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iento
un profundo respeto por esas descripciones minuciosas de los viejos manuales
de liturgia sobre cómo proceder en la realización de los ritos de la
santa misa. Lo que quizá para otros podría resultar un corsé agobiante, para mí
resulta una garantía de libertad: las rúbricas liberan al oficiante de sí mismo
para representar noble y santamente a Jesucristo.
Entre
los variados gestos de adoración de la misa tradicional, hay uno que me conmueve
hondamente: se trata de la genuflexión que el sacerdote realiza inmediatamente
después de la consagración del pan, sosteniendo la Sagrada Hostia en sus
manos. Así lo describe con detalle un antiguo manual: «Dicha la forma de la consagración, el celebrante se endereza; y,
retirando los codos fuera del altar, de modo que queden tan solo las manos
hasta las muñecas sobre la parte de delante del medio de los corporales, adora
devotamente el Santísimo Sacramento, hincando con lentitud y gravedad la
rodilla derecha».
Es
natural que el estupor de la fe ante lo milagroso se traduzca de inmediato en
un movimiento de profunda adoración. Es natural, por tanto, que el sacerdote, antes
de presentar y levantar la Hostia a la veneración de los fieles, adore a Cristo
que ha venido al mundo en sus propias manos, convertidas ahora en su trono. Se repite la escena evangélica del ciego de nacimiento: «Y cayendo en tierra, le adoró» (Jn 9, 38). Fino gesto del viejo rito que
se añora en la forma ordinaria. Un autor espiritual aconseja que el alma
acompañe este sublime momento con fe y humildad grandes: «Una vez pronunciadas, (las palabras de la consagración) penetra con los ojos de fe en lo que se
esconde bajo las especies sacramentales; arrodillándote entonces, mira con los
ojos de la fe al ejército de los ángeles que te rodea, y adora con ellos a
Cristo con una reverencia tan profunda que humilles tu corazón hasta el abismo»
(Cardenal Juan Bona, El Sacrificio de la
Misa, Rialp 1963, p. 145.)
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