He aquí el Pan de los ángeles, hecho comida de los caminantes (Secuencia del Corpus Christi). Jesucristo, Verbo eterno de Dios, que sacia con sus resplandores la inteligencia de los espíritus angélicos, se hace en la Eucaristía alimento de los que aún caminan hacia la Patria anhelada. Sin la fuerza de este Pan la Iglesia estaría en permanente peligro de inanición. El Beato Columba Marmion nos ha dejado una página bellísima sobre el poder transformante de la Eucaristía como alimento sustancioso del alma creyente.
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«Los Padres de la Iglesia hicieron notar la enorme diferencia que hay entre la acción del alimento que da vida al cuerpo y los efectos que en el alma produce el pan eucarístico.
Al asimilar el alimento corporal, lo transformamos en nuestra propia sustancia, en tanto que Cristo se da a nosotros a modo de manjar para transformarnos en El. Son muy notables estas palabras de San León: «No hace otra cosa la participación del cuerpo y sangre de Cristo, sino trocarnos en aquello mismo que tomamos» [Nihil aliud agit participatio corporis et sanguinis Christi, quam ut in quod sumimus transeamus. Sermón LXIV, de Passione, 12, c. 7]. Más categórico es aún San Agustín, quien pone en boca de Cristo estas palabras: «Yo soy el pan de los fuertes; ten fe y cómeme. Pero no me cambiarás en ti, sino que tú serás transformado en mí» (Confess., Lib. VII, c. 4). Y Santo Tomás condensa esta doctrina en pocas líneas, con su habitual claridad: «El principio para llegar a comprender bien el efecto de un Sacramento no es otro que el de juzgarlo por analogía con la materia del Sacramento... La materia de la Eucaristía es un alimento; es, pues, necesario que su efecto sea análogo al de los manjares. Quien asimila el manjar corporal, lo transforma en sí; esa transformación repara las pérdidas del organismo y le da el desarrollo conveniente. No ocurre así en el alimento eucarístico, que, en vez de transformarse en el que lo toma, transforma en sí al que lo recibe. De ahí que el efecto propio de ese Sacramento sea transformar de tal modo al hombre en Cristo, que pueda con toda verdad decir: «Vivo yo; mas no yo, sino que vive Cristo en mí» (Gal 2, 20)» (In IV Sent., d. 12, q.2, a.1).
¿Cómo se realiza esa transformación espiritual? Al recibir a Cristo, lo recibimos todo entero: su cuerpo, su sangre, su alma, su divinidad y su humanidad. Nos hace participar de cuanto piensa y siente, nos comunica sus virtudes, pero sobre todo «enciende en nosotros, el fuego que vino a traer a la tierra» (Lc 12, 49), fuego de amor, de caridad. En esto consiste la transformación que la Eucaristía produce. «La eficacia de este sacramento, escribe Santo Tomás, consiste en transformarnos de algún modo en Cristo mediante la caridad. Ese es su fruto específico. Y propio es de la caridad transformar al amante en el amado». Así pues, la venida de Cristo a nosotros tiende por naturaleza a establecer entre sus pensamientos y los nuestros, entre sus sentimientos y nuestros sentimientos, entre su voluntad y la nuestra, tal intercambio, correspondencia y semejanza, que ya nuestros pensamientos, nuestro sentir y nuestro querer no sean otros que los de Jesucristo. «Sentid en vosotros lo mismo que sentía Jesucristo» (Fil 2, 5). Y esto tan sólo por amor: el amor entrega a Cristo la voluntad entera, y con ella todo nuestro ser, todas nuestras energías; de aquí que, siendo el amor el que somete enteramente el hombre a Dios, sea también el que origina nuestra transformación y nuestro desarrollo espiritual. Bien dijo San Juan: «El que permanece en la caridad, en Dios permanece, y Dios en él» (Jn 4, 16). (Beato Columba Marmion, Jesucristo, vida del alma, Fundación Gratis Date, Pamplona 1993, p 231-232).
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