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sexta estación del Via Crucis -Una
piadosa mujer limpia el rostro de Jesús- nos
presenta una mujer valerosa donde el amor vence al temor: con osadía santa
enjuga el rostro sudoroso y ensangrentado de Cristo. ¡Qué privilegio el de esta
mujer! Fue contada entre las poquísimas personas que pudieron prestar algún
socorro a Jesús en medio de tanta barbarie y crueldad. Su amor y compasión, su audacia
y valentía, fueron retribuidas con una merced singular: el ícono del rostro
doliente de Jesús. «Una mujer, Verónica
de nombre, –escribe San Josemaría en su Via
Crucis– se abre paso entre la
muchedumbre, llevando un lienzo blanco plegado, con el que limpia piadosamente
el rostro de Jesús. El Señor deja grabada su Santa Faz en las tres partes de
ese velo».
Romano
Guardini, comentando este mismo paso de la Pasión, nos ha dejado una
consideración similar: «Jesús, en cambio,
jadea bajo la carga, pero su corazón es tan delicado y se halla tan despierto
que es capaz de valorar el humilde servicio de esta mujer; manifestarle su
aprecio y agradecérselo al modo divino. Enjuga su rostro, y, cuando le devuelve
el paño, éste lleva impresos sus santos rasgos. ¡Oh Señor, qué fuerte y
sensible es tu corazón!» (Via Crucis, VI). En el Via Crucis que compuso el Cardenal Ratzinger para el Viernes santo
de 2005, nos topamos con esta profunda reflexión: «Tu rostro buscaré, Señor, no me escondas tu rostro» (Sal 26, 8-9).
Verónica –Berenice, según la tradición griega– encarna este anhelo que acomuna
a todos los hombres píos del Antiguo Testamento, el anhelo de todos los
creyentes de ver el rostro de Dios. Ella, en principio, en el Vía crucis de
Jesús no hace más que prestar un servicio de bondad femenina: ofrece un paño a
Jesús. No se deja contagiar ni por la brutalidad de los soldados, ni
inmovilizar por el miedo de los discípulos. Es la imagen de la mujer buena que,
en la turbación y en la oscuridad del corazón, mantiene el brío de la bondad,
sin permitir que su corazón se oscurezca. «Bienaventurados los limpios de
corazón –había dicho el Señor en el Sermón de la montaña–, porque verán a Dios»
(Mt 5, 8). Inicialmente, Verónica ve solamente un rostro maltratado y marcado
por el dolor. Pero el acto de amor imprime en su corazón la verdadera imagen de
Jesús: en el rostro humano, lleno de sangre y heridas, ella ve el rostro de
Dios y de su bondad, que nos acompaña también en el dolor más profundo.
Únicamente podemos ver a Jesús con el corazón. Solamente el amor nos deja ver y
nos hace puros. Sólo el amor nos permite reconocer a Dios, que es el amor
mismo» (Cardenal Ratzinger, Via Crucis, VI). Ofrezcamos también a Cristo el paño blanco de nuestra alma pura donde pueda grabar y reproducir su auténtico rostro, y así sentirnos
arrastrados por el «deseo disparatado de contemplar su Faz» (San
Josemaría Escrivá, Via Crucis, VI,
2).
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