Murillo. La conversión de San Pablo
Es bien conocida la admiración y
devoción que el Crisóstomo tenía por San Pablo. Prueba de ello son las homilías
que dedicó a cantar las alabanzas del Apóstol, en el que veía una imagen viva del Corazón de Cristo. El oficio de lecturas de hoy,
fiesta de la Conversión de San Pablo, nos ofrece un extracto de una de ellas.
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«Qué es el hombre, cuán grande su
nobleza y cuánta su capacidad de virtud lo podemos colegir sobre todo de la
persona de Pablo. Cada día se levantaba con una mayor elevación y fervor de
espíritu y, frente a los peligros que lo acechaban, era cada vez mayor su
empuje, como lo atestiguan sus propias palabras: Olvidándome de lo que queda
atrás y lanzándome hacia lo que está por delante; y, al presentir la
inminencia de su muerte, invitaba a los demás a compartir su gozo, diciendo: Estad
alegres y asociaos a mi alegría; y, al pensar en sus peligros y oprobios,
se alegra también y dice, escribiendo a los corintios: Vivo contento en
medio de mis debilidades, de los insultos y de las persecuciones; incluso
llama a estas cosas armas de justicia, significando con ello que le sirven de
gran provecho.
Y así, en medio de las asechanzas de sus
enemigos, habla en tono triunfal de las victorias alcanzadas sobre los ataques
de sus perseguidores y, habiendo sufrido en todas partes azotes, injurias y
maldiciones, como quien vuelve victorioso de la batalla, colmado de trofeos, da
gracias a Dios, diciendo: Doy gracias a Dios, que siempre nos asocia a la
victoria de Cristo. Imbuido de estos sentimientos, se lanzaba a las
contradicciones e injurias, que le acarreaba su predicación, con un ardor
superior al que nosotros empleamos en la consecución de los honores, deseando
la muerte más que nosotros deseamos la vida, la pobreza más que nosotros la
riqueza, y el trabajo mucho más que otros apetecen el descanso que lo sigue. La
única cosa que él temía era ofender a Dios; lo demás le tenía sin cuidado. Por
esto mismo, lo único que deseaba era agradar siempre a Dios.
Y, lo que era para él lo más importante
de todo, gozaba del amor de Cristo; con esto se consideraba el más dichoso de
todos, sin esto le era indiferente asociarse a los poderosos y a los príncipes;
prefería ser, con este amor, el último de todos, incluso del número de los
condenados, que formar parte, sin él, de los más encumbrados y honorables.
Para él, el tormento más grande y
extraordinario era el verse privado de este amor: para él, su privación
significaba el infierno, el único sufrimiento, el suplicio infinito e
intolerable.
Gozar del amor de Cristo representaba
para él la vida, el mundo, la compañía de los ángeles, los bienes presentes y
futuros, el reino, las promesas, el conjunto de todo bien; sin este amor, nada
catalogaba como triste o alegre. Las cosas de este mundo no las consideraba, en
sí mismas, ni duras ni suaves.
Las realidades presentes las despreciaba
como hierba ya podrida. A los mismos gobernantes y al pueblo enfurecido contra
él les daba el mismo valor que a un insignificante mosquito.
Consideraba como un juego de niños la
muerte y la más variada clase de tormentos y suplicios, con tal de poder sufrir
algo por Cristo». (De las homilías de San Juan Crisóstomo, obispo. Homilía 2
sobre las alabanzas de san Pablo: PG 50, 477-480).