martes, 4 de febrero de 2025

EL DIABLO ODIA LA TRADICIÓN

Interesante columna de Camillo Langone publicada en el Foglio Quotidiano en diciembre pasado. La aversión hacia la misa tridentina dentro de la Iglesia es a veces tan incomprensible como brutal; solo la presencia de un poder preternatural –el diablo– puede dar razón de semejante furia.

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Leer el Cardenal Sarah para entender
que el enemigo del latín es el diablo

Camillo Langone

Fuente: ilfoglio.it

El enemigo del latín es el diablo. El cardenal Sarah lo revela en su último libro“¿Existe Dios?”, publicado por Cantagalli: “El proyecto de cancelar definitivamente la misa tradicional tridentina, es decir, un rito que se remonta a san Gregorio Magno, una liturgia que tiene 1600 años, una misa que ha hecho santos a muchos y que se ha celebrado por muchos santos, si es real, me parece un insulto a la historia de la Iglesia y a la Santa Tradición, un proyecto diabólico que querría romper con la Iglesia de Cristo, de los Apóstoles y de los Santos". Así que el enemigo del latín es el diablo. De hecho, sólo una maldad metafísica puede explicar tal implacabilidad del clero progresista, o más bien nihilista, contra un rito tan objetivamente bello, tan ampliamente apreciado por los fieles. Nadie fuera de la Iglesia lo sabe, también porque sonaría incomprensible, pero la principal acusación contra los católicos tradicionales es precisamente su amor por el latín. Y el acusador por excelencia, según la etimología hebrea, es Satanás. Gracias al cardenal Sarah sabemos que es inútil apelar a los obispos y pontífices para salvar la Misa en latín (la autorización para celebrarla): hay que recurrir a San Miguel Arcángel, el santo de los exorcismos.


 

sábado, 25 de enero de 2025

APRESADO EN CRISTO JESÚS

San Pablo en prisión. Rembrandt

«Pero lo que tenía por ganancia, lo reputo ahora por Cristo como pérdida, y aun todo lo tengo por pérdida a causa del sublime conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor, por cuyo amor todo lo sacrifiqué y lo tengo por basura con tal de ganar a Cristo y ser hallado en Él, no en posesión de mi justicia, la de la Ley, sino de la justicia que procede de Dios, que se funda en la fe y nos viene por la fe de Cristo; para conocerle a Él y el poder de su resurrección y la participación en sus padecimientos, conformándome a Él en su muerte por si logro alcanzar la resurrección de los muertos.

No es que la haya alcanzado ya, es decir, que haya logrado la perfección, sino que la sigo por si logro apresarla, por cuanto yo mismo fui apresado por Cristo Jesús. Hermanos, yo no creo haberla aún alcanzado; pero, dando al olvido a lo que ya queda atrás, me lanzo tras lo que tengo por delante, mirando hacia la meta, hacia el galardón de la soberana vocación de Dios en Cristo Jesús» (Fil 3, 7-14).


 

domingo, 12 de enero de 2025

POR QUÉ CRISTO QUISO SER BAUTIZADO

Fue conveniente que Cristo fuera bautizado:

Primero, porque, como dice Ambrosio, el Señor fue bautizado, no porque quisiera ser purificado, sino para purificar las aguas, a fin de que, purificadas ellas por la carne de Cristo, que no conoció el pecado, tuvieran la virtud de bautizar; y así dejarlas santificadas para los que después habían de ser bautizados, como escribe el Crisóstomo.

Segundo, porque, como dice el mismo Crisóstomo, aunque Cristo no fuese pecador, recibió, sin embargo, una naturaleza pecadora y una ‘semejanza de carne de pecado’ (cf. Rom 8, 3). Por esto, aunque no necesitaba del bautismo en favor de sí mismo, lo necesitaba, no obstante, la naturaleza carnal en los demás. Y, como escribe Gregorio Nacianceno, Cristo fue bautizado para sumergir en el agua a todo el viejo Adán.

Tercero, quiso ser bautizado, como dice Agustín en un Sermón De Epiphania, porque quiso hacer Él mismo lo que mandó que habían de hacer todos. Y esto es lo que Él mismo dice: Así conviene que cumplamos toda justicia (Mt 3, 15). Como escribe Ambrosio, esta es la justicia: Que comiences por hacer tú primero lo que quieres que haga el otro, y que animes a los demás con tu ejemplo. (Santo Tomás de Aquino, S Th., III, q. 39, a. 1, c.).


miércoles, 1 de enero de 2025

MARÍA, CASA DE ORO

Sancta María, Mater Dei et Domus aurea, ora pro  nobis

Con mucha razón los cristianos han invocado desde antiguo a la Madre de Dios con el título de Casa de Oro. Porque si bien Belén y Nazaret fueron moradas pobres y humildes, Dios construyó para sí en María una mansión espléndida de oro puro donde naciera y habitara su Verbo hecho carne. Una casa hecha con el oro purísimo de la gracia, de la santidad y de la virtud. Piadosa para este tiempo de Navidad me parece la siguiente reflexión de San John H. Newman sobre el título mariano de Domus Aurea.

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«¿Por qué se le llama Casa? ¿Y por qué dorada? El oro es el más hermoso y valioso de todos los metales. La plata, el cobre, y el bronce pueden a su modo ser buenos a la vista, pero nada es tan rico y espléndido como el oro. Tenemos pocas oportunidades de verlo en cantidad, pero cualquiera que haya visto un gran número de brillantes monedas de oro sabe qué magnífica es la visión del oro. Por eso en la Escritura a la Ciudad Santa se le llama la Dorada, de modo figurado. Dice San Juan: «La Ciudad es de oro puro, semejante al cristal puro» (Apoc 21, 18). Él quiere, por supuesto, darnos una idea de la maravillosa belleza del cielo comparándolo con la más bella de todas las sustancias que vemos en la tierra.

Por lo tanto, María es llamada también dorada, porque su gracia, sus virtudes, su inocencia, su pureza son de un brillo trascendente y de una deslumbrante perfección de tan alto precio y tan exquisita, que los ángeles, por así decir, no pueden quitar sus ojos de ella, más de lo que nosotros podemos evitar la contemplación de cualquier gran objeto de oro.

Pero más aún, ella es una casa de oro, o mejor aún, un palacio de oro. Imaginémonos delante de un conjunto palaciego o una inmensa iglesia hechos de oro, desde los cimientos hasta el techo. Tal es María en cuanto al número, variedad y extensión de sus excelencias espirituales.

Pero obsérvese, además, que ella es casa dorada, o bien debería decir palacio dorado. Imaginemos que hemos visto un palacio entero o una gran iglesia hechos de oro desde los cimientos hasta el techo. Tal es María en cuanto al número, la variedad y la extensión de sus excelencias espirituales. Pero ¿por qué llamarla casa o palacio? ¿Y palacio de quién? Ella es la casa y el palacio del Gran Rey, de Dios mismo. Nuestro Señor, el Hijo de Dios igual al Padre, habitó en ella una vez. Fue su Huésped. Pero más que un huésped, pues éste entra y sale de una casa, pero nuestro Señor nació realmente en esta santa casa. Asumió su carne y su sangre de esta casa, de la carne y las venas de María. Por tanto, fue correcto que debiera ser hecha de oro puro, pues ella iba a dar ese oro para formar el cuerpo del Hijo de Dios. Fue dorada en su concepción y dorada en su nacimiento, y pasó por el fuego de sus sufrimientos como el oro en el crisol, y desde que fue asunta a los cielos está, como dice nuestro himno, por encima de todos los Ángeles en la gloria inefable, de pie junto al Rey y vestida de oro».



(San John H. Newman, Meditaciones y devociones, Buenos Aires 2007, p. 40)