En su libro Resurgimiento
en medio de la crisis. Sagrada liturgia, Misa tradicional y renovación de la
Iglesia –obra que recoge una selección de ensayos breves sobre la belleza y
la fuerza santificadora y apostólica de la misa tradicional–, Peter Kwasniewski
nos ofrece un testimonio de la impresión profunda que dejó en su alma la
experiencia de la misa antigua vivida en el silencio de la abadía de Le
Barroux, en Francia. En verdad, cualquier muchacho piadoso que haya
estudiado en un colegio de religiosos podría contar una experiencia similar. El
desfile matinal de sacerdotes portando el cáliz velado en sus manos en
dirección a un altar lateral de la iglesia, precedido de un alumno que le abría
paso y le ayudaría la santa misa, era una escena habitual en las capillas de
los grandes colegios católicos antes del Concilio. El texto que recojo a
continuación me parece adecuado como muestra de una idea que surca toda la obra
del Dr. Kwasniewski: la difusión de la Misa tridentina o forma extraordinaria
del Rito Romano, con todo su significado litúrgico, teológico y espiritual, es
un elemento fundamental para el futuro de la Iglesia. Así como la yedra solo
puede levantarse del suelo si se adhiere a un tronco por el que trepar, así
también la vida de la Iglesia está más necesitada que nunca de este sagrado tronco litúrgico para resurgir con fuerza en medio de nuestro mundo desolado y secularizado.
* * *
«Recuerdo aquellas benditas madrugadas que pasé en el monasterio de Le Barroux, en Francia, contemplando, en la oscura iglesia románica, cómo iban saliendo de la sacristía los monjes y sus acólitos, uno tras otro, hacia altares laterales individuales, donde comenzaban a susurrar las oraciones de la Misa inmortal. Los pocos visitantes presentes elegían una capilla, de las muchas en uso, se arrodillaban en el duro suelo de piedra, y seguían la Misa en sus propios misales, mientras oían, débilmente, las señales de muchas otras Misas dichas simultáneamente bajo las mismas bóvedas. Nunca olvidaré el momento de la consagración en la capilla de mi monje anónimo, cuando, en medio de un silencio tan denso y bello como el que, me imagino, el cielo nos tiene reservado luego de este mundo lleno de ruido, oí no sólo la campanilla del acólito vecino que sonaba claramente en el vacío, sino también, y casi al mismo tiempo, un coro de campanillas de otros acólitos que sonaban en toda la iglesia a medida que docenas de sacerdotes hacían la genuflexión ante la Hostia y el Cáliz consagrados, y elevaban el precioso Cuerpo y Sangre del Señor hacia la Santísima Trinidad, observados por incontables ángeles y unos pocos hombres mortales. Recuerdo haberme llenado de la sensación irrefragable de que la única razón por la que el sol salía y se ponía, la única razón por la que Dios Todopoderoso no había todavía aniquilado la vida en este planeta, como lo hizo en Sodoma y Gomorra, era el Santo Sacrificio ofrecido por estos monjes devotos y muchos otros como ellos.
Lo que
experimenté -inexpresable en palabras- fue el sentimiento de que la Misa está
absolutamente enfocada en Dios, y en el agrado que ella causa a Dios. La visita
a Le Barroux me hizo darme cuenta de cuán obstinadamente errados fueron los
reformadores de Bugnini, no sólo en el tema de la Misa privada, sino en el del
verdadero propósito del culto litúrgico y, por consiguiente, de todos los
accesorios y aspectos accidentales que le pertenecen». (Peter
Kwasniewski, Resurgimiento en medio de la crisis, Angelico Press, 2019.
p. 107).
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