martes, 26 de junio de 2018

RELIQUIAS LITÚRGICAS DE SAN JOSEMARÍA


Publico fotografías de una vitrina –sencilla pero dispuesta con muy buen gusto– donde se conservan algunos objetos y ornamentos litúrgicos utilizados por San Josemaría Escrivá. Estas reliquias testimonian lo que tanto repitió en su predicación: «¡Tratadlo como queráis, pero tratádmelo bien!». Y parte importante de ese «tratádmelo bien» referido a Jesús sacramentado era el cuidado exquisito en todo lo concerniente al culto y a la vida litúrgica. A san Josemaría le impresionaba el detalle y esplendor con que Dios –ya en la Antigua Alianza– había indicado a su Pueblo cómo debía ser el culto divino: todo tenía que estar hecho con materiales nobles, con oro u otros metales preciosos, y con telas finas, cuidadosamente trabajadas. Siguiendo esa misma lógica, procuró ser siempre magnánimo y espléndido en el culto, en la construcción de oratorios, en el decoro de sagrarios, vasos sagrados y paramentos. «La pobretería innecesaria no agrada a Dios –decía–, sobre todo si el dinero se despilfarra en otras cosas menos importantes».






domingo, 24 de junio de 2018

UNA ANTORCHA QUE ARDE Y RESPLANDECE



Copio un texto de San Bernardo de Claraval extraído de un sermón en la fiesta del nacimiento de San Juan Bautista. El doctor Melifluo exalta la figura del Precursor a partir de estas palabras con las que Cristo se refirió a Juan: Aquel era la lámpara que arde y alumbra (Jn 5, 35). Realmente esta lámpara ardió en amor y reverencia a Jesucristo y con su resplandor arrastró multitud de corazones en pos del Cordero.

«P
ero ya acerca de la humilde y por todos modos fervorosa devoción de Juan para con el Señor, ¿qué diremos? De aquí procedió que saltara de alegría en el seno materno; de aquí que se llenara de pavor en el Jordán al ver que Jesús le pedía el bautismo; de aquí que no solo negara que fuese Cristo, como le juzgaban, sino que ni siquiera fuese digno de desatar la correa de su calzado; de aquí que como amigo del Esposo, se gozara de la voz del Esposo; de aquí que confesara que él había recibido gratuitamente la gracia, pero que Cristo no había recibido con medida el Espíritu, sino la plenitud, de la cual recibiesen todos. ¿No estarás sujeta a Dios, alma mía? (Ps 60, 1). Porque no seré yo antorcha ardiente, si con todo el corazón, con toda el alma, con todas mis fuerzas no amo al Señor Dios mío; puesto que sola es la caridad, la que enciende el alma para la salud; sola ella la que infunde e inflama aquel espíritu, que nos prohíben extinguir. Ya veis, pues, como el celo consumía el corazón de Juan, y al propio tiempo habéis podido notar cómo iluminaba a las almas, puesto que no hubiéramos podido conocer su ardor si no hubiéramos visto su resplandor» (San Bernardo, Sermón en la Natividad de San Juan Bautista, 10).

jueves, 21 de junio de 2018

EL LUGAR DEL ARREPENTIMIENTO


«El que se confiesa fuera del confesionario se propone sólo eludir el arrepentimiento» escribió Nicolás Gómez Dávila. En efecto, el hombre moderno frecuenta poco el confesonario porque busca más la absolución del mundo que el perdón de Dios. Llama la atención con qué facilidad se confiesan culpas y miserias frente a cámaras y micrófonos y qué poco se oye decir en público: «he rogado a Dios que me perdone». Esto último proporcionaría más paz y garantizaría mejor la autenticidad del dolor que se declara. A fin de cuentas, como dice Josef Pieper, quien no percibe en el mal su componente radical de aversión a Dios, «no puede sino considerar el pecado como algo inocuo en el fondo» (El concepto de pecado, Herder 1979, p. 71).

martes, 19 de junio de 2018

TIEMPOS DE PACIENCIA


Enseña Santo Tomás que corresponde a la paciencia «que el hombre no se aparte del bien de la virtud a causa de las tristezas, por grandes que sean» (S. Th., II-II, q. 136, a. 4 ad 2). Hoy más que nunca es tiempo de paciencia. Ante los densos nubarrones que oscurecen el cielo de la Iglesia y del mundo, el creyente debe procurar no abatirse por la tristeza sino santificarse por la paciencia. No es extraño que ya desde los primeros siglos, teólogos y santos cantaran las excelencias de esta virtud, conscientes de la afirmación del Señor: «con vuestra paciencia poseeréis vuestras almas» (Lc 21, 19). Así la encomia San Cipriano de Cartago:

«P
or ser tan rica y variada, la paciencia no se ciñe a estrechos límites ni se encierra en breves términos. Esta virtud se difunde por todas partes, y su exuberancia y profusión nacen de un solo manantial; pero al rebosar las venas del agua se difunde por multitud de canales de méritos y ninguna de nuestras acciones puede ser meritoria si no recibe de ella su estabilidad y perfección. La paciencia es la que nos recomienda y guarda para Dios; modera nuestra ira, frena la lengua, dirige nuestro pensar, conserva la paz, endereza la conducta, doblega la rebeldía de las pasiones, reprime el tono del orgullo, apaga el fuego de los enconos, contiene la prepotencia de los ricos, alivia la necesidad de los pobres, protege la santa virginidad de las doncellas, la trabajosa castidad de las viudas, la indivisible unión de los casados.
La paciencia mantiene en la humildad a los que prosperan, hace fuertes en la adversidad y mansos frente a las injusticias y afrentas. Ensena a perdonar enseguida a quienes nos ofenden, y a rogar con ahínco e insistencia cuando hemos ofendido. Nos hace vencer las tentaciones, tolerar las persecuciones, consumar el martirio. Es la que fortifica sólidamente los cimientos de nuestra fe, la que levanta en alto nuestra esperanza, la que encamina nuestras acciones por la senda de Cristo, para seguir los pasos de sus sufrimientos. La paciencia nos lleva a perseverar como hijos de Dios imitando la paciencia del Padre» (San Cipriano, El bien de la paciencia, 20).

jueves, 14 de junio de 2018

EL TALANTE DE UN GRAN CARDENAL



Escribo estas líneas en vísperas de la onomástica del Cardenal Robert Sarah. Como nos cuenta en su libro Dios o nada, «Nací el 15 de junio de 1945 en Ourous, un poblado de los más pequeños de Guinea, al norte del país, cerca de la frontera con Senegal. Es una región de media montaña, alejada de la capital –Conakri–, que las autoridades administrativas y políticas suelen considerar de escasa importancia». Una vez más la providencia divina se complacía en ir a buscar lo valioso y grande precisamente allí donde el mundo no parecía esperar nada. Convencido de que buena parte de la luz y de la fuerza que revitalizará la Iglesia del mañana procederá del continente africano, saludamos con reconocimiento y gratitud a este fiel servidor de la Iglesia y del Romano Pontífice, hombre humilde y orante, a quien también cabe aplicar las palabras del salmo: He venido a ser extraño para mis hermanos…, porque me devora el celo de tu Casa (Sal 69, 9-10).
El propio cardenal nos ha dejado un extraordinario testimonio de lo que a lo largo de su vida ha sido el manantial de su fidelidad a Dios, particularmente en los momentos de prueba externa o interna que ha debido afrontar como pastor de la Iglesia. He aquí sus propias palabras:

«P
ara hacer frente a esta situación, establecí un programa regular de retiro espiritual. Cada dos meses me marchaba solo a un lugar completamente aislado. Durante tres días me sometía a un ayuno total, sin agua ni alimento de ninguna clase.
Deseaba estar con Dios para hablar con Él cara a cara. Salía de Conakri sin llevarme nada más que una Biblia, un pequeño maletín para celebrar misa y un libro de lectura espiritual. La Eucaristía era mi único alimento y mi única compañía. Esta vida de soledad y oración me permitía cobrar fuerzas y volver al combate.
Creo que, para asumir su función, un obispo necesita hacer penitencia, ayunar, permanecer a la escucha del Señor y orar mucho en silencio y en soledad. Cristo se retiró cuarenta días al desierto; los sucesores de los apóstoles tienen obligación de imitarle lo más fielmente posible… Ha habido etapas que han dado a mi vida una orientación decisiva. Pero las más cruciales han sido esas horas, esos momentos del día en los que, a solas con el Señor, he sido consciente de lo que quería de mí.  Los grandes momentos de una vida son las horas de oración y adoración. Alumbran al ser, configuran nuestra verdadera identidad, afianzan una existencia en el misterio. El encuentro cotidiano con el Señor en la oración: ese es el fundamento de mi vida. Empecé cuidando esos instantes desde niño, en familia y a través de mi contacto con los espiritanos de Ourous. Cuando hemos de vivir la Pasión, necesitamos retirarnos al huerto de Getsemaní, en la soledad de la noche» (Cardenal Robert Sarah, Dios o nada, Palabra 2015, p.81-82).

lunes, 11 de junio de 2018

LAS LEYES SUPREMAS DE LA VIDA DEL ESPÍRITU


Resumo con cierta libertad un artículo del conocido teólogo dominico Reginald Garrigou-Lagrange sobre las leyes supremas de la vida de la gracia. Ante la amenaza de reducir lo cristiano a un híbrido confuso de solidaridad y sentimiento, este texto de Garrigou-Lagrange nos presenta la especificidad de la vida cristiana como participación en la vida íntima de Dios, resumida en siete principios generales, de indudable belleza y valor teológico, que rigen el despliegue de la vida espiritual desde su origen en el baustismo hasta su consumación en la gloria.

***

C
omo sucede en los demás géneros de vida, también la vida sobrenatural o vida de la gracia tiene sus leyes o principios generales que son para el cristiano fuente de esperanza y consuelo espiritual. ¿Cuáles son estas leyes principales? Garrigou-Lagrange señala estas siete fundamentales. 

1. La primera dice así: Solo Dios puede producir la vida sobrenatural de la gracia santificante en nuestra alma espiritual e inmortal. En efecto, solamente Dios puede producirla porque ella es una participación de su vida íntima, el germen de la vida eterna, por la cual veremos a Dios cara a cara tal como Él se ve a sí mismo, y por la cual le amaremos eternamente sin que nada pueda apartarnos de su contemplación. La vida de la gracia –semen gloriae (semilla de la gloria)– es como el germen de la visión beatífica y del amor sobrenatural de Dios y de los justos, visión de amor que no cesará jamás.

2. La segunda ley se puede formular así: De esta vida sobrenatural de la gracia, derivan en nuestras almas las virtudes infusas teologales y morales y los dones del Espíritu Santo. Es por esto que la gracia santificante o habitual es llamada “gracia de virtudes y dones” (S. Th., III, q.62, a.2). La gracia es el principio radical de las virtudes teologales de la fe, de la esperanza y de la caridad. Y cuando la fe y la esperanza desaparezcan para dar lugar a la posesión de Dios por la visión beatífica, la caridad, amor sobrenatural de Dios y del prójimo, permanecerá para siempre.

3. La tercera ley, que deriva de las precedentes, está formulada por Santo Tomás de la siguiente manera: El menor grado de gracia santificante en el alma de un niño pequeño recién bautizado vale más que el bien natural de todo el universo: "bonum gratiae unius maius est quam bonum naturae totius universi". (I-II, q.113, a.9, ad 2). Esta ley nos pone delante el inestimable valor de la gracia santificante en comparación a cualquier otro bien natural.

4. La cuarta ley de la vida sobrenatural puede formularse así: La gracia santificante, una vez producida en nuestra alma por el bautismo, debería permanecer siempre en nosotros, y de hecho duraría siempre si el pecado mortal que nos separa de Dios, y que es irreconciliable con ella, no nos la hiciera perder. Esta ley nos muestra el precio de la vida sobrenatural y la gravedad del pecado mortal.

5. Una quinta ley de la vida sobrenatural enseña que la gracia santificante y la caridad deberían no solamente permanecer siempre en nosotros, sino que deberían crecer siempre en nosotros hasta nuestro último suspiro. Deberían crecer siempre por la Sagrada Comunión «ex opere operato», por nuestros méritos «ex opere operantis» y por nuestras oraciones. Por esto en la parábola del sembrador se dice que uno rinde 30 otro 60 y otro 100. Las contrariedades cotidianas aceptadas y llevadas por amor sirven para dar más fruto y crecer en caridad. Son como peldaños de una escalera que nos aproximan un poco más a Dios. Los Padres de la Iglesia expresan el mismo contenido de esta ley pero con otras palabras: En el camino hacia Dios, el que no avanza, retrocede. De modo semejante a un niño que no crece y permanece deforme, así un alma cristiana que no avanza llega a ser un alma retrasada. Santo Tomás enseña que cuando nuestros actos de caridad son débiles (remissi) al punto de ser inferiores en intensidad al grado en que esta virtud se encuentra en nosotros, ellos no obtienen el aumento de caridad que merecerían. Sólo lo obtendrán si son actos más intensos o generosos. (Cfr. II-II, q. 24, a.6 ad 1).

6. Una sexta ley dice así: la gracia santificante y la caridad deberían crecer en nosotros de una manera uniformemente acelerada. Santo Tomás enseña que el movimiento natural, por ejemplo la piedra que se aproxima al centro de la tierra, es tanto más rápido cuanto más se acerca a su término. La gracia nos inclina como una segunda naturaleza; por tanto las almas en gracia deben crecer más conforme se aproximan más a Dios. De hecho, la caridad de los santos suele crecer mucho más en los últimos años de su vida que en los 10 o 20 años primeros tomados en conjunto. El Santo Doctor ha entrevisto la ley de la gravitación universal y de la aceleración de la caída de los cuerpos y la ha aplicado al movimiento de las almas justas que se mueven hacia Dios.

7. Una séptima ley de la vida de la gracia toca al fin de nuestra vida terrena y se puede formular así: El orden radical de la vida de la gracia debería continuarse en vida eterna inmediatamente después de nuestra muerte, si no tuviéramos faltas que expiar. La razón es que el purgatorio es una justa pena que Dios no puede infligir más que por una falta evitable y reparable antes de la muerte. Así se explica que el mayor dolor de las almas del purgatorio consista en la privación de la posesión de Dios contemplado cara a cara. Estas almas sufren mucho más de esta privación que durante su vida en la tierra. ¿Por qué? Porque después de la muerte sería natural, según el orden radical de la vida de gracia, poder disfrutar inmediatamente de la visión beatífica. Las almas del purgatorio tienen un hambre y sed de Dios que de momento no pueden saciar. Les pena el que por su culpa no hayan llegado a tiempo a su cita con Dios. Esta séptima ley es propia de un orden muy elevado: se cumple especialmente en la vida de los santos mártires y debe cumplirse también en aquellos que están dispuestos a padecer el "martirio del corazón" mediante la penitencia y la expiación. En todo caso vale la pena recordar lo que fue revelado a Santa Teresa: que de todos los religiosos que había conocido en vida, solo tres habían evitado el purgatorio.
Otra ley superior de la vida de la gracia consiste en que debido al progreso en el amor a Dios y al prójimo, Nuestro Señor nos incorpora más y más a Él, como miembros cada vez más vivos de su Cuerpo Místico. Por esta progresiva incorporación Él nos asocia primeramente a su vida de infancia, después a su vida oculta, más tarde a su vida apostólica y finalmente a su vida dolorosa, antes de asociarnos a su vida gloriosa en el cielo.

Texto original del artículo en francés: salve-regina.com

viernes, 8 de junio de 2018

¿QUÉ SIGNIFICA SER REDIMIDOS?


Comparto un texto de San Gregorio de Nisa que arroja una cálida y sublime luz sobre el sentido cristiano de la vida como pertenencia a Cristo. En él, el santo de Capadocia comenta el significado de los nombres de santificación y redención que San Pablo atribuye a Cristo (cf. 1 Cor 1, 30), y su natural consecuencia para quienes por la condición de cristianos participan también de los nombres de su Señor.

«Y
 si consideramos a Cristo como santificación nos mostraremos verdaderamente partícipes de su nombre, si nos abstenemos de toda acción y pensamiento perverso e impuro y confesamos en nuestra vida con obras –no solo de palabra– su poder de santificación.
Conociendo que Cristo es redención porque se entregó a sí mismo como precio por nosotros, comprenderemos por esta afirmación que Él nos hizo propiedad suya a nosotros, rescatados por Él de la muerte con el precio de su vida, dándonos la inmortalidad como un don precioso de cada alma. Si, pues, nos hemos convertido en propiedad de quien nos ha redimido, miremos de tal forma a Quien es nuestro dueño, que ya no vivamos para nosotros mismos, sino para Aquel que nos compró con el precio de su vida. Por esta razón no somos ya más nuestros dueños, sino que somos posesión de Aquel que es nuestro señor porque nos ha comprado. En consecuencia, la voluntad de quien es nuestro señor será la ley de nuestra vida» (San Gregorio de Nisa, Sobre la vocación cristiana, Ciudad Nueva 1992, p. 61-62).