La
liturgia de la Iglesia no duda en aplicar a María Magdalena estas palabras del
Cantar de los Cantares: “Me levantaré y
daré vueltas por la ciudad, y buscaré por las calles al amado de mi alma. Le
busqué, mas no le hallé. Encontráronme los guardas que rondan la ciudad, y les
dije: ¿No habéis visto al amado de mi alma? Dejélos, y a pocos pasos encontré
al que ama mi alma. Le así para no soltarlo…” (Cant. 3, 2-6). Buscó con amor, lloró con amargura, perseveró con
firmeza; y mereció el privilegio de ser la primera en ver la gloria de
Jesucristo resucitado. El mismo Tomás de Aquino, en su comentario al Evangelio
de San Juan, ha querido señalar tres aspectos de la admirable y amorosa
devoción de la Magdalena por su Señor. En primer lugar se trata de una devoción
llena de constancia, pues mientras los discípulos se retiraron pronto del
sepulcro María Magdalena, llevada de un afecto más fuerte y vehemente, permanece
allí, cercana al sepulcro. En segundo lugar la profundidad de su devoción viene
manifestada por la abundancia de sus lágrimas; finalmente su devoción se hace
más y más patente por la diligencia con que buscó al Señor hasta encontrarlo
(Cfr. In Io. Evan., C. XX, lect. 2). Todo
un grandioso ejemplo de búsqueda de Cristo por parte de un alma en extremo enamorada.
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