jueves, 30 de enero de 2020

EXPERIMENTAR LA SANTIDAD DE DIOS


La crisis que atraviesa la liturgia desde hace décadas se hace palpable en la creciente dificultad de los fieles de poder experimentar en ella el respeto sagrado ante la soberana majestad de Dios. La trivialización de gestos, la mutación del presbiterio en escenario, la escasa calidad de la música litúrgica, las improvisaciones sin cuento, la comunión de pie y en la mano, la falta de recogimiento y otras muchas cosas más, han terminado por convertirse en un tupido velo que dificulta poderosamente a los fieles la vivencia de lo Sagrado. Sin embargo, para Romano Guardini, figura central del movimiento litúrgico en el siglo XX, la experiencia de la Santidad de Dios resulta indispensable en la Santa Misa, y sugiere rogar a Dios nos sea permitido pasar por dicha experiencia. Al hablar del simbolismo del altar, Guardini escribe:

«El altar no es una alegoría, sino un símbolo. Que el es límite, que, “por encima de él” se encuentra la Majestad infinita, que “al otro lado de él” está la lejanía inaccesible de Dios, el creyente no lo piensa porque esté acostumbrado a ello, sino porque sabe que es verdaderamente cierto. Se necesita sólo la disposición interior y una reflexión serena, con las que el creyente vive realmente este misterio y su corazón responde con profundo respeto. Más aún, en algunas ocasiones propicias, puede experimentar algo similar a lo experimentado por Moisés: cuando apacentaba el rebaño en la soledad del monte Horeb, y se le apareció  “el Ángel del Señor en una llama de fuego, que salía en medio de la zarza. Al ver que la zarza ardía sin consumirse”, Moisés intentó acercarse, pero la voz del Señor lo llamó desde el centro de la zarza y le dijo: “quítate las sandalias, porque el suelo que estás pisando es una tierra santa” (Ex 3, 1-5). Es muy importante que el hombre experimente alguna vez el temor por la presencia de Dios y se aleje de los lugares sagrados, para que le sea evidente, en lo más íntimo de sí, que Dios es Dios, y que él es hombre.
La confianza en Dios, la cercanía y el refugiarse en él se aflojan y debilitan, cuando falta el conocimiento de la majestad que se aleja de sí y el temor de la santidad divina. Hacemos bien en rogar a Dios para que nos permita pasar por esta experiencia. Probablemente el altar sea el mejor lugar en el que podamos experimentarla» (R. GUARDINI, Preparación para la celebración de la Santa Misa, Ed. San Pablo 2008, p. 40. El destacado es nuestro).

Cuando la liturgia privilegia unilateralmente una actitud festiva de familiaridad con Dios, pero se niega a reflejar aquel temor y temblor santo con que las jerarquías celestes cantan ante el trono de Dios (adorant Dominationes, tremunt Potestates), corre el peligro de deslizarse hacia un vago sentimentalismo, carente de fuerza para suscitar auténticas conversiones. La experiencia reverente de la Santidad de Dios nos protege de una piedad engañosa y superficial. En la liturgia no se trata de «domesticar» a Dios, sino de adorarlo y poner nuestras vidas a su disposición.

miércoles, 22 de enero de 2020

LA PASIÓN DE VICENTE MEDITADA POR SAN AGUSTÍN

Imagen de san Vicente, diácono y mártir
Museo Catedral de Valencia

Transcribo completo este admirable sermón de San Agustín sobre el martirio de San Vicente, diácono y mártir. Mientras en la paciencia de Vicente resplandece el poder de Cristo, en la ira de su verdugo, Daciano, se enseñorea el furor de Satanás.

* * *

1. En la pasión que hoy se nos ha leído, hermanos míos, se descubre con toda claridad un juez feroz, un verdugo sanguinario y un mártir invicto. Sobre cuyo cuerpo, hecho jirones por los distintos tormentos, ya se habían agotado las torturas, a pesar de lo cual aún persistían sus miembros. Si la impiedad, aunque convicta por tantos milagros, no cedía; si la debilidad, atormentada con tantos suplicios, no sucumbía, reconózcase, pues, la intervención de la divinidad. En efecto, si el Señor no habitase en él, ¿cómo podría resistir el polvo corruptible tan crueles torturas? En todo ello, por consiguiente, hay que reconocer, glorificar y alabar a quien, en la llamada primera le dio la fe y, en la pasión final, la fortaleza. ¿Queréis saber que ambas cosas le fueron donadas? Escuchad al apóstol Pablo: A vosotros —dice—, se os ha otorgado no sólo que creáis en Cristo, sino también que sufráis por él.
Ambas cosas había recibido el diácono Vicente; las había recibido y las conservaba. En efecto, si nada hubiera recibido, ¿qué tendría? Tenía seguridad en el hablar y resistencia en el sufrir. Que nadie, pues, cuando hable, presuma de su ingenio; que nadie, cuando sufra la tentación, confíe en sus fuerzas, pues la sabiduría por la que hablamos rectamente y en el momento oportuno nos viene de Dios, y de él también la paciencia para soportar hasta el final los males con fortaleza. Traed a la memoria a Cristo el Señor, que en el evangelio amonestaba a sus discípulos; traed a la memoria al rey de los mártires instruyendo a sus cohortes en el uso de armas espirituales, mostrándoles las batallas, suministrándoles auxilios y prometiéndoles galardones. Tras haber dicho a sus discípulos: En este mundo padeceréis tribulación, inmediatamente, con el fin de consolarlos, pues estaban aterrados, añadió: Pero tened confianza, pues yo he vencido al mundo. ¿De qué nos extrañamos, amadísimos, de que haya vencido Vicente en aquel que venció al mundo? En este mundo, dice, padeceréis tribulación, a fin de que, aunque apriete, no oprima y, aunque ataque, no venza.

2. El mundo presenta dos líneas de ataque contra los soldados de Cristo. Prestad atención, hermanos. He dicho que el mundo presenta dos líneas de ataque contra los soldados de Cristo: los halaga para seducirlos y los aterroriza para quebrantar su resistencia. Si no nos aprisiona la propia ansia de placer ni nos aterroriza la crueldad ajena, está ya vencido el mundo. En uno y otro paso se hace presente Cristo, y el cristiano queda invicto. Si en este tormento se toma en consideración la paciencia humana, comienza a ser increíble; si se advierte el poder divino, deja de causar admiración. Cuanta era la crueldad que se cebaba en el cuerpo del mártir, tanta la serenidad que emanaba de su voz; y cuanta era la aspereza de las penas que sufrían sus miembros, tanta la seguridad que resonaba en sus palabras, de forma que, aunque era Vicente el que sufría, se podía pensar que el atormentado era otro distinto del que hablaba. Y, en verdad, hermanos, así era; así era realmente: otro era el que hablaba. También esto lo prometió Cristo en el evangelio a sus testigos, a quienes preparaba para combates de este tipo. Así dice, en efecto: No penséis en cómo o qué habéis de decir, pues no sois vosotros los que habláis, sino que es el Espíritu de vuestro Padre el que habla en vosotros. Así, pues, la carne sufría y el Espíritu hablaba. Y al hablar el Espíritu, además de confundir la impiedad, fortalecía la debilidad.

3. La multitud de suplicios aumentaba la gloria del mártir ante nuestros ojos. Aunque surcado su cuerpo con heridas de toda especie, en vez de abandonar la lucha, la reemprendía con mayor vigor Se podía pensar que la llama, en vez de quemarlo, lo endurecía, igual que el horno del alfarero recibe barro blando y lo convierte en una resistente vasija. Nuestro mártir podía decir a Daciano: «Tu fuego ya no quema mi carne, porque mi vigor se ha secado como una vasija”. Y puesto que es verdad lo escrito: El horno prueba la vasija de barro, y a los hombres justos la tribulación, Vicente fue probado y cocido con aquel fuego; Daciano, en cambio, ardió y estalló. Pues, si no ardía, ¿de dónde procedían sus gritos? ¿Qué otra cosa eran sus palabras de furor sino humo de quien está ardiendo? Así, pues, él aplicaba llamas exteriores a nuestro mártir, que tenía refrigeración en su corazón; en cambio, él mismo, encendido con la antorcha del furor, ardía por dentro como un horno, abrasando, al mismo tiempo, al diablo que lo habitaba. A través de los gritos rabiosos de Daciano, a través de la fiereza de sus ojos, de sus amenazadoras miradas y el movimiento de todo su cuerpo, se manifestaba su inquilino interior, y se dejaba ver mediante estos signos visibles, cual grietas de la vasija que él llenaba y se resquebrajaba. Los tormentos no torturaban al mártir tanto como trastornaba a aquel la locura.

4. Pero, hermanos, todo aquello son cosas pasadas: el furor de Daciano y el tormento de Vicente. Solo que ahora a Daciano le queda el tormento, y a Vicente la corona. Además, anticipadas ya las diferencias en la retribución futura, mostremos la gloria que poseen los mártires incluso en este mundo. ¿Qué región, o qué provincia dentro del imperio romano o hasta donde se extiende el nombre cristiano, no se alegra hoy de celebrar el nacimiento de Vicente? ¿Quién hubiese escuchado hoy, aunque sólo fuera el nombre de Daciano, de no haberse leído la pasión de Vicente? En el hecho de que el Señor haya custodiado con tanto esmero el cuerpo de su mártir, ¿qué otra cosa manifestó sino que él había dirigido en vida a quien no abandonó una vez muerto? Así, pues, Vicente que venció a Daciano en vida, lo venció también después de muerto. En vida despreció los tormentos; ya muerto, atravesó los mares. Pero el que le otorgó un ánimo invicto en medio de garfios de hierro, él mismo dirigió su cadáver exánime en medio de las olas. La llama de la tortura no doblegó su corazón, ni el agua del mar cubrió su cuerpo. Pero en este y otros sucesos parecidos no se manifiesta otra cosa, sino que la muerte de sus santos es preciosa delante del Señor. (San Agustín, Sermón 276, en la fiesta del mártir Vicente).


sábado, 11 de enero de 2020

LA RELIGIÓN COMO PLENITUD

Cristo Pantocrátor 
Catedral de Cefalù, Sicilia

Escolio de Gómez Dávila en respuesta a quienes piensan la religión como mero sucedáneo para satisfacer carencias y limitaciones de nuestra condición presente. La religión existe porque Dios existe, y el hombre de todos los tiempos así lo intuye.

«Pregonar el ‘consuelo’ de la religión es gesto de feuerbachiano clandestino.
Dios no es substituto de placeres ausentes, de apetitos sofrenados, de codicias incumplidas. Dios es la presencia invisible que corona la plenitud terrestre más colmada, el éxtasis más alto de la dicha más ebria, la hermosura en que florece la hermosura.
Dios no es compensación inane de la realidad perdida, sino el horizonte que circunda las cumbres de la realidad conquistada» (Nicolás Gómez Dávila, Escolios a un texto implícito, Ed. Atalanta 2009, p.191).

domingo, 5 de enero de 2020

LA FE DE LOS MAGOS

La Adoración del los Magos. Pedro Pablo Rubens

Tomando pie del pasmoso ejemplo de humildad que el Señor nos ha dejado con su nacimiento en Belén, Fulton Sheen escribía en su Vida de Cristo: «Un establo era el último lugar del mundo en que podía ser esperado. La Divinidad se halla donde menos se espera encontrarla». Y tal hallazgo solo es posible por la fe. En sus sermones de Epifanía, San Bernardo se goza en elogiar el agudo ojo de la fe de los Magos precisamente porque adoran la divinidad en medio de circunstancias en las que no era nada fácil reconocerla. «Explicadnos, extranjeros, vuestras motivaciones, pues nunca hemos encontrado tanta fe en Israel. ¿No os ofende la abyecta morada de un establo, ni las pobres cunas del pesebre? ¿No os escandaliza la presencia de una madre pobre, ni la condición de un niño de pecho»? (En la Epifanía del Señor, Sermón 3). Y en otro texto admirable compara la fe de los Magos con la del buen ladrón y del centurión junto a la Cruz de Cristo:

«Ya que hoy se os propone como ejemplo la actitud creyente de estos varones, ¿con quiénes les compararemos y dónde encontraremos semejantes modelos? Si reflexiono sobre la fe del ladrón o sobre la profesión de fe pública del centurión, me parece que los Magos todavía les aventajan. Porque para entonces el Señor había realizado milagros y muchos lo habían ya anunciado y adorado. Sin embargo, consideremos las expresiones de fe de todos éstos. El ladrón gritaba desde la cruz: Señor, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino. ¿Es que va hacia el reino a través del patíbulo? ¿Quién te ha dicho que Cristo tenía que padecer para entrar en su gloria? Y tú, centurión, ¿cómo lo conociste? Viendo que lanzó un grito al expirar, confesó: Verdaderamente éste es el Hijo de Dios. ¡Qué maravilla!, qué asombro!
Por eso os pido que os fijéis con atención y veáis qué aguda es la fe, qué ojos de lince tiene. Conoce al Hijo de Dios al verle mamando. Lo conoce colgado del madero, lo conoce muriendo. Lo conoce el ladrón en el patíbulo, y los Magos en el establo; aquél, sujeto con clavos; éstos, envuelto en pañales. El centurión conoció la vida en la muerte. Los Magos, la fuerza de Dios en la debilidad de un cuerpo tierno. El centurión, el Espíritu supremo a punto de expirar.
Los Magos conocieron al Verbo de Dios en la infancia, pues lo que el ladrón y el centurión confiesan de boca, éstos lo confiesan con sus regalos. El ladrón lo reconoce Rey; el centurión, Hijo de Dios y hombre. Esto mismo lo simbolizaron los tres regalos de los Magos, a diferencia de que en el incienso se significa no ya el Hijo de Dios, sino Dios mismo». (San Bernardo, En la Epifanía del Señor. Sermón 2).

¡Qué grande es el saber de la fe!: porque allí donde la sola visión humana nos hace sucumbir a las apariencias, la visión de la fe nos abre a lo divino y maravilloso.