadido: habla alguien que sabe lo que es padecer por Cristo y su Iglesia; habla también no un burócrata o "experto", sino un pastor experimentado que conoce bien ambas formas del Rito Romano y sus respectivas comunidades.

Fuente: oldyosef.hkdavc.com

¿Qué hay de malo en hacer accesible a todos la forma extraordinaria del Rito Romano?

He leído en los periódicos noticias bastante preocupantes sobre posibles restricciones a la celebración de la misa tridentina (la que ahora llamamos forma extraordinaria del Rito Romano).

Quiero dejar en claro que no se me puede considerar un extremista de esta forma litúrgica, y que he trabajado activamente, como sacerdote y como obispo, por la reforma litúrgica luego del Vaticano II, también tratando de frenar los excesos y abusos que, desgraciadamente, tampoco han faltado en mi diócesis. Así que no se me podrá acusar de parcialidad.

Sin embargo no puedo negar, por mi experiencia en Hong Kong, el inmenso bien que ha supuesto el motu proprio Summorum Pontificum y la celebración de la Misa Tridentina. Aquí hay un grupo de fieles que durante décadas ha participado en esta forma que nos llega de la riqueza litúrgica de nuestra Tradición, un grupo que nunca ha creado problemas a la diócesis y cuyos participantes nunca han cuestionado la legitimidad de la Misa renovada. Por esta comunidad que participa en la forma extraordinaria en Hong Kong han pasado muchos jóvenes que, gracias a esta Misa, han redescubierto el sentido de la adoración y de la reverencia que debemos a Dios, nuestro Creador.

He trabajado por la reforma litúrgica, como he dicho, pero no puedo olvidar la misa de mi infancia; no puedo olvidar cuando, de niño en Shanghai, mi padre, un católico devoto, me llevaba a misa todos los días, ¡y los domingos me hacía asistir a cinco misas! Sentía entonces tal reverencia, estaba tan fascinado (¡y aún lo estoy!) por la belleza del canto gregoriano, que creo que esa experiencia nutrió mi vocación al sacerdocio, como lo ha hecho con tantos otros. Recuerdo a los numerosos fieles chinos (y no creo que todos supieran latín...) que participaban en estas ceremonias litúrgicas con gran fervor, tal como lo puedo presenciar ahora en la comunidad que participa de la Misa Tridentina en Hong Kong.

La Misa Tridentina no divide; al contrario, nos une a nuestros hermanos y hermanas de todas las épocas, a los santos y mártires de todos los tiempos, a aquellos que han luchado por su fe y que han encontrado en ella un alimento espiritual inagotable.


 

jueves, 10 de junio de 2021

UN SECRETO DE LA ARQUITECTURA MEDIEVAL

Catedral vieja,  Salamanca. Foto: catedralsalamanca.org

Luego de rezar en un templo excesivamente suntuoso para su sensibilidad artística -la Basílica de Nuestra Señora de Fourvières, en Lyon-, León Bloy apuntó en su diario esta luminosa reflexión sobre las iglesias del medievo:

«En vano trato de orar en medio de esos mármoles y dorados. No siento sino indignación y amargura. En mi opinión, la iglesia más piadosa debe asemejarse a un establo. Es quizá el secreto de los sublimes constructores de la Edad Media, que solo sabían ensanchar y sobreelevar, como podían, el establo de Belén conservado en su corazón, donde ellos habían adorado a Jesús en su niñez» (León Bloy, El Invendible, Buenos Aires 1947, p. 142).

Interior de la Basílica de Nuestra Señora 
de Fourvières (1872-1896)

 



sábado, 5 de junio de 2021

ECCE PANIS ANGELORUM FACTUS CIBUS VIATORUM

He aquí el Pan de los ángeles, hecho comida de los caminantes (Secuencia del Corpus Christi). Jesucristo, Verbo eterno de Dios, que sacia con sus resplandores la inteligencia de los espíritus angélicos, se hace en la Eucaristía alimento de los que aún caminan hacia la Patria anhelada. Sin la fuerza de este Pan la Iglesia estaría en permanente peligro de inanición. El Beato Columba Marmion nos ha dejado una página bellísima sobre el poder transformante de la Eucaristía como alimento sustancioso del alma creyente.

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«Los Padres de la Iglesia hicieron notar la enorme diferencia que hay entre la acción del alimento que da vida al cuerpo y los efectos que en el alma produce el pan eucarístico. 

Al asimilar el alimento corporal, lo transformamos en nuestra propia sustancia, en tanto que Cristo se da a nosotros a modo de manjar para transformarnos en El. Son muy notables estas palabras de San León: «No hace otra cosa la participación del cuerpo y sangre de Cristo, sino trocarnos en aquello mismo que tomamos» [Nihil aliud agit participatio corporis et sanguinis Christi, quam ut in quod sumimus transeamus. Sermón LXIV, de Passione, 12, c. 7]. Más categórico es aún San Agustín, quien pone en boca de Cristo estas palabras: «Yo soy el pan de los fuertes; ten fe y cómeme. Pero no me cambiarás en ti, sino que tú serás transformado en mí» (Confess., Lib. VII, c. 4). Y Santo Tomás condensa esta doctrina en pocas líneas, con su habitual claridad: «El principio para llegar a comprender bien el efecto de un Sacramento no es otro que el de juzgarlo por analogía con la materia del Sacramento... La materia de la Eucaristía es un alimento; es, pues, necesario que su efecto sea análogo al de los manjares. Quien asimila el manjar corporal, lo transforma en sí; esa transformación repara las pérdidas del organismo y le da el desarrollo conveniente. No ocurre así en el alimento eucarístico, que, en vez de transformarse en el que lo toma, transforma en sí al que lo recibe. De ahí que el efecto propio de ese Sacramento sea transformar de tal modo al hombre en Cristo, que pueda con toda verdad decir: «Vivo yo; mas no yo, sino que vive Cristo en mí» (Gal 2, 20)» (In IV Sent., d. 12, q.2, a.1).

¿Cómo se realiza esa transformación espiritual? Al recibir a Cristo, lo recibimos todo entero: su cuerpo, su sangre, su alma, su divinidad y su humanidad. Nos hace participar de cuanto piensa y siente, nos comunica sus virtudes, pero sobre todo «enciende en nosotros, el fuego que vino a traer a la tierra» (Lc 12, 49), fuego de amor, de caridad. En esto consiste la transformación que la Eucaristía produce. «La eficacia de este sacramento, escribe Santo Tomás, consiste en transformarnos de algún modo en Cristo mediante la caridad. Ese es su fruto específico. Y propio es de la caridad transformar al amante en el amado». Así pues, la venida de Cristo a nosotros tiende por naturaleza a establecer entre sus pensamientos y los nuestros, entre sus sentimientos y nuestros sentimientos, entre su voluntad y la nuestra, tal intercambio, correspondencia y semejanza, que ya nuestros pensamientos, nuestro sentir y nuestro querer no sean otros que los de Jesucristo. «Sentid en vosotros lo mismo que sentía Jesucristo» (Fil 2, 5). Y esto tan sólo por amor: el amor entrega a Cristo la voluntad entera, y con ella todo nuestro ser, todas nuestras energías; de aquí que, siendo el amor el que somete enteramente el hombre a Dios, sea también el que origina nuestra transformación y nuestro desarrollo espiritual. Bien dijo San Juan: «El que permanece en la caridad, en Dios permanece, y Dios en él» (Jn 4, 16). (Beato Columba Marmion, Jesucristo, vida del alma, Fundación Gratis Date, Pamplona 1993, p 231-232).