Gloria
a ti, mi Señor Jesucristo, por las burlas que soportaste cuando fuiste
revestido de púrpura y coronado con punzantes espinas, y aguantaste con una
paciencia inagotable que fuera escupida tu faz gloriosa, que te taparan los
ojos y que unas manos brutales golpearan sin piedad tu mejilla y tu cuello.
Alabanza a ti, mi Señor Jesucristo, que te
dejaste ligar a la columna para ser cruelmente flagelado, que permitiste que te
llevaran ante el tribunal de Pilato cubierto de sangre, apareciendo a la vista
de todos como el Cordero inocente.
Honor a ti, mi Señor Jesucristo, que, con
todo tu glorioso cuerpo ensangrentado, fuiste condenado a muerte de cruz,
cargaste sobre tus sagrados hombros el madero, fuiste llevado inhumanamente al
lugar del suplicio, despojado de tus vestiduras, y así quisiste ser clavado en
la cruz.
Honor para siempre a ti, mi Señor Jesucristo,
que, en medio de tales angustias, te dignaste mirar con amor a tu dignísima
madre, que nunca pecó ni consintió jamás la más leve falta; y, para consolarla,
la confiaste a tu discípulo para que cuidara de ella con toda fidelidad.
Bendito seas por siempre, mi Señor
Jesucristo, que, cuando estabas agonizando, diste a todos los pecadores la
esperanza del perdón, al prometer misericordiosamente la gloria del paraíso al
ladrón arrepentido.
Alabanza eterna a ti, mi Señor Jesucristo,
por todos y cada uno de los momentos que, en la cruz, sufriste las mayores
amarguras y angustias por nosotros, pecadores; porque los dolores agudísimos
procedentes de tus heridas penetraban intensamente en tu alma bienaventurada y atravesaban
cruelmente tu corazón sagrado, hasta que dejó de latir y exhalaste el espíritu
e, inclinando la cabeza, lo encomendaste humildemente a Dios tu Padre, quedando
tu cuerpo invadido por la rigidez de la muerte. (Oración 2: Revelationum S. Birgittae libri, 2, Roma 1628, pp. 408-410)
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