Padre J. A. Williams
junto al Estrecho de Magallanes
Punta Arenas, Chile
Cuando
por los años setenta se generalizaba en la Iglesia el abandono de la sotana por
un extraño afán de no manifestar externamente la condición sacerdotal, San
Josemaría Escrivá no cesaba de inculcar a los sacerdotes la necesidad de vestir
el traje sacerdotal, de modo particular el hábito talar. Suyas son las palabras
que recojo a continuación, tomadas en coloquios o tertulias de aquellos años:
«Quiero insistir en que estiméis el traje talar, que tanto
respeto nos merece. No es posible que nos dé vergüenza que nos reconozcan como
lo que somos, como sacerdotes. Ahora que se habla tanto de testimonio, éste es
un hermoso testimonio: ser hombres que no se avergüenzan de ser sacerdotes, que
no se esconden, que no se disfrazan. Además, de otra forma, es muy difícil ir
bien cuidado. La sotana tiene siempre una cierta dignidad».
«Los sacerdotes tenemos que mostrar que somos sacerdotes, de
un modo que sea evidente para todos. Si no llevase una manifestación externa de
mi sacerdocio, muchas personas que podrían acudir a mí en la calle, o en
cualquier otro sitio, no vendrán porque no saben que soy ministro de Dios».
«Los fieles se sienten confirmados en la fe, asegurados en
la fe, miran con un cariño loco al sacerdote que no se esconde».
Tres
razones creo vislumbrar en estos textos que parecen validar suficientemente el
uso de la sotana:
1° Testimonio: La sotana como
vestimenta propia del sacerdote es
ante todo un precioso testimonio de amor a la propia vocación y un hermoso
signo de su pertenencia a Dios.
2° Servicio: La sotana manifiesta
sobremanera la disposición del sacerdote de estar pronto a servir a las almas.
3° Dignidad: la sotana asegura al
sacerdote un porte externo digno y conveniente a su condición de representante
de Cristo y dispensador de los misterios de Dios.
Algo
de esto atisbaba un joven monaguillo, con claras inquietudes vocacionales, cuando
confidenciaba a sus padres: yo quiero ser
sacerdote, pero de los de sotana.
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