domingo, 28 de junio de 2020

EL ÚLTIMO EVANGELIO, SUBLIME CULMINACIÓN DE LA MISA TRIDENTINA


He traducido con sumo interés un reciente artículo del profesor Kwasniewski sobre la dimensión litúrgica del prólogo del evangelio de Juan. Este prólogo, como sabemos, constituye el sublime coronamiento de la misa tradicional. El autor se lamenta por la pérdida que supuso para los fieles la desaparición de este evangelio en el Novus Ordo Missæ. Inspirado en algunos textos del escritor alemán Martin Mosebach, Kwasniewski nos ofrece una bellísima reflexión teológica-litúrgica sobre el valor de este texto del apóstol San Juan y su profundo sentido como colofón de la santa Misa.
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¿POR QUÉ LA REFORMA LITÚRGICA NO DEBIÓ HABER ABANDONADO LA RECITACIÓN DEL PRÓLOGO DEL EVANGELIO DE JUAN DESPUÉS DE CADA MISA?
 Por Peter Kwasniewski


A
l final de cada Misa Tridentina, después de la bendición final, el celebrante se dirige al lado del Evangelio del altar para leer el último Evangelio, el Prólogo de San Juan: «En el principio era el Verbo...» Esta hermosa costumbre se describe así en la explicación de la Misa de Dom Prosper Guéranger:

¿Por qué se hace esta lectura? La costumbre tiene su origen en la Edad Media. En ese período, como también en épocas anteriores, los fieles tenían una gran devoción a que se les leyera un trozo del Evangelio, y el comienzo del evangelio de San Juan era especialmente favorito. Las demandas al fin se multiplicaron tanto, que el número de sacerdotes fue insuficiente para satisfacer a todos; para simplificar el asunto, se decidió recitarlo sobre todos los reunidos, al final de la misa. Por tanto, fue solo la devoción de los fieles la que originó esta adición... Cuando el sacerdote llega a estas palabras del Evangelio de San Juan: Et verbum caro factum est, hace genuflexión honrando el anonadamiento del Verbo hecho carne, que se despojó de sí mismo, tomando la forma de Siervo (Phil 2, 7). Terminado el Evangelio, el sacerdote baja del altar, después de inclinarse ante la cruz.

La conveniencia del desarrollo orgánico de esta práctica ha sido bien expuesta por Martin Mosebach:

El último evangelio es la parte más reciente del rito clásico. El prólogo del Evangelio de San Juan no se incorporó en la Santa Misa hasta el siglo XIII; aparece en los misales dominicanos por primera vez en 1256. Los manuales litúrgicos se refieren al prólogo de San Juan como una «bendición». De hecho, incluso la lectura del evangelio en el rito de los Catecúmenos no fue simplemente una proclamación, sino también un sacramental, con bendición y absolución: «Per evangelica dicta deleantur nostra delicta» (Por las palabras del Evangelio sean borrados nuestros pecados). En el último Evangelio, es este aspecto de bendición el que viene puesto en primer plano. Contenía el núcleo de la fe cristiana en la forma más corta posible, y por eso el prólogo fue considerado como portador de un poder especial. En el Libro de los Evangelios que se usaba en las coronaciones imperiales, este prólogo estaba escrito en letras de oro sobre pergamino púrpura. El emperador pronunciaba las palabras como un juramento de coronación, profesando así su responsabilidad ante una creación que había sido santificada por la encarnación del Verbo. (La herejía de lo informe, 117-18).

Mosebach señala a continuación que Santo Tomás de Aquino, cuando se le pidió que compusiera el «propio» para la fiesta del Corpus Christi, no escribió un nuevo Prefacio, sino que eligió el Prefacio de Navidad, el cual celebra el misterio de la Encarnación. De esta manera, vinculó fuertemente el misterio de la renovación sacramental del Sacrificio de la Cruz con el misterio de su origen: la encarnación del Hijo de Dios para que tuviera un cuerpo y una vida humana que ofrecer como oblación infinitamente grata. Como declara la Epístola a los Hebreos: «Por lo cual, entrando en este mundo, dice: no quisiste sacrificios ni oblaciones, pero me has preparado un cuerpo... Entonces yo dije: Heme aquí que vengo –en el volumen del Libro está escrito de mí– para hacer, ¡oh Dios!, tu voluntad... En virtud de esta voluntad somos santificados por la oblación del cuerpo de Jesucristo, hecha una sola vez (Heb 10, 5, 7, 10). He aquí que Él viene al mundo para ofrecer este Cuerpo santísimo como el único sacrificio digno que coincide con la voluntad de Dios y santifica a todos los que participan en él.

En palabras de Mosebach:

¿Es por mera casualidad que, al mismo tiempo y en la misma orden religiosa, el prefacio de Navidad y el evangelio de Navidad adquirieran un rol en la Misa que va más allá de su vínculo particular con la Navidad? Lo que el prefacio de Navidad contribuyó a la comprensión del sacramento del altar en el Corpus Christi, el prólogo del evangelio de San Juan (evangelio del día de Navidad) lo hizo todos los días. Recordaba constantemente que celebrar la memoria del sacrificio de la redención presupone la verdadera encarnación, el cambio de Dios en hombre, del vino en sangre, de la muerte en vida. El prólogo de San Juan se convirtió en el epítome de toda la misa. Cada celebración concreta e individual de la misa se concentró en las palabras visionarias y supra temporales del prólogo. El «hemos visto su gloria» se refiere ahora, no a la memoria de la transfiguración de Cristo como en el texto evangélico de San Juan, sino a la visión de la Hostia elevada. En la misa el creyente se ha convertido en testigo de los acontecimientos de la fe (Ibid., 119).

En el período que va desde San Pío V hasta mediados del siglo XX, el Prólogo de Juan a menudo venía reemplazado por el evangelio propio del día, cuando este último había sido desplazado por el evangelio de una fiesta de mayor rango. Aunque este «desplazamiento» de un evangelio al postrer lugar tenía la ventaja de asegurar que los leales «perrillos del Señor» (Domini canes, se podría decir) no perdieran ninguna de las migajas que caían de la mesa litúrgica del Maestro, podemos reconocer al mismo tiempo, junto con Mosebach, que el Prólogo de San Juan es especialmente apropiado para el final de la Misa. En las rúbricas que rigen el Missale Romanum de 1962, utilizado por la mayoría de los católicos tradicionales de hoy, el Prólogo fue restablecido como el único evangelio después de la Misa. Mosebach defiende así la oportunidad de esta rúbrica:

El prólogo de San Juan no puede ser sustituido por ningún otro evangelio; sería un profundo sinsentido poner en su lugar una lectura que pertenece a una fiesta conmemorativa. Los que están comprometidos con el último Evangelio tampoco estarán de acuerdo con la costumbre ampliamente aceptada de permitir que la asamblea cante un himno mientras se lee este Evangelio... Tratándose de un texto leído constantemente y que mucha gente sabe de memoria, el prólogo de San Juan puede ser leído apacible y conscientemente sotto voce mientras los fieles congregados lo siguen en sus misales. El objetivo del prólogo es la contemplación, la contemplación retrospectiva de una realidad vivida (Ibid., 120).

Ya sea que estemos de acuerdo o no con la opinión controvertida de Mosebach, podemos constatar que cada tratamiento académico de sagrada liturgia y cada manual devocional a lo largo del mundo católico, ha recogido reflexiones edificantes sobre este Prólogo y sobre lo oportuno de su ubicación al final de cada Misa o en la mayoría de ellas.

Los reformadores litúrgicos quitaron tranquilamente este último Evangelio, este verdadero epítome de la fe cristiana, y le han permitido permanecer en el leccionario un día del año: la misa del día de Navidad. Podemos estar seguros de que los católicos contemporáneos que solo asisten al Novus Ordo apenas están familiarizados con esta lectura, en contraste con los católicos tradicionales que la conocen muy bien, a menudo tan bien, como señala Mosebach, que podrían recitar estas palabras junto con el sacerdote, si así lo desearan.

En un curso sobre el misterio de la Trinidad en el Colegio Católico de Wyoming, los profesores de teología exigen que los estudiantes memoricen el Prólogo de San Juan y luego lo escriban, palabra por palabra, para el examen final. Los estudiantes pueden elegir escribirlo en inglés, latín o griego (este último para obtener un crédito extra). Debido al amor de estos jóvenes adultos por la misa tradicional en latín, que ya los ha sumergido en este prólogo, a algunos les resulta más fácil escribirlo en latín que en inglés. Este Evangelio está alojado en su memoria, parte de su alma, parte de la arquitectura interior en la que vivirán sus vidas.

De hecho, así debería ser la liturgia; pero es imposible que la liturgia funcione de esta manera cuando las lecturas son tan numerosas y cambian constantemente, como ocurre en el Novus Ordo. Dicho de otro modo: sería mejor para un hombre en su lecho de muerte que las palabras del Prólogo de San Juan vinieran espontáneamente a su imaginación y a sus labios, que no lograr recordar los vastos trozos de la Biblia que se esparcieron sobre él durante décadas. Esto es parte del genio de la misa antigua: seleccionar cuidadosamente los pasajes más poderosos de la Escritura y repetirlos año tras año, incluso día tras día, como sucede con el Prólogo y ciertos Salmos.

Sin duda, el Prólogo de San Juan es la culminación ideal para la Santa Misa, y su pérdida es algo profundamente lamentable. Con toda franqueza, no hay ninguna buena razón para que algunos tradicionalistas (pienso aquí especialmente en ciertos monasterios benedictinos) continúen utilizando el ritual mutilado de 1965, ahora que es bien sabido que lo pretendido por los reformadores litúrgicos en 1965 era simplemente una especie de casa transitoria en el camino al Novus Ordo de 1969. El «misal interino» de 1965 es ya un torso sin extremidades, como una de esas antigüedades aún hermosas pero tristes de los museos vaticanos: una Venus que le falta un brazo o una pierna. Tal es la Misa sin su Introibo y sin su In principio. El recorte de las oraciones al pie del altar y del último Evangelio crea un grave desequilibrio artístico. Históricamente, antes de que estas oraciones se agregaran, la misa habría parecido suficientemente completa; pero como sucede con muchas grandes obras de arte, estos toques finales han elevado lo que ya era hermoso a una nueva perfección, tal como un elaborado marco dorado realza la pintura que enmarca.

Tan querida llegó a ser esta gloriosa pompa del cuarto Evangelio, familiar a todos desde su colocación al final de la Misa, que llevó, en el florecimiento de la música del Renacimiento temprano, a una magnífica escenificación polifónica de Josquin des Pres (1450/55 –1521):

(Aquí el autor inserta un video con el audio del Motete de Josquin In principio erat Verbum).

La polifonía de Josquin proviene de una época en que la liturgia alcanzó su suprema perfección. La llamativa ausencia del Prólogo en el misal provisional de 1965 y luego en el Novus Ordo, así como la ausencia general de una polifonía de la calidad de Josquin, son signos de que la gloria de Dios comenzaba a alejarse del templo.


lunes, 22 de junio de 2020

TOMÁS MORO Y LA SOMNOLENCIA DE LOS PASTORES

Tomás Moro de Pedro Pablo Rubens

Frente al horizonte cercano del martirio, Santo Tomás Moro plasmó desde su prisión algunas obras inmortales, entre ellas, La agonía de Cristo. A lo largo de sus páginas, el humanista inglés contempla el doloroso abandono de Cristo por parte de los suyos; en el sueño que invade a los apóstoles en Getsemaní, no obstante las repetidas llamadas del Maestro a la vigilancia, Moro ve reflejada la somnolencia de tantos pastores de su tiempo que, adormilados, han dejado de vigilar sobre sus rebaños. Por eso no duda en exclamar: Cur non hic contemplentur episcopi somnolentiam suam? (¿por qué no contemplan los obispos en esta escena su propia somnolencia?). La desidia y escasa fortaleza que campea a su alrededor, la frágil y amenazada unidad de la Iglesia, que ama con pasión y por la que tanto sufre, le impelen a exhortar a los obispos a sacudir de sus vidas toda somnolencia y cobardía, a estar dispuestos a entregar la propia vida, si es el caso, por el bien de la grey.


«V
uelve Cristo por tercera vez adonde están sus Apóstoles, y allí los encuentra sepultados en el sueño, a pesar del mandato que les había dado de vigilar y rezar ante el peligro que se cernía. Al mismo tiempo, Judas, el traidor, se mantenía bien despierto, y tan concentrado en traicionar a su Señor que ni siquiera la idea de dormirse se le pasó por la cabeza. ¿No es este contraste entre el traidor y los Apóstoles como una imagen especular, y no menos clara que triste y terrible, de lo que ha ocurrido a través de los siglos, desde aquellos tiempos hasta nuestros días? ¿Por qué no contemplan los obispos, en esta escena, su propia somnolencia? Han sucedido a los Apóstoles en el cargo, ¡ojalá reprodujeran sus virtudes con la misma gana y deseo con que abrazan su autoridad! ¡Ojalá les imitaran en lo otro con la fidelidad con que imitan su somnolencia! Pues son muchos los que se duermen en la tarea de sembrar virtudes entre la gente y mantener la verdadera doctrina, mientras que los enemigos de Cristo, con objeto de sembrar el vicio y desarraigar la fe (en la medida en que pueden prender de nuevo a Cristo y crucificarlo otra vez), se mantienen bien despiertos. Con razón dice Cristo que los hijos de las tinieblas son mucho más astutos que los hijos de la luz…

Cristo mandó tener por nada la pérdida de nuestro cuerpo por su causa. «No temáis a quienes matan el cuerpo, y no pueden hacer más. Yo os mostraré a quién habéis de temer: Temed al que después de quitar la vida, puede mandar al infierno. A ése, os repito habéis de temer» (Lc 12, 4-5). Para todos, sin excepción, dijo estas palabras, caso de que hayan sido encarcelados y no haya escapatoria posible. Pero añade algo más para aquellos que llevan el peso y la responsabilidad episcopal: no permite que se preocupen solo de sus propias almas, ni tampoco que se contenten refugiándose en el silencio, hasta que sean arrastrados y forzados a escoger entre una abierta profesión de fe o una engañosa simulación. No. Quiso que dieran la cara si ven que la grey a ellos confiada está en peligro, y que hicieran frente al peligro con su propio riesgo, por el bien de su rebaño.

El buen pastor da su vida por sus ovejas (Cf. Io 10, 11), dice Cristo. Quien salve su vida con daño de las ovejas, no es buen pastor. El que pierde su vida por Cristo (y así hace quien la pierde por el bien del rebaño que Cristo le confió) la salva para la vida eterna. De la misma manera, el que niega a Cristo (como hace el que no confiesa la verdad cuando el silencio daña a su rebaño), al querer salvar su vida empieza de hecho a perderla. Tanto peor, desde luego, si llevado por miedo, niega a Cristo abiertamente, con palabras, y lo traiciona. Tales obispos no duermen como Pedro, sino que, con Pedro despiertos, niegan a Cristo. Al recibir, como Pedro, la mirada afectuosa de Cristo, muchos serán los que con su gracia llegarán un día a limpiar aquel delito salvándose a través del llanto» (Santo Tomás Moro, La agonía de Cristo, Rialp, Madrid 1989, p. 73 y ss).

viernes, 19 de junio de 2020

MIRARÁN AL QUE TRASPASARON

La Lanzada. Pedro Pablo Rubens

Meditación del Papa San Juan Pabl0 II sobre el misterio del Corazón de Cristo traspasado por la lanza.

«Corazón de Jesús atravesado por una lanza,
ten piedad de nosotros»

1. Pocas páginas del Evangelio a lo largo de los siglos han atraído la atención de los místicos, de los escritores espirituales y de los teólogos tanto como el pasaje del Evangelio de San Juan que nos narra la muerte gloriosa de Cristo y la escena en que le atraviesan el costado (cf. Jn 19, 23-37). En esa página se inspira la invocación de las Letanías, que he recordado hace un momento.

En el Corazón atravesado contemplamos la obediencia filial de Jesús al Padre, cuya misión Él realizó con valentía (cf. Jn 19, 30) y su amor fraterno hacia los hombres, a quienes Él «amó hasta el extremo» (Jn 13, 1), es decir, hasta el extremo sacrificio de Sí mismo. El Corazón atravesado de Jesús es el signo de la totalidad de este amor en dirección vertical y horizontal, como los dos brazos de la cruz.

2. El Corazón atravesado es también el símbolo de la vida nueva, dada a los hombres mediante el Espíritu y los sacramentos. En cuanto el soldado le dio el golpe de gracia, del costado herido de Cristo «al instante salió sangre y agua» (Jn 19, 34). La lanzada atestigua la realidad de la muerte de Cristo. Él murió verdaderamente, como había nacido verdaderamente y como resucitará verdaderamente en su misma carne (cf. Jn 20, 24.27). Contra toda tentación antigua o moderna de docetismo, de ceder a la «apariencia», el Evangelista nos recuerda a todos la cruda certeza de la realidad. Pero al mismo tiempo tiende a profundizar el significado del acontecimiento salvífico y a expresarlo a través del símbolo. Él, por tanto, en el episodio de la lanzada, ve un profundo significado: como de la roca golpeada por Moisés brotó en el desierto un manantial de agua (cf. Nm 20, 8-11), así del costado de Cristo, herido por la lanza, brotó un torrente de agua para saciar la sed del nuevo pueblo de Dios. Este torrente es el don del Espíritu (cf. Jn 7, 37-39), que alimenta en nosotros la vida divina.

3. Finalmente, del Corazón atravesado de Cristo brota la Iglesia. Como del costado de Adán que dormía fue extraída Eva, su esposa, así ―según una tradición patrística que se remonta a los primeros siglos―, del costado abierto del Salvador, que dormía sobre la cruz en el sueño de la muerte, fue extraída la Iglesia, su esposa. Esta se forma precisamente del agua y de la sangre, ―Bautismo y Eucaristía―, que brotan del Corazón traspasado. Por eso, con razón afirma la Constitución conciliar sobre la liturgia: «Del costado de Cristo dormido en la cruz nació el sacramento admirable de la Iglesia entera» (Sacrosanctum Concilium, 5).

4. Junto a la cruz, advierte el Evangelista, se encontraba la Madre de Jesús (cf. Jn 19, 25). Ella vio el Corazón abierto del que fluían sangre y agua, ―sangre tomada de su sangre―, y comprendió que la sangre del Hijo era derramada por nuestra salvación. Entonces comprendió hasta el fondo el significado de las palabras que el Hijo le había dirigido poco antes: «Mujer, he ahí a tu hijo» (Jn 19, 26): la Iglesia que brotaba del Corazón atravesado era confiada a sus cuidados de Madre.

Pidamos a María que nos guíe a sacar cada vez más abundantemente el agua de los manantiales de gracia que fluyen del Corazón atravesado de Cristo. (Juan Pablo II, Angelus, Domingo 30 de julio de 1989).

Fuente: vatican.va

domingo, 14 de junio de 2020

CON SU CUERPO, SANGRE, ALMA Y DIVINIDAD


En la exposición del dogma eucarístico, los grandes maestros y doctores del medievo me parecen insuperables. La hazaña teológica que late en sus tratados sobre la Eucaristía bien puede parangonarse a la proeza artística que se refleja en las catedrales góticas. Sirva como ejemplo el siguiente texto de San Buenaventura, tomado de un breve tratado sobre la misa y su necesaria preparación.

«D
ebes, pues, creer firmemente y de ningún modo dudar, según lo que enseña y predica la Fe católica, que en el momento de la pronunciación de las palabras de Cristo, por razón del  ministerio y servicio sacramental, el pan material y visible deja su lugar, esto es, la especie visible de los accidentes, al pan vivífico y celestial que llega, como tributando honra al verdadero Creador; al dejar de ser aquél, en el mismo instante con un modo maravilloso e inefable debajo de aquellos accidentes existen verdaderamente:

Primero, aquella purísima Carne y sagrado Cuerpo de Cristo, que, hecho por el Espíritu Santo, nació de la gloriosa Virgen María, que fue suspendido en la cruz, que fue puesto en el sepulcro y que está glorificado en el cielo.

Segundo, puesto que la carne no vive sin sangre, por eso necesariamente está allí aquella preciosa Sangre, que felizmente manó en la cruz para la salvación del mundo.

Tercero, no existiendo verdadero hombre sin alma racional, por eso está allí el alma gloriosa de Cristo, aventajando en gracia y gloria a toda virtud, gloria y poder, en la cual están depositados todos los tesoros del divino saber (Col 2, 3).

Cuarto, puesto que Cristo es verdadero hombre y verdadero Dios, consiguientemente allí está Dios en su gloriosa Majestad (...).

Luego debes advertir también que convino así, que Cristo se nos diese velado. Pues, ¿qué valor tendría tu fe si Cristo se te apareciera en su propia figura visible? Cierta y forzosamente le adorarías; pero ¿cómo tus ojos carnales podrían soportar gloria tan grande? ¿Y qué insensato diría que podía comer y beber carne cruda y sangre de hombre en su propia forma? –Aléjese por tanto toda duda, puesto que así como en otro tiempo estuvo escondida la Divinidad en las entrañas virginales, y el Hijo de Dios apareció visible al mundo bajo el velo de la carne humana, así también la Humanidad glorificada unida a la Divinidad está oculta debajo de la forma de pan y vino, para poder acomodarse a nosotros mortales» (San Buenaventura, Tratado de la preparación para la Santa Misa, Cap. 1).

martes, 9 de junio de 2020

GUARDINI, UNA REFLEXIÓN SOBRE EL INCIENSO



«Una nube de incienso vale mil sermones», escribió Nicolás Gómez Dávila. Efectivamente, es algo muy propio del culto católico exprimir al máximo el valor y la belleza del signo litúrgico no hablado. Una amenaza de nuestra actual liturgia consiste en silenciar estos signos sagrados (incienso, cirios, paramentos, gestos, posturas, etc.), a base de sustituirlos por elementos meramente funcionales, prácticos o didácticos (explicaciones, lecturas, testimonios, etc.). Pienso, por ejemplo, en las misas exequiales: contemplar al sacerdote rodear los restos mortales de un fiel difunto con un incensario humeante, dice mil veces más que unas emotivas oraciones improvisadas, o un centenar de testimonios laudatorios.
Aquí dejo una preciosa reflexión de Romano Guardini sobre todo lo que una humilde nube de incienso puede decir al alma humana.

«V
i llegar un ángel, que traía un incensario de oro, y púsose ante el altar. Y fuéronle dados muchos perfumes... Y el humo de los perfumes subió por entre las oraciones de los santos de la mano del ángel a la presencia de Dios». (Apoc. 8, 3-4.)

Así el Apocalipsis de San Juan.

¡Cuánta nobleza en ese colocar sobre las brasas los granos de dorado incienso, y en ese humo perfumado que sube del incensario oscilante! Parece una melodía, hecha de movimiento reprimido y de fragancia. Sin utilidad práctica alguna, a manera de canción. Bello derroche de cosas preciosas. Amor desprendido y abnegado.

Como allá en Betania, cuando fue María con el frasco de nardo precioso y lo derramó sobre los pies del divino Maestro allí sentado, enjugándoselos luego con sus cabellos; y de su fragancia se llenó la casa. No faltó entonces un espíritu sórdido que murmurase: «¿A qué tal dispendio?» Pero el Hijo de Dios le atajó, diciendo: «Dejadla, que para el día de mi sepultura lo guardaba.» (Jn. 12, 7.) Misterio de la muerte, del amor, del perfume y del sacrificio.

Pues eso mismo acontece con el incienso: misterio de la belleza, que asciende graciosamente, sin utilidad práctica; misterio del amor, que arde, y se consume ardiendo, y no teme la muerte. Tampoco faltan aquí espíritus áridos que se preguntan: ¿A qué todo esto?

Sacrificio del perfume: eso dice la Escritura que son las oraciones de los santos (Apoc. 5, 8). Símbolo de la oración es el incienso, de aquella oración propiamente que no piensa en fines prácticos; que nada quiere, y sube como el Gloria Patri al término de cada salmo; que adora y da a Dios gracias «por ser tan glorioso».

Puede, ciertamente, en este símbolo mezclarse la vanidad. Pueden también las nubes aromáticas crear una atmósfera sofocante de misterio y ser ocasión de alucinamiento religioso. Siendo así, razón tendrá la conciencia cristiana en protestar, reclamando la oración «en espíritu y verdad» (Jn. 4, 24), y en recomendar austeridad y honradez. Pero también en religión suele haber tacañería, nacida, como el comentario de Judas, de mezquindad de espíritu y sequedad de corazón. Para tales roñosos, la oración es cosa de utilidad espiritual y debe mostrarse circunspecta y burguésmente razonable.

Semejante mentalidad echa en olvido la regia munificencia de la oración, que es dádiva; desconoce la adoración profunda; ignora el alma de la oración, que nunca inquiere el porqué ni el para qué, antes bien asciende, porque es amor, y perfume, y belleza. Y cuanto más amor, tanto es más ofrenda; y del fuego consumidor sube la fragancia». (Romano Guardini, Los signos sagrados, Barcelona 1965, p. 75-76).

miércoles, 3 de junio de 2020

CARDENAL SARAH, CARTA SOBRE EL CULTO CATÓLICO EN TIEMPOS DE PRUEBA (II)


Publico la segunda parte de la carta–mensaje del Cardenal Sarah sobre el culto católico en estos tiempos de prueba. Agradecemos al Cardenal Sarah sus reflexiones siempre claras y luminosas, sus recomendaciones impregnadas por un sentimiento de fe profunda: han sido y continuarán siendo un consuelo refrescante para muchas almas.

Primera parte aquí
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Atención a la lógica del espectáculo

D
ebemos estar atentos: la multiplicación de misas filmadas podría acentuar esta lógica del espectáculo, esta búsqueda de emociones humanas. El Papa Francisco ha instado con fuerza a los sacerdotes a no convertirse en hombres de espectáculo, en showmasters, maestros del espectáculo. Dios se ha encarnado para que el mundo pudiera tener vida: Dios no ha venido en nuestra carne por el gusto de impresionarnos o de ofrecerse como espectáculo, sino para compartir con nosotros la plenitud de su vida. Jesús, que es el Hijo del Dios vivo (Mt 16, 16) y a quien el Padre ha dado tener vida en sí mismo (Jn 5, 26), no ha venido solamente para apaciguar la ira de su Padre o borrar alguna deuda pendiente. Ha venido para que tengamos vida y la tengamos en abundancia. Y nos da esta plenitud de vida muriendo en la cruz. Por esta razón, cuando el sacerdote, en una verdadera identificación con Cristo y con humildad, celebra la santa misa, debe poder decir: «Estoy crucificado con Cristo, y ya no vivo yo, es Cristo quien vive en mí» (Gal 2, 19-20). Debe desaparecer detrás de Jesucristo y permitir que Cristo esté en contacto directo con el pueblo cristiano. El sacerdote debe convertirse en un instrumento que deja traslucir a Cristo. No tiene que buscar la simpatía de la asamblea posando frente a ella como su interlocutor principal. Entrar en el espíritu del Concilio supone, por el contrario, desaparecer, renunciar a ser el punto focal. La atención de todos debe dirigirse a Cristo, a la Cruz, verdadero centro de todo culto cristiano. Se trata de dejar que Cristo nos tome y nos asocie a su sacrificio. La participación en el culto litúrgico debe entenderse como una gracia de Cristo «que asocia a la Iglesia» (SC 7). Es Él quien tiene la iniciativa y la primacía. «La Iglesia lo invoca como su Señor y siempre por medio de Él tributa culto al Padre eterno» (SC 7).

Asimismo, conviene estar atentos a la lógica de la eficiencia que genera el uso de Internet. Es habitual juzgar las publicaciones en función del número de «visitas» que suscitan. Esto induce la búsqueda de lo inesperado, de la emoción, de la sorpresa, «de lo viral».

El culto litúrgico es extraño a esta escala de valores. La liturgia nos pone realmente en presencia de la Trascendencia divina. Participar de verdad supone renovar en nosotros ese «estupor» que San Juan Pablo II tenía en alta estima (Cf. Ecclesia de Eucharistia, 6). Este sagrado estupor, este gozoso temor, requiere nuestro silencio ante la majestad divina. Con frecuencia se olvida que el silencio sagrado es uno de los medios que el Concilio señala para favorecer la participación. La participatio actuosa (participación activa) en la obra de Cristo supone, por tanto, dejar el mundo profano para entrar en «la acción sagrada por excelencia» (SC 7). A veces pretendemos, con cierta arrogancia, permanecer en nuestro nivel humano para entrar en lo divino. Por el contrario, en las últimas semanas hemos experimentado que para encontrar a Dios era útil salir de nuestras casas e ir a la suya, en su morada sagrada: la iglesia.

La liturgia es una realidad fundamentalmente mística y contemplativa y, en consecuencia, está fuera del alcance de nuestra acción humana: la entrada en la participación de su misterio es una gracia de Dios.

Un profundo dolor

Finalmente, me gustaría insistir en la realidad más sagrada de todas: la Sagrada Eucaristía. La privación de la comunión ha sido un profundo sufrimiento para muchos fieles. Lo sé y deseo expresarles mi profunda compasión. El sufrimiento es proporcional al deseo; creemos que Dios no dejará insatisfecho este deseo por Él. También hay que recordar que ningún sacerdote debe sentirse impedido de confesar y dar la comunión a los fieles en la iglesia o en las casas particulares, con las debidas precauciones sanitarias. Pero la situación de hambre eucarística puede llevarnos a una saludable toma de conciencia. ¿No nos hemos olvidado del carácter sagrado de la Eucaristía? Se oyen relatos de sacrilegios impresionantes: sacerdotes que envuelven las hostias consagradas en bolsitas de plástico o de papel, para permitir que los fieles utilicen libremente las hostias consagradas y se las lleven a sus casas; y también otros que distribuyen la sagrada comunión guardando la distancia adecuada utilizando, por ejemplo, pinzas para evitar el contagio. Cuán lejos estamos de Jesús que se acercaba a los leprosos y, extendiendo las manos, los tocaba para curarlos, o del Padre Damián que consagró su vida a los leprosos de Molokai (Hawái). Este modo de tratar a Jesús como un objeto sin valor es una profanación de la Eucaristía. ¿No la hemos considerado a menudo como cosa de nuestra propiedad? Muchas veces hemos comulgado por costumbre y rutina, sin preparación ni acción de gracias. La Comunión no es un derecho, es una gracia gratuita que Dios nos ofrece. Este tiempo nos recuerda que debemos temblar de gratitud y caer de rodillas ante la Sagrada Comunión.

Me gustaría recordar aquí unas palabras de Benedicto XVI: «También aquí, en el pasado reciente, de alguna manera se ha malentendido el mensaje auténtico de la Sagrada Escritura. La novedad cristiana respecto al culto ha sufrido la influencia de cierta mentalidad laicista de los años sesenta y setenta del siglo pasado. Es verdad, y sigue siendo siempre válido, que el centro del culto ya no está en los ritos y en los sacrificios antiguos, sino en Cristo mismo, en su persona, en su vida, en su misterio pascual. Y, sin embargo, de esta novedad fundamental no se debe concluir que lo sagrado ya no exista, sino que ha encontrado su cumplimiento en Jesucristo, Amor divino encarnado. (...) Él no ha abolido lo sagrado, sino que lo ha llevado a cumplimiento, inaugurando un nuevo culto, que sí es plenamente espiritual pero que, sin embargo, mientras estamos en camino en el tiempo, se sirve todavía de signos y ritos, que sólo desaparecerán al final, en la Jerusalén celestial, donde ya no habrá ningún templo (cf. Ap 21, 22). Gracias a Cristo, la sacralidad es más verdadera, más intensa, y, como sucede con los mandamientos, también más exigente» (Homilía, Corpus Domini, 7 de junio de 2012).

En cuanto a nosotros, sacerdotes, ¿hemos sido siempre conscientes de estar segregados, consagrados para ser siervos, ministros del culto del Dios Altísimo? Como afirma el profeta Ezequiel, ¿vivimos en esta tierra conscientes de no tener otro patrimonio que Dios mismo? Por el contrario, quizá muchas veces hemos sido mundanos; hemos buscado la popularidad, el éxito según los criterios del mundo. También nosotros hemos profanado el santuario del Señor. Entre nosotros, algunos han llegado incluso a profanar este templo sagrado de la presencia de Dios: el corazón y el cuerpo de los más débiles, de los niños. Nosotros también debemos pedir perdón, hacer penitencia y reparar.

El peligro de la barbarie

Una sociedad que pierde el sentido de lo sagrado corre el riesgo de una regresión hacia la barbarie. El sentido de la grandeza de Dios es el corazón de toda civilización. En efecto, si todo hombre merece respeto es fundamentalmente porque ha sido creado a imagen y semejanza de Dios. La dignidad del hombre es un eco de la trascendencia de Dios. Si ya no temblamos con un temor gozoso y reverencial ante la majestad divina, ¿cómo podríamos reconocer en cada persona un misterio digno de respeto? Si ya no queremos arrodillarnos humildemente y como signo de amor filial ante Dios, ¿cómo podríamos ser capaces de ponernos de rodillas ante la eminente dignidad de toda persona humana, creada a imagen y semejanza de Dios? Si ya no aceptamos arrodillarnos respetuosamente y en adoración ante la presencia más humilde, más débil e insignificante, pero a la vez la más real y más viva que es la Sagrada Eucaristía, ¿cómo podríamos vacilar en matar al niño por nacer, el ser más débil, más frágil, y en legalizar el aborto, que es un crimen horrible y bárbaro? Porque ahora, gracias a los progresos de la genética fundamental, conocemos esta verdad ya científicamente establecida de manera definitiva e irrefutable: el feto humano, desde el momento de su concepción, es un ser humano completo. Si perdemos el sentido de la adoración a Dios, las relaciones humanas se teñirán de vulgaridad y de agresividad. Mientras más respetuosos seamos con Dios en nuestras iglesias, más delicados y amables seremos con nuestros hermanos durante el resto de nuestras vidas.

Alabar y dar gracias públicamente

Será necesario, pues, que los pastores, tan pronto como las condiciones sanitarias lo permitan, ofrezcan al pueblo cristiano la ocasión de adorar juntos y solemnemente la majestad divina en el Santísimo Sacramento. El Papa Francisco nos ha dado recientemente un ejemplo en la plaza de San Pedro. Habrá que alabar y dar gracias mediante procesiones públicas. Será la ocasión para que todo el pueblo se una y experimente que la comunidad cristiana nace del altar del sacrificio eucarístico. Aliento, tan pronto como sea posible, las manifestaciones de piedad popular, como el culto a las reliquias de los santos protectores de las ciudades. Es necesario que el pueblo de Dios manifieste ritual y públicamente su fe. Benedicto XVI decía: «Lo sagrado tiene una función educativa, y su desaparición empobrece inevitablemente la cultura, en especial la formación de las nuevas generaciones. Si, por ejemplo, en nombre de una fe secularizada y no necesitada ya de signos sacros, fuera abolida esta procesión ciudadana del Corpus Christi, el perfil espiritual de Roma resultaría «aplanado», y nuestra conciencia personal y comunitaria quedaría debilitada. O pensemos en una madre y un padre que, en nombre de una fe desacralizada, privaran a sus hijos de toda ritualidad religiosa: en realidad acabarían por dejar campo libre a los numerosos sucedáneos presentes en la sociedad de consumo, a otros ritos y otros signos, que más fácilmente podrían convertirse en ídolos. Dios, nuestro Padre, no obró así con la humanidad...» (Homilía, Corpus Domini, 7 de junio de 2012).

Estas manifestaciones serán ocasión de enfatizar el valor de súplica, de intercesión, de reparación por las ofensas hechas a Dios y de propiciación del culto cristiano. Sería  muy bueno, donde sea posible, que las procesiones de rogativas, incluyendo las letanías de los santos, sean revividas. Por último, quisiera insistir en la oración por los difuntos. En muchos países, los difuntos tuvieron que ser enterrados sin que se celebraran las exequias adecuadas. Debemos reparar esta injusticia. Además, quisiera deplorar aquí algunas prácticas recientes que favorecen el desarrollo de nuevas formas de disponer de los restos mortales, incluida la hidrólisis alcalina, donde el cuerpo del difunto se coloca en un cilindro de metal y se disuelve en un baño químico, dejando solo unos pocos fragmentos óseos similares a los que resultan de la incineración. Los residuos se descargan luego en las alcantarillas. El proceso de hidrólisis alcalina no manifiesta aquel respeto por la dignidad del cuerpo humano que viene declarado por la ley de la Iglesia. Pero, aunque no tengamos fe, es absolutamente inhumano, cruel e irrespetuoso tratar así a las personas que amamos y nos han amado tan tiernamente. «¿No sabéis que sois templo de Dios y que el Espíritu de Dios habita en vosotros? Si alguno destruye el templo de Dios, Dios le aniquilará. Porque el templo de Dios es santo, y ese templo sois vosotros» (1 Cor 3, 16-17; Cf. también 6, 19). Por piedad filial, debemos rodear a todos los difuntos con una ardiente oración de intercesión por la salvación de sus almas. Animo a los pastores a celebrar misas solemnes por los difuntos. Sería bueno que en estos casos, según las costumbres de cada lugar, la misa estuviera seguida de una absolución celebrada en presencia de una representación simbólica de los difuntos (túmulo o catafalco), y de una procesión hacia el cementerio con bendición de las tumbas. Así la Iglesia, como verdadera madre, cuidará de todos sus hijos vivos y difuntos y presentará a Dios en nombre de todos un culto de adoración, de acción de gracias, de propiciación y de intercesión.

El gran tesoro de la Iglesia

En efecto, «lo que los Apóstoles transmitieron comprende todo lo necesario para una vida santa y para una fe creciente del pueblo de Dios y a aumentar su fe; así la Iglesia con su enseñanza, su vida, su culto, conserva y transmite a todas las edades lo que es y lo que cree», dice el Concilio Vaticano II (Dei Verbum, n. 8). El culto divino es el gran tesoro de la Iglesia. Ella no puede mantenerlo oculto; ella invita a todos los hombres porque sabe que en su culto «se recoge toda la oración humana, todo el deseo humano, toda la verdadera devoción humana, la verdadera búsqueda de Dios, que finalmente se realiza en Cristo». (Benedicto XVI, Encuentro con el clero de Roma, 2 de marzo de 2010). Les reitero a todos mi profunda compasión en estos tiempos de prueba. Renuevo mi fraternal apoyo a los sacerdotes que se dedican en cuerpo y alma y sufren por no poder hacer más por su rebaño. Juntos, muy pronto, volveremos a ofrecer a todos el culto que pertenece a Dios y que nos hace su pueblo.

Robert, Cardenal Sarah
Prefecto de la Congregación para el Culto divino y la disciplina de los Sacramentos

martes, 2 de junio de 2020

CARDENAL SARAH, CARTA SOBRE EL CULTO CATÓLICO EN TIEMPOS DE PRUEBA (I)

Cardenal Robert Sarah. Foto:archisevilla.org 

Publico en español el texto íntegro (hoy una primera parte) de la carta–mensaje que el Cardenal Robert Sarah dio a la prensa a inicios del pasado mes de mayo. Circunstancias del momento hicieron que este texto pasara algo desapercibido, sin embargo constituye una guía teológica–pastoral espléndida para orientar la fe de los fieles (sacerdotes y laicos) en los difíciles tiempos que nos toca vivir. Su lectura me parece especialmente necesaria para que nuestra reverencia a la Eucaristía y al culto en general no se vea afectada por la excepcionalidad que nos impone la epidemia, la técnica y, de modo más profundo, la secularización imperante.
Para facilitar su lectura y la búsqueda de temas he mantenido, con mínimas variaciones, los subtítulos del texto en francés, confiado por su Eminencia a la revista l'Homme Nouveau.

Texto original en francés e italiano: hommenouveau.frilfoglio.it

* * *
E
n muchos países, el ejercicio del culto cristiano se ha visto perturbado por la pandemia del covid-19. Los fieles no pueden reunirse en las iglesias, ni pueden participar sacramentalmente en el sacrificio eucarístico. Esta situación es fuente de gran sufrimiento. Pero es también una ocasión que Dios nos da para comprender mejor la necesidad y el valor del culto litúrgico. Como Cardenal Prefecto de la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos, pero sobre todo en profunda comunión en el humilde servicio a Dios y a su Iglesia, deseo ofrecer esta meditación a mis hermanos en el episcopado y en el sacerdocio, y al pueblo de Dios, para tratar de sacar algunas enseñanzas de esta situación.

¿Un culto suspendido?

A veces se ha dicho que, debido a la epidemia y al confinamiento decretado por las autoridades civiles, el culto público estaba suspendido. Esto no es exacto. El culto público es el culto que da a Dios el entero Cuerpo místico, Cabeza y miembros, como recuerda el Concilio Vaticano II:

«Realmente, en esta obra tan grande por la que Dios es perfectamente glorificado y los hombres santificados, Cristo asocia siempre consigo a su amadísima Esposa la Iglesia, que invoca a su Señor y por El tributa culto al Padre Eterno.
Con razón, pues, se considera la Liturgia como el ejercicio del sacerdocio de Jesucristo. En ella los signos sensibles significan y, cada uno a su manera, realizan la santificación del hombre, y así el Cuerpo Místico de Jesucristo, es decir, la Cabeza y sus miembros, ejerce el culto público íntegro. En consecuencia, toda celebración litúrgica, por ser obra de Cristo sacerdote y de su Cuerpo, que es la Iglesia, es acción sagrada por excelencia, cuya eficacia, con el mismo título y en el mismo grado, no la iguala ninguna otra acción de la Iglesia». (Sacrosanctum Concilium n. 7).

Este culto se tributa a Dios cuando se ofrece en nombre de la Iglesia por las personas legítimamente designadas y mediante aquellos actos aprobados por la autoridad de la Iglesia (Cf. Código de Derecho Canónico, C. 834).

Así, siempre que un sacerdote celebra la misa o la liturgia de las horas, aunque esté solo, ofrece el culto público y oficial de la Iglesia en unión con su Cabeza, Cristo, y en nombre de todo el Cuerpo. Es necesario recordar esta verdad para empezar. Nos permitirá disipar mejor algunos errores.

Naturalmente, para encontrar su expresión plena y manifiesta, es preferible que este culto pueda ser celebrado con la participación de una comunidad de fieles del pueblo de Dios. Pero puede suceder que no sea posible. La ausencia física de la comunidad no impide la realización del culto público, aunque se recorte alguna parte de su realización. Por tanto, sería errado pretender que el sacerdote se abstenga de la celebración de la misa en ausencia de fieles. Al contrario, en las actuales circunstancias en las que el pueblo de Dios se ve impedido de unirse sacramentalmente a este culto, el sacerdote está más obligado a la celebración diaria. En efecto, en la liturgia, el sacerdote actúa in persona Ecclesiae, en nombre de toda la Iglesia, e in persona Christi, en nombre de Cristo, Cabeza del cuerpo, para rendir culto al Padre bueno; es el embajador, el representante de todos los que no pueden estar allí.

Ninguna autoridad civil puede suspender el culto público de la Iglesia

Se comprende, por tanto, que ninguna autoridad civil pueda suspender el culto público de la Iglesia. Este culto es una realidad espiritual sobre la cual la autoridad temporal no tiene competencia alguna. Este culto continúa donde sea que se celebre una misa, incluso sin la presencia de fieles congregados. En cambio, corresponde a esta autoridad civil prohibir las reuniones que resultarían peligrosas para el bien común en vista de la situación sanitaria. También es responsabilidad de los obispos colaborar con estas autoridades civiles con la mayor franqueza. Por tanto, era probablemente legítimo pedir a los cristianos que se abstuvieran, por un tiempo corto y limitado, de reunirse. Por otra parte, es inaceptable que las autoridades encargadas del bien político se permitan juzgar el carácter urgente o no urgente del culto religioso y prohibir la apertura de las iglesias, lo que permitiría a los fieles orar, confesarse y comulgar, siempre que se respetan las normas sanitarias. Como «promotores y custodios de toda la vida litúrgica», corresponde a los obispos exigir con firmeza y sin demora el derecho a reunirse tan pronto como sea razonablemente posible. En esta materia, el ejemplo de san Carlos Borromeo puede iluminarnos. Durante la peste de Milán, aplicó en las procesiones las estrictas medidas sanitarias promovidas por la autoridad civil de su tiempo, semejantes a las medidas de distanciamiento de nuestra época. Los fieles cristianos tienen también el derecho y el deber de defender firmemente y sin compromisos su libertad de culto. Una mentalidad secularizada considera los actos religiosos como actividades secundarias al servicio del bienestar de las personas, al igual que las actividades recreativas y culturales. Esta perspectiva es radicalmente falsa. La alabanza y la adoración se deben objetivamente a Dios. Le debemos este culto porque es nuestro Creador y nuestro Salvador. La manifestación pública del culto católico no es una concesión del Estado a la subjetividad de los creyentes. Es un derecho objetivo de Dios. Es un derecho inalienable de toda persona. «El deber de rendir a Dios un culto auténtico concierne al hombre individual y socialmente considerado» (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2105). Esta es «la doctrina católica tradicional sobre el deber moral de los hombres y de las sociedades hacia la verdadera religión y a la única Iglesia de Cristo», recuerda el Concilio Vaticano II (Dignitatis Humanae, 1).

Homenaje agradecido a sacerdotes, religiosos, religiosas y laicos

Quisiera ahora rendir homenaje a los sacerdotes, a los religiosos y religiosas que han asegurado la continuidad del culto público católico en los países más afectados por la pandemia. Celebrando en la soledad, ustedes han rezado en nombre de toda la Iglesia, han sido la voz de todos los cristianos que ascendía al Padre. Quiero también dar gracias a todos los fieles laicos que se han esforzado por asociarse a este culto público celebrando la liturgia de las horas en sus casas o uniéndose espiritualmente a la celebración del Santo Sacrifico de la Misa.

Algunos han criticado la retransmisión de estas liturgias por medios de comunicación como la televisión o Internet. Es indudable, como lo ha recordado el Papa Francisco, que la imagen virtual no sustituye a la presencia física. Jesús vino a tocarnos en nuestra carne. Los sacramentos prolongan su presencia hasta nosotros. Es preciso recordar que la lógica de la Encarnación, y por tanto de los sacramentos, no puede prescindir de la presencia física. Ninguna retransmisión virtual podrá jamás reemplazar la presencia sacramental. A la larga, incluso podría ser perjudicial para la salud espiritual del sacerdote que, en lugar de volver su mirada hacia Dios, mira y habla a un ídolo: una cámara, alejándose así de Dios que nos ha amado hasta el punto de entregar a su Hijo Unigénito en la Cruz para que podamos tener vida.

No obstante, quiero dar las gracias a todos los que han trabajado en estas transmisiones. Ellas han permitido a muchos cristianos unirse espiritualmente al culto público ininterrumpido de la Iglesia. Han sido útiles y fecundas. También han permitido a muchas personas buscar apoyo para su oración. Quiero rendir homenaje a la inventiva y a la imaginación de los cristianos desplegada durante la emergencia.

Pero también quiero llamar la atención de todos sobre algunos riesgos. Los medios de transmisión virtual podrían inducir a una lógica de búsqueda del éxito, de la imagen, del espectáculo o de la pura emoción. Esta lógica no es la del culto cristiano. El culto no pretende cautivar a los espectadores a través de una cámara. Está dirigido y orientado hacia el Dios Trinidad. Para evitar este riesgo, esta transformación del culto cristiano en espectáculo es importante reflexionar sobre lo que Dios nos dice a través de la situación actual.

La experiencia del exilio

El pueblo cristiano se ha encontrado en la situación del pueblo hebreo en el exilio, privado del culto. El profeta Ezequiel nos enseña el significado espiritual de esta suspensión del culto hebreo. Necesitamos volver a leer este libro del Antiguo Testamento cuyas palabras son de gran actualidad. El pueblo elegido no sabía cómo ofrecer a Dios un culto verdaderamente espiritual, afirma el profeta. Se ha vuelto hacia los ídolos. «Sus sacerdotes violaron mi ley y profanaron mis santuarios; entre lo sagrado y lo profano, no hicieron ninguna diferencia y no enseñaron a distinguir lo impuro y lo puro,... y he sido deshonrado entre ellos» (Ez 22, 26). Entonces la gloria de Dios ha abandonado el templo de Jerusalén (Ez 10, 18).

Pero Dios no se venga. Si permite que las catástrofes naturales sobrevengan a su pueblo, es siempre para instruirlo mejor y ofrecerle la gracia de una alianza más profunda. (Ez 33, 11) Durante el exilio, Ezequiel enseña al pueblo las modalidades de un culto más perfecto, de una adoración más verdadera. (Ez cap. 40 a 47). El profeta deja entrever un nuevo templo del que fluye un río de agua viva (Ez 47, 1). Este templo simboliza, prefigura y anuncia el Corazón traspasado de Jesús, el verdadero templo. Este templo está servido por sacerdotes que no tendrán heredad en Israel, ni tierra en propiedad privada. «No les será dada herencia en Israel, Yo seré su herencia» (Ez 44, 28), dice el Señor.

Hemos olvidado la diferencia entre lo sagrado y lo profano

Creo que podemos aplicar estas palabras de Exequiel a nuestros templos. Tampoco nosotros hemos sabido diferenciar lo sagrado de lo profano.

Con frecuencia hemos despreciado el carácter sagrado de nuestras iglesias. Las hemos transformado en salas de concierto, en restaurantes o dormitorios para los pobres, refugiados o inmigrantes indocumentados. La Basílica de San Pedro y casi todas nuestras catedrales, expresiones vivas de la fe de nuestros ancestros, se han convertido en grandes museos, pisoteados y profanados ante nuestros ojos, por un lamentable desfile de turistas a menudo incrédulos e irrespetuosos de los lugares sagrados y del Templo santo del Dios viviente. Hoy, a través de una enfermedad no querida positivamente, Dios nos ofrece la gracia de sentir cuánta falta nos hacen nuestras iglesias. Dios nos ofrece la gracia de experimentar que necesitamos esta casa donde habita en medio de nuestras ciudades y pueblos. Tenemos necesidad de un lugar, de un edifico sagrado, es decir reservado exclusivamente para Dios. Necesitamos un lugar que sea más que un simple espacio funcional de reunión o de entretenimiento cultural. Una iglesia es un lugar donde todo está orientado hacia la gloria de Dios, al culto de su majestad. ¿No es hora, al releer el libro de Ezequiel, de recuperar el sentido de la sacralidad? ¿De prohibir las manifestaciones profanas en nuestras iglesias? ¿De reservar el acceso al altar solo a los ministros del culto? ¿De desterrar los gritos, los aplausos, las conversaciones mundanas, el frenesí de las fotografías de este lugar donde Dios viene a habitar?

«La iglesia no es un local en el que cada mañana acontece algo una vez, para luego permanecer vacío y «sin función» durante el resto del día. En ese local que es la iglesia está siempre la Iglesia, porque el Señor se entrega siempre, porque el misterio eucarístico permanece y porque al avanzar hacia este misterio, estamos siempre incluidos en el culto divino de toda la Iglesia creyente, orante y amante. Todos conocemos la diferencia entre una iglesia llena de oraciones y una iglesia convertida en museo. Hoy corremos el gran peligro de que nuestras iglesias se conviertan en museos» (Joseph Ratzinger, Eucaristía. Mitte der Kirche, Munich, 1978).

Podríamos repetir las mismas palabras a propósito del domingo, el día del Señor, el santuario de la semana. ¿No lo hemos profanado convirtiéndolo en un día de trabajo, en un día de mero entretenimiento mundano? Hoy lo echamos tanto de menos. Los días se suceden unos a otros de forma muy similar.

Volver a aprender el culto en espíritu y en verdad

Debemos escuchar la palabra del profeta que nos reprocha haber «violado el santuario». Debemos estar dispuestos a volver a aprender el culto en espíritu y en verdad. Muchos sacerdotes han descubierto la celebración sin presencia del pueblo. Han experimentado así que la liturgia es principalmente y ante todo «el culto de la divina majestad», según las palabras del Vaticano II (SC 33). No es en primer lugar un ejercicio pedagógico o misionero. Mejor aún, llega a ser una realidad verdaderamente misionera solo en la medida en que está enteramente ordenada a «la perfecta glorificación de Dios» (SC 5).

Al celebrar solos, los sacerdotes ya no tenían ante los ojos al pueblo cristiano; entonces han tomado conciencia de que la celebración de la misa se dirige siempre al Dios Trinidad. Han vuelto su mirada hacia Oriente, porque «del Oriente viene la propiciación. De allí viene el hombre cuyo nombre es Oriente, que se ha convertido en mediador entre Dios y los hombres. Por eso, estáis invitados a mirar siempre hacia el Oriente, de donde sale para vosotros el Sol de Justicia, de donde la luz aparece siempre para vosotros», como nos dice Orígenes en una de sus homilías sobre el Levítico. La misa no es un largo discurso dirigido al pueblo, sino una alabanza y una súplica dirigida a Dios.


La mentalidad occidental contemporánea, modelada por la técnica y fascinada por los medios de comunicación, ha querido a veces hacer de la liturgia una obra de pedagogía eficaz y rentable. En este espíritu, se ha buscado hacer las celebraciones amigables y atractivas. Los actores litúrgicos, animados por motivaciones pastorales, en ocasiones han querido hacer un trabajo educativo, introduciendo elementos profanos o espectaculares en las celebraciones. ¿No hemos visto florecer testimonios, puestas en escenas y aplausos varios? Se cree así favorecer la participación de los fieles, cuando de hecho se reduce la liturgia a un juego humano. Existe el riesgo real de no dejar lugar a Dios en nuestras celebraciones. Corremos el peligro de caer en la misma tentación que los hebreos en el desierto. Buscaron crear un culto a su medida y a su altura humana; pero no lo olvidemos: ¡terminaron postrados ante el ídolo del becerro de oro que ellos mismos se habían fabricado!