Coronación de espinas e improperios.
Atribuido al Maestro de la Sisla
Noche horrible y siniestra la que pasó
nuestro Redentor luego de su prendimiento en el huerto. Es comprensible que la
devoción cristiana haya fomentado largas noches de vela y vigilia –de jueves a
viernes– en desagravio a esa noche de dolor y humillación que precedió la
muerte de Jesús. Los pinceles siempre serán insuficientes para expresar en
plenitud la inmensidad del dolor Cristo y la serena majestad con que los
sobrellevó. Sin embargo, el genio artístico nos ha proporcionado a lo largo de
los siglos obras maestras de la Pasión que nos ayudan a vislumbrar el misterio
de ese sufrimiento. Con piedad y talento literario, escribe un autor
contemporáneo:
«Podría parecer que los golpes y salivazos, las injurias y bofetadas,
comenzaron solo cuando Jesús estuvo en manos de los soldados del César. Pero en
realidad habían empezado desde el mismo prendimiento, por parte de la guardia
del templo, y ahora, antes de ser llevado a Pilato, se
redoblaron con nueva intensidad. «Los que custodiaban a Jesús se burlaban de
él y lo golpeaban» (Lc 22, 63). Jesús quedaba a merced de aquellos
guardias como un hombre sin derechos, sin honra, sin dignidad humana: podían
tratarlo como se les antojara.
Es costumbre casi universal del mundo
civilizado el respeto con que se trata a quien ha sido condenado a muerte. Ese
respeto procede de la compasión humana hacia el que vive sus últimos momentos,
y de la solemnidad que infunde el misterio de la muerte. Ni una ni otra cosa
estuvieron presentes en el trato que recibió Cristo después de la sentencia del
Sanedrín. La violencia física, que había comenzado con el prendimiento, se exacerbó
tras la sentencia, y continuó hasta el momento mismo de presentar el caso ante
el procurador romano.
En efecto, tras la condena Jesús fue
entregado a los verdugos de su propio pueblo, quienes, autorizados y aun
azuzados por sus jefes, «comenzaron a escupirle en la cara y a golpearle»
(Mt 26, 67). Escupir a alguien, y más en la cara, es el gesto universal
del sumo desprecio. Como esos guardias conocían bien la fama de profeta que
tenía Jesús ante el pueblo (Mt 16, 14), no iban a desperdiciar la
ocasión de ponerlo en ridículo. Y así, «tapándole la cara» (Mc
14, 65), «los que le abofeteaban decían: “Adivina, mesías, ¿quién es el que
te golpeó?”» (Mt 26, 68). «Y otras muchas injurias decían contra
él» (Lc 22, 65).
Un juego infantil ya inventado en la
antigüedad, semejante a nuestra gallinita ciega, comenzó a practicarse con la víctima en
su versión más humillante. Esos lacayos tenían en su poder al hombre indefenso
que sus autoridades habían puesto a su merced, con la recomendación tácita o
expresa de hacer con él lo que se les antojara, como si les hubieran dicho:
allí tenéis a vuestro rey mesías, rendidle los homenajes que le corresponden. Y
no ignoramos el frenesí de los peores instintos, y los grados de crueldad que
pueden alcanzar esas masacres, sobre todo cuando son legitimadas por la jefatura.
La Burla de Cristo. Maestro de Messkirch
¿Cómo pasó Jesús el resto de la noche,
que poca debía quedar ya? Seguramente en la mazmorra o el calabozo que habría
en el palacio del tribunal, donde sus guardianes no le darían tregua: algo
quedaba todavía de su rostro sin escupir, algo de su honra sin mancillar. Así
hasta que se cansaron y se echaron a dormitar. Jesús, en tanto, oraba por
ellos, y por todos los verdugos que le esperaban todavía hasta el descanso de
la muerte, y por nosotros los pecadores todos, que no lo tratamos mejor que
ellos.
Golpes y más golpes hasta que el sueño
los venció. En los bajos fondos del alma hay alegría, una vil alegría, cuando
la manifiesta superioridad de un hombre, que roza los cielos, queda entregada
en manos de los inferiores empoderados, abandonada al capricho de sus
instintos, y quizá al peor de todos ellos: la humillación de la grandeza, la venganza
de la bajeza ante todo lo que es superior, el pisoteo de lo sublime, la
profanación de lo sagrado.
Cuando lo más alto está en poder de lo
más bajo, y lo superior a merced de lo inferior, el peor de los resentimientos
humanos se toma su desquite, y practica con júbilo esa inversión de todas las
jerarquías del espíritu en su forma perfecta: la profanación.
«Pueblo mío, ¿qué te he hecho, o en
qué te he contristado? ¡Respóndeme!»
(Mi 6, 3). ¿Acaso por los ciegos, leprosos, paralíticos tuyos a quienes devolví
la salud? ¿Acaso por las parábolas sin número con que te revelé los misterios
del reino de los cielos? ¿Acaso por los demonios que de ti expulsé, por los
muchos pecados que te perdoné?».
(José Miguel Ibáñez Langlois, La
Pasión de Cristo, Rialp, Madrid 2021, pp. 85-88).