domingo, 27 de abril de 2014

EL ARMA INVENCIBLE DE SAN JUAN PABLO II

En el Ángelus del 29 de mayo de 1994, San Juan Pablo II hizo una confidencia muy particular. Acababa de volver al Vaticano luego de haber estado internado algunas semanas en el hospital Gemelli de Roma. Este nuevo contacto con el dolor le había hecho comprender con luces nuevas que solo hay un arma que vuelve a la Iglesia Católica eternamente invencible: la Cruz. Y qué bien supo empuñarla este Papa santo.
"Por medio de María quisiera expresar hoy mi gratitud por este don del sufrimiento, asociado nuevamente al mes mariano de mayo. Quiero agradecer este don. He comprendido que es un don necesario. El Papa debía estar en el hospital; debía estar ausente de esta ventana durante cuatro semanas; del mismo modo que sufrió hace trece años, debía sufrir también este año. (Tres veces dijo: el Papa debía) He meditado, he vuelto a pensar en todo esto durante mi hospitalización. Y he reencontrado a mi lado la gran figura del cardenal Wyszynski (...). Al comienzo de mi pontificado, me dijo: 'Si el Señor te ha llamado, debes llevar a la Iglesia hasta el tercer milenio'. (...) Y he comprendido que debo llevar a la Iglesia de Cristo hasta este tercer milenio con la oración, con diversas iniciativas, pero he visto que eso no basta: necesitaba llevarla con el sufrimiento, con el atentado de hace trece años y con este nuevo sacrificio. ¿Por qué ahora? ¿Por qué en este año? ¿Por qué en este Año de la familia? Precisamente porque se amenaza a la familia, porque se la ataca. El Papa debe ser atacado, el Papa debe sufrir, para que todas las familias y el mundo entero vean que hay un evangelio -podría decir- superior: el evangelio del sufrimiento, con el que hay que preparar el futuro, el tercer milenio de las familias, de todas las familias y de cada familia. Quería añadir estas reflexiones en mi primer encuentro con vosotros, al final de este mes mariano, porque debo este don del sufrimiento a la Santísima Virgen, y se lo agradezco. Comprendo que era importante tener este argumento ante los poderosos del mundo. Tengo que encontrarme nuevamente con los poderosos del mundo y tengo que hablar. ¿Con cuáles argumentos? Me queda este argumento del sufrimiento. Y quisiera decirles: comprended, comprended por qué el Papa ha estado nuevamente en el hospital, por qué ha sufrido nuevamente, comprendedlo, pensad una vez más en ello".

sábado, 26 de abril de 2014

LOS SACERDOTES QUE ANHELABA EL SANTO PAPA JUAN

Extracto de la Encíclica Sacerdotii Nostri Primordia de su Santidad Juan XXIII, en el centenario del tránsito del Santo Cura de Ars. (1 de agosto de 1959)

“En la vida de un sacerdote, nada puede sustituir a la oración silenciosa y prolongada ante el altar. La adoración de Jesús, nuestro Dios; la acción de gracias, la reparación por nuestras culpas y por las de los hombres, la súplica por tantas intenciones que le están encomendadas, elevan sucesivamente al sacerdote a un mayor amor hacia el Divino Maestro, al que se ha entregado, y hacia los hombres que esperan su ministerio sacerdotal. Con la práctica de este culto, iluminado y ferviente, a la Eucaristía, el sacerdote aumenta su vida espiritual, y así se reparan las energías misioneras de los apóstoles más valerosos.
Es preciso añadir el provecho que de ahí resulta para los fieles, testigos de esta piedad de sus sacerdotes y atraídos por su ejemplo. «Si queréis que los fieles oren con devoción —decía Pío XII al clero de Roma— dadles personalmente el primer ejemplo, en la iglesia, orando ante ellos. Un sacerdote arrodillado ante el tabernáculo, en actitud digna, en un profundo recogimiento, es para el pueblo ejemplo de edificación, una advertencia, una invitación para que el pueblo le imite» (Discurso, 13 de marzo 1943: AAS 35 (1943), 114-115). La oración fue, por excelencia, el arma apostólica del joven Cura de Ars. No dudemos de su eficacia en todo momento.
Mas no podemos olvidar que la oración eucarística, en el pleno significado de la palabra, es el Santo Sacrificio de la Misa. Conviene insistir, Venerables Hermanos, especialmente sobre este punto, porque toca a uno de los aspectos esenciales de la vida sacerdotal.
Y no es que tengamos intención de repetir aquí la exposición de la doctrina tradicional de la Iglesia sobre el sacerdocio y el sacrificio eucarístico; Nuestros Predecesores, de f.m., Pío XI y Pío XII en magistrales documentos, han recordado con tanta claridad esta enseñanza que no Nos resta sino exhortaros a que los hagáis conocer ampliamente a los sacerdotes y fieles que os están confiados. Así es como se disiparán las incertidumbres y audacias de pensamiento que aquí y allá, se han manifestado a este propósito.
Mas conviene mostrar en esta Encíclica el sentido profundo con que, el Santo Cura de Ars, heroicamente fiel a los deberes de su ministerio, mereció en verdad ser propuesto a los pastores de almas como ejemplo suyo, y ser proclamado su celestial Patrono. Porque si es cierto que el sacerdote ha recibido el carácter del Orden para servir al altar y si ha comenzado el ejercicio de su sacerdocio con el sacrificio eucarístico, éste no cesará, en todo el decurso de su vida, de ser la fuente de su actividad apostólica y de su personal santificación. Y tal fue precisamente el caso de San Juan María Vianney.
De hecho, ¿cuál es el apostolado del sacerdote, considerado en su acción esencial, sino el de realizar, doquier que vive la Iglesia, la reunión, en torno al altar, de un pueblo unido por la fe, regenerado y purificado? Precisamente entonces es cuando el sacerdote en virtud de los poderes que sólo él ha recibido, ofrece el divino sacrificio en el que Jesús mismo renueva la única inmolación realizada sobre el Calvario para la redención del mundo y para la glorificación de su Padre. Allí es donde reunidos ofrecen al Padre celestial la Víctima divina por medio del sacerdote y aprenden a inmolarse ellos mismos como «hostias vivas, santas, gratas a Dios» (Rom 12, 1). 

miércoles, 23 de abril de 2014

LAS LLAGAS DE CRISTO, SEÑALES DE SU TRIUNFO

Al hablar de las cualidades de Cristo resucitado, Tomás de Aquino presenta una serie de razones –en su mayoría tomadas de los Padres de la Iglesia- con objeto de fundamentar teológicamente la conveniencia de que el cuerpo de Cristo resucitara con las llagas o cicatrices de la pasión. Estos argumentos arrojan un  haz de luz sobre nuestros corazones, ayudando a comprender por qué los santos de todos los tiempos han quedado cautivados por estas heridas de Cristo y han hecho de cada una de ellas un espléndido e insustituible refugio.

“Fue conveniente que en la resurrección, el alma de Cristo tomase el cuerpo con las cicatrices.
Primero, por la gloria del propio Cristo. En efecto, dice San Beda que conservó las cicatrices no por la impotencia de curarlas, sino para llevar siempre consigo las señales de su triunfo. Y por esto mismo dice San Agustín que tal vez en aquel reino veremos en los cuerpos de los mártires las cicatrices de las heridas que sufrieron por el nombre de Cristo; no será en ellos una deformidad sino un dignidad; y brillará en su cuerpo cierta belleza, no del propio cuerpo sino de la virtud.
Segundo, para confirmar los corazones de los discípulos en lo tocante a la fe de su resurrección.
Tercero, para mostrar siempre al Padre, en sus ruegos por nosotros, qué género de muerte sufrió por el hombre.
Cuarto, para dar a conocer a los redimidos con su muerte cuán misericordiosamente habían sido socorridos, poniéndoles delante las señales de esa misma muerte.
Finalmente, para anunciar en el juicio cuán justamente son condenados. Por esto dice San Agustín en el libro “Sobre el Símbolo”: Cristo sabía la razón de conservar las cicatrices en su cuerpo. Así como las mostró a Tomás, que no estaba dispuesto a creer sin tocar y ver, así también habrá de mostrar sus heridas a los enemigos, para que, convenciéndolos, la Verdad les diga: He aquí el hombre a quien crucificasteis. Veis las heridas que le hicisteis. Reconocéis el costado que atravesasteis. Porque por vosotros, y por vuestra causa, fue abierto; pero no quisisteis entra” (S. Th., III, q. 54, a.4 c.).

domingo, 20 de abril de 2014

¡QUÉ NOCHE TAN DICHOSA! TOMÁS DE AQUINO Y EL PORQUÉ DE LA RESURRECCIÓN DE CRISTO

He aquí la respuesta del Doctor Angélico a la cuestión de si fue necesario que Cristo resucitase.

“Por cinco razones fue necesario que Cristo resucitara: Primero, para manifestación de la justicia divina, a la que pertenece ensalzar a los que por Dios se humillan, según aquellas palabras de Lc 1, 52: Derribó a los poderosos de su trono, y exaltó a los humildes. Así pues, al haberse humillado Cristo hasta la muerte de cruz, por caridad y por obediencia a Dios, era necesario que fuese exaltado por Dios hasta la resurrección gloriosa. Por esto se dice de su persona en el Sal 138, 2: Tú conociste, esto es, aprobaste mi sentarme, es decir, mi humillación y mi pasión y mi levantarme, que es mi glorificación por la resurrección, como lo expone la Glosa.
Segundo, para la instrucción de nuestra fe. Por su resurrección, efectivamente, fue confirmada nuestra fe en la divinidad de Cristo porque, como se dice en 2 Cor 13, 4, aunque fue crucificado por nuestra flaqueza, está sin embargo vivo por el poder de Dios. Y, por este motivo, se escribe en 1 Cor 15,14: Si Cristo no resucitó, vana es nuestra predicación, y vana es nuestra fe. Y en el Sal 29, 10 se pregunta: ¿Qué utilidad habrá en mi sangre, esto es, en el derramamiento de mi sangre, mientras desciendo, como por unos escalones de calamidades, a la corrupción? Como si dijera: Ninguna. Pues si no resucito al instante, y mi cuerpo se corrompe, a nadie predicaré, a nadie ganaré, según expone la Glosa.
Tercero, para levantar nuestra esperanza. Pues, al ver que Cristo resucita, siendo El nuestra cabeza, esperamos que también nosotros resucitaremos. De donde, en 1 Cor 15,12, se dice: Si se predica que Cristo ha resucitado de entre los muertos, ¿cómo algunos de entre vosotros dicen que no hay resurrección de los muertos? y en Job 19,25-27 se escribe: Yo sé, es claro que por la certeza de la fe, que mi Redentor, esto es, Cristo, vive, por resucitar de entre los muertos, y por eso resucitaré yo de la tierra en el último día; esta esperanza está asentada en mi interior.
Cuarto, para instrucción de la vida de los fieles, conforme a aquellas palabras de Rom 6, 4: Como Cristo resucitó de entre los muertos por medio de la gloria del Padre, así también nosotros vivamos una vida nueva. Y más adelante (v. 9-11): Cristo, al resucitar de entre los muertos, ya no muere; así, pensad que también vosotros estáis muertos al pecado, pero vivos para Dios.
Quinto, para complemento de nuestra salvación. Porque, así como por este motivo soportó los males muriendo para librarnos de ellos, así también fue glorificado resucitando para llevarnos los bienes, según aquel pasaje de Rom 4,25: Fue entregado por nuestros pecados, y resucitó para nuestra justificación”. (S. Th., III, q. 53, a.1, c.)

sábado, 19 de abril de 2014

BESAR EL CRUCIFIJO

''Pensemos mucho durante esta semana en el dolor de Jesús y digámonos a nosotros mismos: Es por mí; aunque yo hubiera sido la única persona en el mundo, lo habría hecho: por mí. Besemos el crucifijo y digamos: Por mí, gracias Jesús, por mí... Esta semana nos hará bien tomar el crucifijo en la mano, besarlo tantas veces y decir: ¡Gracias Jesús, gracias Señor!''. (Papa Francisco, 16-4-2014)

jueves, 17 de abril de 2014

TOMÁS DE AQUINO Y EL PORQUÉ DE LA PASION DE CRISTO

En suma teológica, III, q. 46, a.3, Santo Tomás de Aquino, respondiendo a la cuestión Si hubo otro modo más conveniente para librar al hombre que la pasión de Cristo, nos presenta una síntesis profunda de las razones por las que la pasión del Señor fue el modo más excelente de llevar a cabo nuestra salvación.

“Un medio es tanto más conveniente para conseguir un fin cuanto más ventajas concurren en él para lograr tal fin. Ahora bien, en la liberación del hombre por la pasión de Cristo concurren muchas circunstancias que pertenecen a la salvación del hombre, fuera de la liberación del pecado.
Primero, por este medio conoce el hombre lo mucho que Dios le ama, y con esto es invitado a amarle a Él, en lo cual consiste la perfección de la salvación humana. Por lo que dice el Apóstol en Rm 5,8-9: Dios prueba su amor para con nosotros en que, siendo todavía pecadores, Cristo murió por nosotros.
Segundo, porque con esto nos dio ejemplo de obediencia, humildad, constancia, justicia y demás virtudes manifestadas en la pasión, necesarias para la salvación de los hombres. De donde se dice en 1 Pt 2,21: Cristo padeció por nosotros, dejándonos ejemplo para que sigamos sus pasos.
Tercero, porque Cristo con su pasión no sólo liberó al hombre del pecado, sino que también mereció para él la gracia de la justificación y la gloria de la bienaventuranza, como luego se dirá.
Cuarto, porque con esto se intimó al hombre una mayor necesidad de conservarse inmune de pecado, según aquellas palabras de 1 Co 6,20: Habéis sido comprados a gran precio, glorificad y llevad a Dios en vuestro cuerpo.
Quinto, porque realza más la dignidad del hombre, de suerte que, cómo un hombre fue vencido y engañado por el diablo, así fuese también otro hombre el que derrotase al diablo; y así como un hombre mereció la muerte, así otro hombre, muriendo, venciese la muerte, como se lee en 1 Co 15, 57: Gracias a Dios, que nos ha dado la victoria por medio de Jesucristo.
Y, en consecuencia, fue más conveniente ser liberados por la pasión de Cristo que serlo solamente por la voluntad de Dios”.

miércoles, 16 de abril de 2014

UN PAPA EXTRAORDINARIO

87 años del Papa Benedicto
¡Muchísimas felicidades, Santidad!
¡Muchísimas gracias, Santo Padre!

domingo, 13 de abril de 2014

CONSIDERACIONES PARA EL DOMINGO DE RAMOS

La fluctuante gloria de los hombres

“Amadísimo Jesús mío, quisiste entrar solemnemente en Jerusalén para que la ignominia de vuestra pasión y muerte contraste con la honra y gloria que aquel día recibisteis. Pronto se trocarán en maldiciones e injurias las alabanza y vítores con que hoy os aclaman. Hoy dicen: Hosanna, salud y gloria al Hijo de Davis; bendito sea el que viene en nombre del Señor. Dentro de algunos días alzarán la voz diciendo: Quita, quítale de en medio, crucifícale”… Ahora se despojan de sus vestidos, y después os despojaran, Jesús mío, de los vuestros para azotaros y crucificaros. Ahora tapizan de ramos las calles que habéis de atravesar, y luego tomarán manojos de espinas que traspasen vuestra frente. Ahora os colman de bendiciones, y después no se cansarán de ultrajaros e insultaros. Alma mía, sal al encuentro de tu Dios y dile con afecto y agradecimiento: Bendito sea el que viene en nombre del Señor”. (San Alfonso María de Ligorio)

Convertir nuestra vida en un hosanna sin fin

“Cristo debe reinar, antes que nada, en nuestra alma. Pero qué responderíamos, si El preguntase: tú, ¿cómo me dejas reinar en ti? Yo le contestaría que, para que El reine en mí, necesito su gracia abundante: únicamente así hasta el último latido, hasta la última respiración, hasta la mirada menos intensa, hasta la palabra más corriente, hasta la sensación más elemental se traducirán en un hosanna a mi Cristo Rey”. (San Josemaría Escrivá)

Soberanía y dependencia

“Quizá no se ha escrito nunca una paradoja tan grande como esta: por un lado la soberanía del Señor, y por otra, su necesidad. Esta combinación de divinidad y dependencia, de posesión y pobreza, era consecuencia de que la Palabra o el Verbo se hubieran hecho carne. Realmente, el que era rico se había hecho pobre por nosotros, para que nosotros pudiéramos ser ricos. Pidió prestado a un pescador una barca desde la cual poder predicar; tomó prestado panes de cebada y peces que llevaba un muchacho con objeto de alimentar a la multitud; tomó prestado una sepultura de la cual resucitaría, y ahora tomaba prestado un asno sobre el cual entrar en Jerusalén… Para aquellos que le conocen, les es suficiente oír estas palabras: El Señor tiene necesidad de tal cosa”. (Venerable Fulton Sheen)


viernes, 11 de abril de 2014

VIERNES DE PASIÓN. A LA MADRE DOLOROSA DE LA IGLESIA

Señora, al pie de la cruz te viste privada hasta de los más mínimos consuelos. Luego de presenciar la crueldad de la crucifixión, miraste cómo los soldados se repartían las ropas de tu Jesús y sorteaban su túnica; una túnica fina, de una sola pieza, quizá tejida con tus propias manos virginales. Te invadió el deseo de conservarla como reliquia sagrada, como recuerdo póstumo de los innumerables momentos pasados junto a tu Hijo. Pero ya ves, Madre dolorosa, que en la cima del Gólgota no hay piedad alguna para Cristo y los suyos. A nadie se le ocurre ofrecer la túnica del ajusticiado a su madre allí presente. Envuelta a toda prisa es guardada en el saco inmundo de un afortunado soldado. Para ti Señora no hay consuelo alguno: el expolio de tu corazón es total. Dios también te pide sorber el cáliz de la pasión hasta el extremo. Como una madre que en medio de fuertes dolores se prepara a dar a luz un hijo, así también tú, al pie de la cruz, en medio de un profundo dolor y desamparo, te dispones a engendrar otra vez el nuevo cuerpo de Cristo: la Iglesia. Pero ahora, Madre y Reina admirable, no permitas que el Cuerpo Místico de tu Hijo sea despojado de sus celestiales vestiduras.

miércoles, 9 de abril de 2014

LA VÍCTIMA PRECIOSA. REFLEXIONES PARA TIEMPOS DE PASIÓN

"Cristo Jesús es nuestro Sumo Sacerdote, y su precioso cuerpo, que inmoló en el ara de la cruz por la salvación de todos los hombres, es nuestro sacrificio. La sangre que se derramó para nuestra redención no fue la de los becerros y los machos cabríos (como en la ley antigua), sino la del inocentísimo Cordero, Cristo Jesús, nuestro salvador.
El templo en el que nuestro sumo sacerdote ofrecía el sacrificio no era hecho por manos de hombres, sino que había sido levantado por el solo poder de Dios— pues Cristo derramó su sangre a la vista del mundo: un templo ciertamente edificado por la sola mano de Dios.
Y este templo tiene dos partes: una es la tierra, que ahora nosotros habitamos; la otra nos es aún desconocida a nosotros, mortales.
Así, primero, ofreció su sacrificio aquí en la tierra, cuando sufrió la más acerba muerte. Luego, cuando revestido de la nueva vestidura de la inmortalidad entró por su propia sangre en el santuario, o sea, en el cielo, presentó ante el trono del Padre celestial aquella sangre de inmenso valor, que había derramado una vez para siempre en favor de todos los hombres, pecadores.
Este sacrificio resultó tan grato y aceptable a Dios, que así que lo hubo visto, compadecido inmediatamente de nosotros, no pudo menos que otorgar su perdón a todos los verdaderos penitentes. 
Es además un sacrificio perenne, de forma que no sólo cada año (como entre los judíos se hacía), sino también cada día, y hasta cada hora y cada instante, sigue ofreciéndose para nuestro consuelo, para que no dejemos de tener la ayuda más imprescindible". (San Juan Fisher, comentario al Salmo 129)

domingo, 6 de abril de 2014

LAS RESURRECCIONES DEL ALMA. UN COMENTARIO DE SAN AGUSTÍN

El genio de Agustín, comentando el evangelio de la resurrección de Lázaro, advierte las diferentes circunstancias en que acontecen las tres resurrecciones que recogen los santos Evangelios: la hija de Jairo, mientras era velada en su casa; el hijo de la viuda de Naim, camino al cementerio; Lázaro, ya depositado en el sepulcro. Estos tres momentos tienen para san Agustín un profundo significado espiritual: se corresponden con los tres estados de un pecador. Y cualquiera sea su situación, la gracia del poder de Cristo basta para devolverlo a la vida.

S
i, pues, por su gran gracia y misericordia el Señor resucita las almas para que no muramos eternamente, entendemos bien que los tres muertos que en cuanto a los cuerpos resucitó significan y figuran algo sobre las resurrecciones de las almas que son hechas mediante la fe. Resucitó a la hija del arquisinagogo, yacente aún encasa; resucitó al joven hijo de una viuda, sacado fuera de las puertas de la ciudad; resucitó a Lázaro, sepultado de cuatro días.
Mire cada cual su alma: si peca muere; el pecado es la muerte del alma. Pero a veces se peca en el pensamiento. Te deleitó lo que es malo, consentiste, pecaste; ese consentimiento te ha matado; pero la muerte está dentro, porque le pensamiento malo no resultó aún hecho. Para significar el Señor que él resucita a un alma tal, resucitó a la niña que aún no había sido sacada afuera, sino que yacía muerta en casa; por así decirlo, el pecado estaba oculto. Si, en cambio, no sólo consentiste en una delectación mala, sino que también hiciste el mal mismo, sacaste fuera de la puerta al muerto, por así decirlo; ya está fuera y muerto te han sacado. Sin embargo, también a ese mismo lo resucitó el Señor y lo devolvió a su madre viuda. Si has pecado, arrepiéntete, y el Señor te resucita y te devolverá a la Iglesia, tu madre.
El tercer muerto es Lázaro. Hay un género de muerte monstruoso: se llama la mala costumbre. Una cosa es, en efecto, pecar; otra, formar la costumbre de pecar. Quien peca y se corrige al instante, revive rápidamente; porque no está aún implicado en la costumbre, no está sepultado. Quien, en cambio, acostumbra a pecar, está sepultado y de él se dice bien que hiede, pues comienza a tener pésima fama. Olor asquerosísimo, digamos. Así son todos los habituados a malas acciones, los de “costumbres depravadas”…
El Señor, pues, resucitó también a Lázaro. Habéis oído en qué condiciones estaba, esto es, qué significa la resurrección de Lázaro”. (San Agustín, Sobre el Evangelio de San Juan, Tratado XLIX 3-4, BAC)

martes, 1 de abril de 2014

ASISTIENDO A LA MISA ANTIGUA

Presento esta traducción castellana de un hermoso texto de Antonio Margheriti Mastino, a modo de breve catequesis sobre la Misa Romana, especialmente cuando se la celebra en la atmósfera recogida de su forma extraordinaria. Dentro de una concisión casi poética, el autor nos hace sentir el drama sacrificial que se renueva en toda Misa y que la liturgia tradicional logra significar tan convincentemente.

En el Altar a la hora de nona. Silencio y soledad del Gólgota: asistiendo a la misa antigua

Antonio Margheriti Mastino

Hay dos aspectos en particular que nos dan cuenta del sentido profundo de la Misa, especialmente según el rito Extraordinario, que yo personalmente prefiero: el silencio y la soledad. El altar, antes, durante y después del Sacrificio, está envuelto en el silencio. Y de la soledad del celebrante, "Alter Christus" (otro Cristo).

Pero cómo, se dirá, la Pascua y su celebración son también "un triunfo". Ciertamente, así es. Pero también es el perpetuarse de la pasión y muerte de Cristo. Ellas se desarrollan en el silencio, en la soledad, en la traición, en las negaciones, en la huida de los discípulos. En la Última Cena, Cristo es traicionado y vendido por Judas; en el huerto de los Olivos, en la noche que precede al suplicio, Cristo es dejado solo sudando sangre, mientras los discípulos se duermen en lugar de orar con él, lo único que les había pedido. En esa misma noche Pedro lo niega tres veces; ninguno intenta salvarlo, ninguno se ofrece a llevar la Cruz por un momento (el mismo Cireneo fue obligado a hacerlo). Ninguno parece ya conocerlo o reconocerlo.

Cristo en un instante de dolor verdaderamente humano, hace presente en voz alta a su Dios, al Abbá (a su Padre), el abismo de desgracia y soledad en el que se precipita inerte.

La "soledad." La misma soledad, que en ese momento sobre el altar del Sacrificio Supremo, nuevo Gólgota, donde verdaderamente y de nuevo irrumpe la Pasión de Cristo, experimenta el sacerdote, "Alter Christus".

El sacerdote está solo delante del altar. Y a esta soledad se suma la sombra propia de la soledad que es el silencio. Sobre la colina desolada del Gólgota, y aun antes, en el huerto y, más tarde, en el sepulcro, Cristo está solo y en silencio. Es el silencio de su obediencia, del cáliz de la amargura, del sudor ensangrentado. Es el silencio de la impotencia, que por un momento parece también de Dios. "Padre mío, Abbá, ¿por qué me has abandonado?". El "silencio" de Dios, en ese instante, parece como el abismarse de la Divinidad.

Pero es también la impotencia y desolación que procede del primer y perpetuo “sí” manifestado en la obediencia de María, que acepta que este Hijo no era para ella: "Stabat Mater Dolorosa...", al pie de la cruz. Es ese silencio tremendo que también advierte, en su lecho de muerte, la pequeña gran Teresa de Lisieux, cuando se queja, en aquel momento extremo de agonía e incertidumbre, de la "no presencia de Dios."

Silencio. Como permanecieron en silencio los discípulos, María, y todos cuantos amaban a Cristo el Mesías; al pie de la cruz o escondidos, todos callaron, impotentes, por obediencia o por cobardía, todos quedan en silencio, incluso como petrificados por el dolor y la confusión, o simplemente porque así "debían de suceder” las cosas... todos permanecieron en silencio. Sólo asistieron a la pasión y muerte del Hijo de Dios.

Es la misma razón por la que los fieles no deben "participar", sino asistir a la misa del Sacrificio. En profundo silencio; el mismo silencio que envuelve al sacerdote mientras realiza el Sacrificio de Cristo. Y también de sí mismo. Sólo tienen que "aceptar", secundar lo ineluctable, aquel milagro que no nos ha dejado "huérfanos" sobre la tierra, como lo había prometido el Mesías.

Pero entonces, ¿qué sucede con la Resurrección? Ciertamente es un triunfo. Pero es un triunfo conocido en la sombra, propio de un Dios sin arrogancia. Y acontece una vez  más en medio del silencio y de la soledad. Dentro de un sepulcro de piedra, en la noche, en ausencia de todos, excepto los soldados llamados a vigilar el exterior de la tumba. De la misma manera, en voz baja, en el silencioso y casi secreto y oscuro susurrar del sacerdote "Alter Christus" sobre el altar del Sacrificio, se hará presente la Resurrección. Siempre en medio del silencio y de la soledad.

He aquí explicado el por qué y el cómo del asistir al Santo Sacrificio de la Misa. De la Misa antigua. Lejos del clamor y del ruido, del bullicio y de los síndromes de protagonismo, de los micrófonos trepidantes y aturdidores, de la exuberante palabrería huera y de los aplausos de la misa reformada típica de los años 70, los años más cansadores de consignas, populistas, inútiles que jamás se hayan visto en la faz de la tierra.
Fuente: