La apoteosis de Santo
Tomas
Francisco de Zurbarán
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Magisterio de la Iglesia de los últimos siglos, guiado por una clara
inspiración de lo alto, no ha cesado de recomendar a Santo Tomás de Aquino como
maestro seguro en el estudio de la ciencia sagrada. Si tan tenaz recomendación fuese
fielmente obedecida, hoy respiraríamos una atmosfera doctrinal mucho más sana y
límpida; no tendríamos que caminar sorteando los escombros de una teología
devenida muchas veces en simple sociología de tintes religiosos. ¡Id a Tomás!, fue la invitación que Pío
XI dirigió a la Iglesia en su encíclica Studiorum
Ducem (29 de junio de 1923), con
motivo de la celebración del sexto centenario de la canonización de Santo Tomás
de Aquino. «Id a Tomás» es también hoy el mejor consejo para trabajar en una
«ecología teológica» que nos permita volver a respirar el aire puro de la fe,
libre de contaminaciones ideológicas totalmente extrañas a la divina
revelación.
Quien
entra en contacto con el pensamiento de Tomás de Aquino siente una fascinación
similar a quien entra en una catedral gótica: su mirada es llevada casi de
inmediato hacia lo alto, el corazón experimenta la libertad de ingresar a un
espacio siempre abierto a lo grandioso, que no oprime, sino que despierta el
deseo silencioso de la contemplación. El dedo de Santo Tomás siempre apunta hacia
Dios, Verdad última y suprema, nunca a sí mismo; por eso, como lo advirtió un
buen amigo suyo, la humildad es condición fundamental para seguir sus huellas: «Si
queremos ser verdaderos discípulos de Tomás de Aquino, cada uno de nosotros
debe –en la pequeña medida de su capacidad– estar presto a seguir su ejemplo,
que es el esconderse obstinadamente detrás de la verdad. La verdad es lo que
importa, no nosotros» (E. Gilson, El amor
a la sabiduría, Caracas 1974, p.61).
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