A
estas alturas del partido es razonable pensar, que tanto el Venerable Pablo VI
como Monseñor Marcel Lefebvre gozan ya de la visión de Dios en la patria bienaventurada.
Qué mansiones ocupan uno y otro, quién llegó antes o después, qué
purificaciones fueron necesarias para alcanzar la meta, solo Dios lo sabe. Mientras
vivían en este mundo, a nadie se le oculta que la testarudez de ambos
terminó en cortocircuito El obispo
francés conocía bien cuál era la tecla que debía tocar para enfurecer al Papa:
tocar su Concilio; y en tocar esta
tecla fue extremadamente testarudo. A su vez Pablo VI no se quedó atrás en la
testarudez de negar a Mons. Lefebvre toda posibilidad de llevar a cabo su
proyecto acariciado: una Fraternidad con su propio seminario donde continuar la
experiencia de la Tradición. Y sin embargo estoy convencido de que ambos estaban
secretamente unidos por un apasionado amor a Cristo y a su Iglesia. Pues bien,
en la hipótesis absolutamente realista de que hoy por hoy, Juan Pablo II, Pablo
VI y Marcel Lefebvre son santos comensales de una misma mesa celestial, ¿tienen
derecho sus hijos y los organismos pertinentes de la Santa Sede a seguir con
esta interminable riña, en ocasiones
casi infantil? Desde que este problema pasó a depender de la Sagrada
Congregación para la Doctrina de la Fe no ha hecho más que complicarse y
dilatarse; y no me extraña, porque nunca ha sido un problema de fe sino de
caridad. Y los problemas de caridad no se solucionan con firmas ni preámbulos
sino con un abrazo fraterno, semejante al que se dieron Pablo y Esteban cuando
se encontraron por segunda vez en el paraíso. Dios quiera que la sencillez y
espontaneidad del Papa Francisco, padre común de todos los católicos, atine a
solucionar cuanto antes este problema, que tiene mucho de artificial y poco de
real. Caritas Christi urget nos!
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