miércoles, 6 de febrero de 2019

FINEZAS DE LA MISA TRADICIONAL


S
iento un profundo respeto por esas descripciones minuciosas de los viejos manuales de liturgia sobre cómo proceder en la realización de los ritos de la santa misa. Lo que quizá para otros podría resultar un corsé agobiante, para mí resulta una garantía de libertad: las rúbricas liberan al oficiante de sí mismo para representar noble y santamente a Jesucristo.
  Entre los variados gestos de adoración de la misa tradicional, hay uno que me conmueve hondamente: se trata de la genuflexión que el sacerdote realiza inmediatamente después de la consagración del pan, sosteniendo la Sagrada Hostia en sus manos. Así lo describe con detalle un antiguo manual: «Dicha la forma de la consagración, el celebrante se endereza; y, retirando los codos fuera del altar, de modo que queden tan solo las manos hasta las muñecas sobre la parte de delante del medio de los corporales, adora devotamente el Santísimo Sacramento, hincando con lentitud y gravedad la rodilla derecha».
  Es natural que el estupor de la fe ante lo milagroso se traduzca de inmediato en un movimiento de profunda adoración. Es natural, por tanto, que el sacerdote, antes de presentar y levantar la Hostia a la veneración de los fieles, adore a Cristo que ha venido al mundo en sus propias manos, convertidas ahora en su trono. Se repite la escena evangélica del ciego de nacimiento: «Y cayendo en tierra, le adoró» (Jn 9, 38). Fino gesto del viejo rito que se añora en la forma ordinaria. Un autor espiritual aconseja que el alma acompañe este sublime momento con fe y humildad grandes: «Una vez pronunciadas, (las palabras de la consagración) penetra con los ojos de fe en lo que se esconde bajo las especies sacramentales; arrodillándote entonces, mira con los ojos de la fe al ejército de los ángeles que te rodea, y adora con ellos a Cristo con una reverencia tan profunda que humilles tu corazón hasta el abismo» (Cardenal Juan Bona, El Sacrificio de la Misa, Rialp 1963, p. 145.)

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