Aunque la Constitución Sacrosanctum Concilium del Vaticano II no utiliza el término «inculturación», para muchos, este término ha llegado a significar casi el fin mismo de la reforma litúrgica promovida por el Concilio. Bajo la ambigua sombra de este neologismo, la liturgia ha sufrido un lamentable abaratamiento, mediante la incorporación de elementos folclóricos, pintorescos y hasta extravagantes, que han dañado seriamente su carácter sagrado. No obstante su manifiesto fracaso, se nos insiste una y otra vez a seguir caminando por esta senda de progresiva vulgarización del culto. Creo que nuestra liturgia no está necesitada de «inculturación», sino de «sublimación», esto es, de un empeño constante por ajustarse y ser el más precioso reflejo de la liturgia celeste, aquella que el Cordero inmaculado ejerce en su trono celestial, reuniendo el cielo y la tierra en una grandiosa obra de glorificación a la Trinidad Beatísima. Desde esta óptica, propongo la lectura del siguiente texto tomado de un clásico espiritual:
«C |
risto ha venido a cumplir entre nosotros una obra de alabanza, una obra litúrgica.
Y la cumple todavía, porque, como Verbo encarnado, Jesús es sacerdote, el Apóstol y el Pontífice de la religión que profesamos (Hb 3, 1). Y la cumplirá eternamente, porque el sacerdocio es su estado fundamental, lo más radical que hay en Él: posee un sacerdocio eterno (Hb 7, 24). Y el Padre le ha dicho: Tú eres sacerdote sempiterno (Sal 109, 4).
Así le vemos nosotros presidir, en el cielo y en la tierra, la única liturgia.
En
una de las más sublimes visiones del Apocalipsis nos muestra San Juan a
nuestro Pontífice ejerciendo su sacerdocio en la asamblea de los elegidos, en
el centro de la creación rescatada, en medio del trono mismo donde se sienta el
Señor. El Espíritu septiforme reposa sobre Él e inspira su sacerdocio. Está de
pie como un sacrificador.
Él es inmolado como la víctima universal. Y da gloria al que era, al que es y al que será. Y he aquí que todos los habitantes se unen al Cordero para celebrar a Aquel a quien el Cordero se inmola: Digno eres, ¡oh Señor, Dios nuestro!, de recibir la gloria, el honor y el poderío, porque Tú creaste todas las cosas... Santo, Santo, Santo es el Señor Todopoderoso... Y adoran, y se prosternan, y deponen sus corazones para testimoniar que su victoria y su gloria vienen solo del Señor.
Pero los elegidos se vuelven hacia el Cordero, que recibe también la alabanza que le es debida. Mientras ejerce su soberano sacerdocio se prosternan ante Él, y con acordes poderosos hacen resonar el Digno es el Cordero que ha sido sacrificado de recibir el poder, y la divinidad, y la sabiduría, y la fortaleza, y el honor, y la gloria, y la bendición (Ap 4, 5).
Tales son las grandes líneas de la liturgia cuyos esplendores se desenvuelven sin cesar en los cielos bajo la presidencia de Jesús, Pontífice universal, y bajo el soplo del Espíritu Santo, por quien el Cordero se ofrece a Dios como una hostia sin mancha (Hb 9, 14).
Pues bien, la liturgia que se reproduce entre nosotros en el altar es exactamente la misma: el mismo sacerdocio, el mismo sacerdote, la misma víctima, la misma inmolación, el mismo fin que se ha de alcanzar. Solo está cambiando la forma exterior: la iglesia triunfante celebra el sacrificio en la visión; la Iglesia militante lo celebra en la fe. Pero no hay más que una liturgia. A toda hora, de la creación purificada y santificada, sube un concierto admirable hasta el trono del Todopoderoso para bendecirle, exaltarle y glorificarle por el Cordero que se inmola; voces sin número de la multitud inmensa de rescatados, que se elevan desde todas las partes de la tierra y del cielo entero; pero todas estas voces no forman más que un concierto único, cantan la única alabanza y celebran la única liturgia.
He
aquí por qué Jesús ha ofrecido su sacrificio en el Calvario, y por qué ha
perpetuado su sacrificio por la Eucaristía: para que perpetuamente suba hacia
Dios la alabanza de gloria» (M. V. Bernadot, De la
Eucaristía a la Trinidad, Madrid 2004, pp. 119-121)
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