domingo, 28 de abril de 2019

DESCENDIÓ A LOS INFIERNOS

Duccio, Descenso de Cristo a los infiernos. 

Copio a continuación un punto del Catecismo Romano sobre el sentido salvífico del descenso de Cristo a los infiernos.

Por qué causas quiso Cristo bajar a los Infiernos.

D
espués de haber explicado lo que antecede, se enseñará que Cristo nuestro Señor bajó a los Infiernos para llevar consigo al Cielo, arrancando su presa a los demonios, a aquellos santos Padres y demás almas piadosas, libres de la prisión, lo cual realizó admirablemente y con grande gloria; porque enseguida su presencia llevó a los cautivos una luz clarísima, e inundó sus almas de alegría y gozo inmensos; comunicándoles también la deseada felicidad, que consiste en la visión de Dios: con lo cual se cumplió lo que había prometido al ladrón, diciéndole: Hoy estarás conmigo en el Paraíso (Luc., XXIII, 43). Y esta libertad de los justos había sido predicha mucho antes por Oseas de este modo: ¡Oh muerte! Yo he de ser la muerte tuya; seré tu destrucción, ¡oh infierno! (Ose., XIII, 14). Esto también significó el profeta Zacarías diciendo: Y tú mismo ¡oh Salvador!, mediante la sangre de tu Testamento, has hecho salir a los tuyos, que estaban cautivos, del lago, o fosa, en que no hay agua (Zach., IX, 11). Lo mismo, por último, expresó el Apóstol con estas palabas: Despojando a los principados y potestades infernales, los sacó valerosamente en público, y llevólos delante de sí, triunfando de ellos, en su propia persona (Coloss., II, 15.). Más para comprender mejor la grandeza de este misterio, debemos recordar con frecuencia: que por los méritos de su pasión han conseguido la salvación los justos, no solo los que existiesen después de la venida del Señor, sino también los que le habían precedido después de Adán, y los que han de existir hasta el fin del mundo. Por consiguiente, antes que el Señor muriese y resucitase, para nadie estuvieron abiertas las puertas del Cielo, sino que las almas de los justos, cuando éstos morían, eran llevadas al Seno de Abraham, o, como ahora sucede también, a aquellas que tienen algo que purgar o satisfacer, se purificaban en el fuego del Purgatorio. Hay también otra causa para que bajara Cristo nuestro Señor a los Infiernos: para manifestar también allí su poder y majestad, como lo había manifestado en el Cielo y en la Tierra, a fin de que a su Nombre se doble toda rodilla de los seres celestes, de los de la tierra y de los infiernos (Philip., II, 10). ¿Quién no admirará en este misterio y se asombrará de la infinita bondad de Dios, que no solo quiso sufrir muerte cruelísima por nosotros, sino también penetrar las partes más profundas de la Tierra, para llevar al Cielo, sacándolas de allí, a sus muy queridas almas? (CATECISMO ROMANO DEL CONCILIO DE TRENTO, PARTE I, CAP. VI, 6).

lunes, 22 de abril de 2019

50 AÑOS DEL «NOVUS ORDO MISSÆ»: LUCES Y SOMBRAS


El Papa Pablo VI celebra la primera misa en italiano 
en la iglesia de Todos los Santos en Roma, el 7 de marzo de 1965.

Presentamos una traducción al castellano del interesantísimo artículo de Don Alcuin Reid sobre la Constitución Missale Romanum de Pablo VI con motivo de cumplirse 50 años de su promulgación (3 de abril de 1969). El artículo, que resume un trabajo más amplio del mismo autor, apareció en la prestigiosa página New Liturgical Movement (NLM), pionera de las nuevas tendencias litúrgicas en la Iglesia. El autor, un reconocido liturgista de la Orden benedictina, nos ofrece una ponderada valoración del nuevo Ordo Missæ en este medio siglo de existencia, con sus indudables luces y sombras. Un texto sutil y sugerente, que bien puede servir como base de un debate sereno y lúcido sobre el tema.

La Constitución Missale Romanum 
de Pablo VI, 50 años después

Por Alcuin Reid

Agradecimiento y presentación de Gregory Dipippo, editor de NLM 

Estamos muy agradecidos a Dom Alcuin Reid OSB por compartir con NLM este artículo, conmemorando el 50 aniversario de la Constitución Apostólica Missale Romanum por la que el Papa Pablo VI promulgó por vez primera el Novus Ordo Missae. Dom Alcuin es el Prior fundador del Monasterio Saint-Benoît (www.msb-lgf.org) en la diócesis de Fréjus-Toulon, Francia, y es el Coordinador Internacional de las iniciativas «Sacra Liturgia». Este artículo se basa en su trabajo «En el aula conciliar: el debate de los Padres Conciliares sobre el esquema de la Sagrada Liturgia», publicado en U.M. Lang (ed.) La auténtica renovación litúrgica desde una perspectiva contemporánea (Bloomsbury, 2017).

* * *

H
oy se cumplen 50 años desde que San Pablo VI firmara la Constitución Apostólica Missale Romanum por la que promulgaba un nuevo Ordinario de la Misa (Ordo Missae) para el rito romano; un paso muy significativo en la aplicación de la reforma litúrgica propiciada por el Concilio Vaticano II.

Esto no se trató en ningún caso de algo inesperado. La Constitución Conciliar Sacrosanctum Concilium sobre la Sagrada Liturgia (nº 50) había establecido claramente:

«Revísese el Ordinario de la Misa, de modo que se manifieste con mayor claridad el sentido propio de cada una de sus partes y su mutua conexión y se haga más fácil la piadosa y activa participación de los fieles.

En consecuencia, simplifíquense los ritos, conservando con cuidado la sustancia; suprímanse aquellas cosas menos útiles que con el correr del tiempo se han duplicado o añadido, restablézcanse, en cambio, de acuerdo con la primitiva norma de los Santos Padres, algunas cosas que han desaparecido a causa del tiempo, según se estime conveniente o necesario».

Sin embargo, cuando todavía este artículo de la Constitución era debatido en el aula Conciliar a fines de octubre y principios de noviembre de 1962, provocó una controversia no menor entre los Padres Conciliares, pues algunos entre ellos temían «una revolución» en lugar de un desarrollo orgánico del Ordo Missae, como lo exigía el principio enunciado en el nº 23 de la misma Constitución. Tal fue la consternación, que el 5 de noviembre uno de los obispos en la comisión litúrgica del Concilio emitió una aclaración: «Hodiernus Ordo Missæ, qui decursu saeculorum succrevit, certe retinendus est». (El actual Ordo Missae, que ha crecido en el curso de los siglos, sin duda debe ser conservado), junto con ejemplos específicos de cómo esta garantía debía ser interpretada (las llamadas Declaraciones).

Sobre la base de esta garantía y de las explicaciones detalladas que la acompañaban, se aprobó el artículo y, a su debido tiempo, pasó a formar parte de la Constitución. Se puede ver aquí bastante de aquello que fue anticipado en el Ordo Missae promulgado en enero de 1965: cierta reducción en las adiciones «más recientes» al rito, tanto al principio como al final de la Misa, alguna simplificación de los gestos, el añadido de la oración de los fieles, etc.

Sin embargo, es un hecho que el órgano encargado de la aplicación de la Constitución Conciliar sobre la Sagrada Liturgia –el Consilium– organizado por su ingenioso y muy controvertido secretario, el Padre (más tarde Arzobispo) Annibale Bugnini CM, tenía poca intención de un desarrollo modesto del Ordo Missae, como lo demuestran los esquemas (los borradores de trabajo) del grupo 10 de estudio del mismo Consilium. La intención era simplificar radicalmente y reconstruir con toda libertad. De hecho, en 1967 y 1968, Pablo VI consideró necesario insistir personalmente en que se conservara la señal de la cruz al comienzo de la Misa; que el Kyrie no se omitiera cuando se cantara el Gloria; que algunas oraciones deberían mantenerse en el ofertorio y que deberían hablar expresamente de «ofrenda» y que el Orate Fratres no fuese abolido. También se debió a la insistencia personal de Pablo VI que el Canon Romano (Plegaria eucarística I) no fuera completamente desechado.

El Ordo Missae promulgado por Pablo VI hace cincuenta años no fue entonces todo lo radical que deseaban muchos de los reformadores. Pero ¿respetó la garantía dada a los Padres Conciliares de que «el actual Ordo Missae, que ha crecido a lo largo de los siglos, sin duda debe ser conservado»?

Uno puede discutir interminablemente sobre elementos individuales de cualquier reforma: si este gesto o texto debería o no debería dejarse de lado o introducirse, etc.; de hecho, cualquier rito litúrgico a lo largo del tiempo ha incorporado y prescindido de tales elementos de un modo gradual, orgánico, por decirlo así. Y tales reformas no significaron cambios desproporcionados ni innovaciones sustanciales; tampoco los Padres Conciliares del Vaticano II las autorizaron.

Sin embargo, del Ordo Missae promulgado el 3 de abril de 1969 puede decirse con seguridad, en palabras del mismo Pablo VI, que sí contiene esas innovaciones: «La gran innovación», anuncia «se refiere a la Plegaria Eucarística». Se añadieron tres nuevas plegarias eucarísticas (y otras más vinieron después) a pesar de que los Padres del Concilio ni desearon ni propusieron una reforma tan radical: el Canon Romano había sido el ancla de la unidad sustancial del rito romano (en todas sus variantes legítimas) por más de mil años. Pablo VI también alteró la fórmula de la Consagración para estandarizarla entre las diversas plegarias eucarísticas. Independientemente de la prudencia de esta acción, estaba dentro de su autoridad hacerlo. También se puede argumentar que la reforma ritual y textual de los ritos del ofertorio fue una innovación sustancial, particularmente en lo teológico, más aún en algunas traducciones vernáculas posteriores como la francesa.

Si la cantidad de pequeños cambios rituales y textuales sea en verdad desproporcionada o no es una cuestión de juicio. Recuerdo nada menos que a Michael Davies opinando que el Ordo Missae de 1965 no era una ruptura radical con la Tradición (abolió las oraciones al pie del altar y el último Evangelio, etc.). Klaus Gamber sostuvo que era la aplicación auténtica del Concilio.

Pero demos el juicio sobre el Ordo de 1969 al mismo Pablo VI. En su Audiencia General del 19 de noviembre de 1969, pocas semanas antes de la puesta en práctica del nuevo rito, el Papa explicó:

«La misa se celebrará de una manera bastante diferente a la que hemos estado acostumbrados a celebrar en los últimos cuatro siglos, desde el reinado de San Pío V, luego del Concilio de Trento, hasta el presente.

Este cambio tiene algo de sorprendente, algo de extraordinario, puesto que la Misa es considerada como la expresión tradicional e intocable de nuestra adoración religiosa y de la autenticidad de nuestra fe».

Este cambio «sorprendente» fue, por supuesto, llevado a cabo por un acto intransigente de autoridad positiva, como deja claro el mismo discurso:

«No es un acto arbitrario. No es un experimento transitorio u opcional. No es una improvisación de algún diletante. Es una ley. Ha sido pensado por expertos autorizados en la liturgia sagrada; ha sido discutido y meditado durante mucho tiempo. Haremos bien en aceptarlo con gozoso interés y ponerlo en práctica de manera puntual, unánime y cuidadosa».

Tal positivismo jurídico plantea cuestiones que nos llevarían demasiado lejos, pero el que se considerase necesaria aquella fuerza es en sí mismo una indicación de que el «cambio extraordinario» provocado por la Constitución Apostólica promulgada hace 50 años no fue un desarrollo orgánico, sino un cambio de proporción significativa.

Puede también hallarse evidencia de la desproporción de lo que Pablo VI describió en su Audiencia General del 26 de noviembre del mismo año como «la innovación litúrgica del nuevo rito de la misa», en las reacciones negativas tras la promulgación y aplicación del nuevo Ordo Missae, entre las cuales la más prominente es la famosa «Intervención» de 1969 precedida por una carta firmada por dos cardenales, Ottaviani y Bacci.

Menos obvio, pero no menos real, fue el rápido y radical descenso de la asistencia a la misa que siguió a la introducción de los nuevos ritos. Hay evidencia de ese descenso cada vez más atestiguada por estudios sociológicos acreditados. Es cierto que aquí hay muchos factores involucrados, pero sigue siendo un hecho que la promulgación de un nuevo Ordo Missae y sus ritos auxiliares no dio lugar, como se esperaba, a una nueva primavera de la vida cristiana y el culto en la Iglesia occidental. Tampoco frenó el declive: más bien, hay evidencia de que contribuyó a él.

Uno puede argumentar, por supuesto, que la culpa recae en los «abusos» del nuevo  Ordo Missae y que cuando se celebra como se pretendía está bien. El abuso litúrgico hizo, y lamentablemente sigue haciendo, un daño indecible a los hijos de Dios, y la tolerancia cero es la única política justa con respecto a ellos.

Pero los propios nuevos ritos se basaron inconscientemente en un supuesto que los ha socavado cada vez más a medida que pasan los años: que quienes los celebran, tanto los ministros litúrgicos como los fieles laicos, tienen una catequesis y formación litúrgica y teológica suficientemente sólidas. Es decir, es posible que Pablo VI, Annibale Bugnini, sus parientes y amigos educados, etc., que se habían formado bien en la Fe y en la Sagrada Liturgia antes de la reforma, pudieran celebrar los ritos radicalmente reformados con un efecto perjudicial mínimo en su vida de fe. Verse libres de aquella supuesta «acumulación» de ritos puede incluso haberlos mejorado psicológicamente. Pero para aquellos con perspectivas diferentes, para personas con formación mínima y, en los años siguientes, para aquellos que fueron sometidos a catequesis o formación teológica débil o incluso errónea, los nuevos ritos reducidos en sí mismos fueron precisamente eso: un edificio despojado, cada vez más golpeado por los vientos fríos del mundo posmoderno, y que ofrece una «liturgia light» en lugar de un refugio sólido, cómodo y familiar, fortaleza y sustento.

Psicológica y pastoralmente, entonces, el nuevo Ordo Missae ha dejado mucho que desear. Esto no quiere decir que muchos, muchos católicos no lo aceptaran en obediencia y vivan, oren y perseveren en la fe teniéndolo como la «fuente y cumbre» de su vida y misión cristiana. Pero los que lo hacen semana tras semana son una minoría cada vez mayor de los fieles bautizados y, si tomamos en serio las motivaciones declaradas del Concilio y de Pablo VI, cincuenta años más tarde debemos volver a examinar la cuestión de la reforma de la Misa. Necesitamos preguntarnos si, después de todo, parte de lo que fue desechado puede haber sido valioso, entonces y hoy.

Esta conversación, que comenzó hace unos veinte años por el llamado del entonces cardenal Ratzinger a la discusión de una «reforma de la reforma litúrgica» y a un nuevo movimiento litúrgico, y que ha continuado en nuestros días el prefecto de la Congregación para el Culto Divino del Papa Francisco, Cardenal Sarah, está bien encaminada y ya está dando muchos frutos en la formación litúrgica de muchos, especialmente de los jóvenes. Además, que el Papa Benedicto XVI estableciera que los ritos litúrgicos más antiguos puedan celebrarse libremente en la Iglesia occidental ha asegurado el deseo del Concilio de que el Ordo Missae que creció a lo largo de los siglos efectivamente se conserve, al menos para quienes lo desean. El fenómeno de la atracción de los jóvenes por la liturgia más antigua y el alto nivel de participación plena, consciente y activa que se encuentra en las celebraciones contemporáneas del usus antiquior es algo que también debe tenerse en cuenta en esta conversación.

Ciertamente, 50 años después de su promulgación, no hay ninguna señal de que el  Ordo Missae de Pablo VI vaya a irse próximamente a alguna parte. E incluso siendo un desarrollo inorgánico y una reforma desproporcionada mantenida en su lugar por un extraordinario acto de positivismo legal, cuando se celebra de acuerdo con la mente de la Iglesia y en un espíritu de continuidad con la tradición litúrgica, es sin embargo algo válido y bueno. Medio siglo le ha dado su lugar en la vida de la Iglesia, aunque no tan exclusivamente como aquellos que lo construyeron y quienes lo impusieron desearían. Después de todo, la Iglesia tiene espacio para «tesoros antiguos y nuevos» (Mateo 13, 52).

Los próximos 50 años sin duda aportarán cierta claridad a lo que todavía es, a veces, una pregunta demasiado sensible para que algunos clérigos y laicos la consideren desapasionadamente, si es que llegan a hacerlo. Pero esta dificultad pasará. Lo que los liturgistas escribirán para el centenario el 2069 aún está por verse. Nuestra tarea hoy es, sin duda, ser lo más honestos y objetivos que podamos sobre los temas en cuestión, y hacer lo que podamos para asegurar la participación real y óptima de todos los fieles de Cristo en la «fuente principal e indispensable de la que todos los fieles deben derivar el verdadero espíritu cristiano» (Sacrosanctum Concilium 14, citando a San Pío X) que es de hecho la Liturgia Sagrada, a través de su correcta celebración en cualquier circunstancia. Y si llegáramos a descubrir que los ritos más antiguos son más eficaces para lograrlo, no temamos. Porque es el fin último (la salvación de las almas) lo que Pablo VI tuvo a la vista hace 50 años y lo que todavía es importante, no sus decisiones prudenciales con respecto a ritos particulares, cualquiera que sea el mérito que hayan tenido entonces o ahora.

Texto original: newliturgicalmovement.org
Traducción de J. Herrera

viernes, 19 de abril de 2019

UNA MIRADA CONTEMPLATIVA AL CRUCIFICADO


«Mirad, almas rescatadas, mirad a vuestro Redentor clavado en la cruz; toda su figura respira amor y nos convida amarle; la cabeza inclinada para darnos el beso de la paz, los brazos extendidos para estrecharnos contra su pecho; su corazón abierto para amarnos» (San Alfonso María de Ligorio).



MISA TRADICIONAL «IN CENA DOMINI»


Misa vespertina in Cena Domini celebrada ayer en la capilla Damenstiftskirche St. Anna de Múnich. La atención pastoral de este pequeño y hermoso templo está confiada a la Fraternidad San Pedro.









jueves, 18 de abril de 2019

EL DON DE LA EUCARISTÍA

Cristo no quiso que entre Él y su Iglesia hubiese otra prenda
que despertarse su memoria, sino sólo Él

Ardientemente he deseado comer esta Pascua con vosotros antes de padecer (Lc 22, 15), dijo Jesús a sus discípulos puesto ya con ellos a la mesa para celebrar la Pascua. Y algo de lo que significaba ese deseo que albergaba su Corazón la noche antes de morir, nos lo insinúa esta piadosa reflexión de San Pedro de Alcántara sobre la institución del Santísmo Sacramento.

«P
ara entender algo de este misterio, has de presuponer que ninguna lengua criada puede declarar la grandeza del amor que Cristo tiene a su Esposa la Iglesia; y, por consiguiente, a cada una de las ánimas que están en gracia, porque cada una de ellas es también esposa suya. Pues queriendo este Esposo dulcísimo partirse de esta vida y ausentarse de su Esposa la Iglesia (porque esta ausencia no le fuese causa de olvido), dejóle por memorial este Santísimo Sacramento (en que se quedaba Él mismo), no queriendo que entre Él y ella hubiese otra prenda que despertarse su memoria, sino sólo Él. Quería también el Esposo en esta ausencia tan larga dejar a su Esposa compañía, porque no se quedase sola; y dejóle la de Este Sacramento, donde se queda Él mismo, que era la mejor compañía que le podía dejar. Quería también entonces ir a padecer muerte por la Esposa y redimirla, y enriquecerla con el precio de su sangre. Y porque ella pudiese (cuando quisiese) gozar de este tesoro, dejóle las llaves de él en este Sacramento; porque (como dice San Crisóstomo, Homil. 84 in Ioan.) todas las veces que nos llegamos a él, debemos pensar que llegamos a poner la boca en el costado de Cristo, y bebemos de aquella preciosa Sangre, y nos hacemos participantes de Él. Deseaba, otrosí, este celestial Esposo, ser amado de su Esposa con grande amor y para esto ordenó este misterioso bocado con tales palabras consagrado que quien dignamente lo recibe, luego es tocado y herido de este amor.
Quería también asegurarla, y darle prendas de aquella bienaventurada herencia de gloria, para que con la esperanza de este bien pasase alegremente por todos los otros trabajos y asperezas de esta vida. Pues para que la Esposa tuviese cierta y segura la esperanza de este bien, dejóle acá en prendas este inefable tesoro que vale tanto como todo lo que allá se espera, para que no desconfiase, que se le dará Dios en la gloria, donde vivirá en espíritu, pues no se le negó en este valle de lágrimas, donde vive en carne.
Quería también a la hora de su muerte hacer testamento y dejar a la Esposa alguna manda señalada para su remedio, y dejóle ésta, que era la más preciosa y provechosa que le pudiera dejar, pues en ella se deja a Dios. Quería, finalmente dejar a nuestras ánimas suficiente provisión y mantenimiento con que viviesen, porque no tiene menor necesidad el ánima de su propio mantenimiento para vivir vida espiritual, que el cuerpo del suyo para la vida corporal. Pues para esto ordenó este tan sabio Médico (el cual también tenía tomados los pulsos de nuestra flaqueza) este Sacramento, y por eso lo ordena en especie de mantenimiento, para que la misma especie en que lo instituyó nos declarase el efecto que obraba, y la necesidad que nuestras ánimas de él tenían, no menor que la que los cuerpos tienen de su propio manjar» (San Pedro de Alcántara, Tratado de la oración y meditación, Rialp 1991, pp. 76-78).



domingo, 14 de abril de 2019

EL SEÑOR TIENE NECESIDAD DE ÉL


«Mira qué humilde es nuestro Jesús: ¡un borrico fue su trono en Jerusalén!...», escribió San Josemaría en Camino (n. 606). En los misterios de la vida de Cristo nos sorprende esta paradoja encantadora: lo que es soberano y grandioso suele servirse de lo humilde y sencillo para su manifestación. Para entrar en Jerusalén como Rey y Mesías, Jesús no montó un alazán ágil y veloz, sino un humilde asno. El Venerable Fulton Sheen subraya así este proceder de la providencia divina:

«Quizá no se ha escrito nunca una paradoja tan grande como ésta: por un lado, la soberanía del Señor, y por otra, su necesidad. Esta combinación de divinidad y dependencia, de posesión y pobreza, era consecuencia de que la Palabra, o el Verbo, se hubiese hecho carne. Realmente, el que era rico se había hecho pobre por nosotros, para que nosotros pudiéramos ser ricos. Pidió prestado a un pescador una barca desde la cual poder predicar; tomó prestados panes de cebada y peces que llevaba un muchacho con objeto de alimentar a la multitud; tomó prestada una sepultura de la cual resucitaría, y ahora tomaba prestado un asno sobre el cual entrar en Jerusalén. A veces Dios se permite tomar cosas de los hombres para recordarles que todo procede de Él. Para aquellos que le conocen, le es suficiente oír estas palabras: El Señor tiene necesidad de tal cosa» (Fulton J. Sheen, Vida de Cristo, Herder 1985, p. 288).

martes, 9 de abril de 2019

LA FUERZA REDENTORA DEL SACRIFICIO DE CRISTO


Hermoso texto de San Juan Fisher sobre la fuerza redentora del Sacrificio de Cristo. Idéntica fuerza encierra su renovación sacramental: ¡la Santa Misa sostiene al mundo!

«C
risto Jesús es nuestro sumo sacerdote, y su precioso cuerpo, que inmoló en el ara de la cruz por la salvación de todos los hombres, es nuestro sacrificio.
La sangre que se derramó para nuestra redención no fue la de los becerros y los machos cabríos (como en la ley antigua), sino la del inocentísimo Cordero, Cristo Jesús, nuestro salvador.
El templo en el que nuestro sumo sacerdote ofrecía el sacrificio no era hecho por manos de hombres, sino que había sido levantado por el solo poder de Dios, pues Cristo derramó su sangre a la vista del mundo: un templo ciertamente edificado por la sola mano de Dios.
Y este templo tiene dos partes: una es la tierra, que ahora nosotros habitamos; la otra nos es aún desconocida a nosotros, mortales.
Así, primero, ofreció su sacrificio aquí en la tierra, cuando sufrió la más acerba muerte. Luego, cuando revestido de la nueva vestidura de la inmortalidad entró por su propia sangre en el santuario, o sea, en el cielo, presentó ante el trono del Padre celestial aquella sangre de inmenso valor, que había derramado una vez para siempre en favor de todos los hombres, pecadores.
Este sacrificio resultó tan grato y aceptable a Dios, que así que lo hubo visto, compadecido inmediatamente de nosotros, no pudo menos que otorgar su perdón a todos los verdaderos penitentes.
Es además un sacrificio perenne, de forma que no sólo cada año (como entre los judíos se hacía), sino también cada día, y hasta cada hora y cada instante, sigue ofreciéndose para nuestro consuelo, para que no dejemos de tener la ayuda más imprescindible» (San Juan Fisher, Del comentario sobre los salmos; Sal 129. Oficio de lectura, lunes de la V semana de Cuaresma). 


viernes, 5 de abril de 2019

VERSUS DEUM (HACIA DIOS)


Tomará entonces sangre del novillo y con el dedo hará aspersión hacia el oriente del Propiciatorio (Lev 16, 14). Orígenes, comentando este texto del Levítico, nos ha dejado esta sugestiva reflexión:

«Así se nos explica cómo se llevaba a cabo entre los antiguos el rito de propiciación a Dios en favor de los hombres; pero tú, que has alcanzado a Cristo, el verdadero sumo sacerdote, que con su sangre hizo que Dios te fuera propicio, y te reconcilió con el Padre, no te detengas en la sangre física; piensa más bien en la sangre del Verbo, y óyele a él mismo decirte: Ésta es mi sangre, derramada por vosotros para el perdón de los pecados.
No pases por alto el detalle de que esparció la sangre hacia oriente. Porque la propiciación viene de oriente, pues de allí proviene el hombre cuyo nombre es Oriente, que fue hecho mediador entre Dios y los hombres.
Esto te está invitando a mirar siempre hacia oriente, de donde brota para ti el sol de justicia, de donde nace siempre para ti la luz del día, para que no andes nunca en tinieblas ni en ellas te sorprenda aquel día supremo: no sea que la noche y el espesor de la ignorancia te abrumen, sino que, por el contrario, te muevas siempre en el resplandor del conocimiento, tengas siempre en tu poder el día de la fe y no pierdas  nunca la lumbre de la caridad y de la paz» (Homilías sobre el libro del Levítico,  Hom.  9, 5. PG 12, 515. 523).

Volver la mirada en dirección al sol naciente a la hora de la oración, simboliza para muchos Padres la actitud expectante y ansiosa del hombre que anhela la luz y la salvación de Cristo. Especialmente significativa se vuelve esta orientación de la oración en el campo litúrgico. Siguiendo los pasos del Papa Benedicto, el Cardenal Sarah ha escrito al respecto: «Para comprender que la liturgia nos vuelve interiormente hacia el Señor, convendría que durante las celebraciones, todos juntos, sacerdotes y fieles, nos volviéramos físicamente hacia el Oriente, simbolizado en el ábside... De este modo es como si toda la asamblea fuera absorbida junto con el sacerdote por el misterio silencioso de la Cruz» (La Fuerza del Silencio, Palabra 2017, p. 149).

lunes, 1 de abril de 2019

LA SALVAGUARDA DE LA TRADICIÓN


Escribe Nicolás Gómez Dávila: «El cristianismo degenera, al abolir sus viejos idiomas litúrgicos, en sectas extravagantes y toscas.
 Roto el contacto con la antigüedad griega y latina, perdida su herencia medieval y patrística, cualquier bobalicón se convierte en su exégeta». Se trata de otro importante rol que desempeña la tradición en el seno del cristianismo: protegernos de toda cháchara insulsa y engañosa. Cuando la savia de la tradición no logra irrigar nuestro presente por estar bloqueadas las vías que nos atan a nuestro pasado, proliferan los maestrillos, gurúes e iluminados que, como globos en el aire, atraen las miradas, pero su falta de peso y sustento es manifiesta. De semejante atmósfera se nutre la tentación de la originalidad: sentirse portador de novedades. Pero como nos advierte el mismo Gómez Dávila, «el prurito de originalidad es una afección debida a la falta de talento».