Entre las súplicas que componen las letanías en honor de San José nos encontramos esta sugestiva invocación, llena de densidad teológica: José, terror de los demonios, ruega por nosotros. Nada infunde tanto pavor a Satanás como la humildad, la sencillez y el silencio de las almas santas y escondidas; es algo que, a pesar de su aguda inteligencia luciferina, su orgullo no le permite entender ni soportar. Michel Gasnier, en su obra Los silencios de San José, nos ofrece una luminosa reflexión en este sentido:
José, «no protestaba por
los callos de sus manos, cada vez más duros, por el sudor que perlaba por su
frente y secaba con el dorso de su mano, antes bien cantaba mientras trabajaba
en su taller. Cantaba al ritmo de su mazo y repetía los versículos del salmo
150 que su tatarabuelo David había compuesto:
¡Alabad al Señor con arpas
y cítaras!
¡Alabadla con tambores y
danzas!
¡Alabadle con instrumentos
de cuerda y con flautas!
¡Alabadle con platillos
sonoros!
¡Alabadle con platillos
resonantes!
El címbalo que José tañía
era su hacha, su flauta una regla, su tímpano una garlopa, su salterio una
sierra, su cítara un martillo. Mientras los utilizaba, su corazón permanecía
unido a Dios y su alma se elevaba hacia él.
El demonio jamás
franqueaba la puerta de su taller. Se sentía confundido y desarmado frente a
este hombre humilde. Por listo que fuese, no era capaz de comprender el
misterio de quien le parecía a la vez indefenso y inexpugnable. No sabía por
donde atacarle, por donde tentarle. Para tener éxito con un alma, necesita
encontrar en ella un mínimo de rebelión, un esbozo del Non serviam! Pero
este misterioso carpintero parecía tan feliz aserrando troncos de árboles y
dando forma a las ruedas de las carretas, que Satanás odiaba hasta el ruido de
su martillo y de su sierra, que, a sus oídos, sonaba como una música religiosa.
El espectáculo de aquel hombre justo era una tortura para él» (M. Gasnier, Los
silencios de San José, Ed. Palabra 2002, p. 41-42).
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