jueves, 27 de junio de 2019

BUSCARÉ SEÑOR TU ROSTRO

Rostro de Cristo. Detalle de un Ecce Homo de Murillo

Recojo una breve consideración del Cardenal Newman sobre el semblante del Señor como único bien capaz de colmar los anhelos del corazón humano. Hay en ella cierta reminiscencia de aquel luminoso y esperanzador versículo del salmo: «Y al despertar me saciaré de tu semblante» (Sal 16, 15).

«Mi Señor, no conozco aquí abajo nada que dure, nada que satisfaga. Los placeres llegan y se van; apago mi sed y estoy sediento otra vez. Pero los santos en el cielo tienen siempre su mirada fija en ti, y beben en la eterna bendición de tu amado, benévolo, sumamente tremendo y glorioso semblante» (Beato John H. Newman). 

sábado, 22 de junio de 2019

FORMA EXTRAORDINARIA EN LA FIESTA DEL CORPUS


Fotografías de una Misa celebrada el jueves pasado, fiesta del Corpus Christi, en una capilla del Opus Dei, en Santiago de Chile. 








jueves, 20 de junio de 2019

¡SEÑOR, AQUÍ NOS TIENES!

Una procesión del Corpus en Valencia 

Extracto de una homilía pronunciada por el Beato Álvaro del Portillo al finalizar una procesión eucarística del Corpus (Roma, 5-VI-1988). Las flores y pétalos que con su maravillosa variedad de colores alfombraban el paso del Santísimo Sacramento, sirven a Monseñor del Portillo para ilustrar las virtudes que el cristiano debe ejercitar para convertirse él mismo en una ofrenda florida a su Dios.

«H
e observado muchas flores rojas, muchos pétalos de rosas, como gotas de sangre en el suelo. Y pensaba en el Corazón de Cristo, tan ofendido por los pecados de los hombres. Debemos unir nuestra entrega a la suya, como desagravio, como reparación, en señal de amor. Hijos míos, no tengáis miedo al sacrificio; no tengáis miedo a la abnegación, a decir al Señor que sí y al mundo que no. Nuestra sangre debe verterse junto a la Sangre de Jesús, de ese verum Corpus, que hemos cantado: verdadero Cuerpo del Dios verdadero, nacido de María Virgen.
He visto también muchos pétalos amarillos, dorados: el color de la lealtad de nuestra entrega, que debe ser como el oro puro: ¡sin aleación que nos separe de Dios, sin ganga humana! Sabemos que somos miserables, pequeños; pero la gracia de Dios ha de ser el crisol donde nos purifiquemos de nuestras miserias, para que solo quede el oro puro, sin ganga que estorbe, que rebaje la calidad de nuestro amor.
No faltaban flores blancas: simbolizan la limpieza de nuestra vida, la pureza de nuestra alma. Ni tampoco pétalos de violeta, la flor que recuerda la humildad: pequeña para los hombres, pero grande a los ojos de Dios. Así han de ser nuestras pequeñas mortificaciones. La entrega al Señor, según nuestra vocación, ha de poseer ese tono elegante de la pequeña mortificación, de la humilde violeta ofrecida por amor.
Nuestro señor nos espera a todos, constantemente. Ahora le decimos que nuestro corazón quiere estar al lado del suyo, de ese Corazón que no vemos, pero que continúa latiendo, y del Corazón de María, su madre. Al unísono con esos dos corazones deben latir los nuestros: con amor, con entrega, quizá con derrotas; pero siempre con lucha, con ganas de caminar adelante. ¡Señor, aquí me tienes, aquí nos tienes!» (Beato Álvaro del Portillo, Como sal y como luz, Ed. Logos 2013, p. 155).

sábado, 15 de junio de 2019

TIBI LAUS, TIBI GLORIA

Santísima Trinidad de Hendrick van Balen (1620) 

Tibi laus,
Tibi gloria,
Tibi gratiarum actio
in sæcula sempiterna,
O Beata Trinitas!

* * *
Sanctus, Sanctus,
Sanctus Dominus Deus exercituum.
Pleni sunt cæli et terra gloria tua.

domingo, 9 de junio de 2019

NO ENTRISTEZCÁIS AL ESPÍRITU SANTO


«Guardaos de entristecer al Espíritu Santo de Dios en el cual habéis sido sellados para el día de la redención» (Ef 4, 30), exhortaba san Pablo a los cristianos de Éfeso. Entristecer al Espíritu Santo ha sido también la gran pena de los santos. Así lo manifiesta esta conmovedora y hasta desgarradora súplica que el beato John H. Newman dirigía al Paráclito. El Amor que el Espíritu Santo derrama con abundancia sobre nosotros, pobres pecadores, necesariamente toma la forma de una contrición humilde y profunda, agradecida y sublime.

* * *
«T
e adoro, Señor Todopoderoso, Paráclito, porque en tu infinita compasión me has hecho entrar a esta Iglesia, la obra de tu poder sobrenatural. No pretendí de ti tan maravilloso favor, que está por encima de cualquier otro en el mundo entero. Había muchos hombres mejores que yo por naturaleza, dotados con talentos naturales más agradables, y menos manchados con el pecado. Sin embargo, en tu inescrutable amor por mí, me has elegido y traído a tu rebaño. Tú tienes una razón para cada cosa que haces. Sé que debe haber habido una razón sapientísima, como decimos en lenguaje humano, para haberme elegido a mí y no a otro, pero sé que esa razón fue algo externo a mí mismo. No hice nada por ella, sino todo contra ella. Hice todo para frustrar tu propósito. Y por eso debo todo a tu gracia. Debería haber vivido y muerto en la oscuridad y el pecado; debería haber llegado a ser cada vez peor cuanto más vivía; debería haber tenido que odiar más y abjurar de ti, fuente de mi bienaventuranza; debería haberme hecho cada año más apto para el infierno, y al final habría llegado allí, si no fuera por tu incomprensible amor por mí. Dios mío, ese amor arrollador me cautivó. ¿Ha habido alguna juventud tan impía como algunos años de la mía? ¿No te desafié, de hecho, a que hicieras lo peor? Ah, cómo luché para verme libre de ti. Pero Tú eres más fuerte que yo y has prevalecido. No tengo una palabra que decir, sino doblegarme con temor reverencial ante las profundidades de tu amor» (John Henry Newman, Meditaciones y Devociones, Ágape, 2007, p.299).

viernes, 7 de junio de 2019

LA BELLEZA DE LA MISA TRIDENTINA. UNA CONFERENCIA EXCEPCIONAL (II)


Presento a continuación la segunda parte de la Conferencia de Don Roberto Spataro sobre la belleza de la Misa tradicional y su valor evangelizador para nuestro tiempo.

(Parte I, aquí)


«La evangelización gozosa se vuelve belleza 
en la liturgia» (EG 24)
La experiencia de la Misa tridentina

Por Don Roberto Spataro SDB
 (Segunda Parte)



2. La belleza de la liturgia tridentina y la evangelización

R
ecordemos la cita de la Exhortación Evangelii gaudium de la que hemos partido y que pone en relación la via pulchritudinis de la liturgia con el doble movimiento evangelizador: el de una Iglesia, por así decir, que se deja evangelizar, para a su vez evangelizar el mundo. Profundicemos en este punto. Hoy la Iglesia necesita urgentemente ser orientada hacia Cristo, su Cabeza, su Esposo, su Fundador. Cristo es su Evangelio, la hermosa noticia que la rejuvenece, la llena de auténtica alegría, le infunde esperanza. Desafortunadamente, en los últimos años, con una aceleración que suscita interrogantes y preocupaciones, asistimos a un afán eclesial por inmiscuirse en temas de orden sociológico, más o menos relacionados con la moral. Y cuando esto sucede, no faltan opciones, muy cuestionables y francamente incompatibles con el Evangelio, propuestas por pastores incluso eminentes por sus responsabilidades eclesiales. La Iglesia necesita ser re-evangelizada y traída de vuelta a Cristo. El Papa Benedicto XVI ha hecho un trabajo extraordinario en este sentido, y su trilogía sobre Jesús de Nazaret es una expresión de su cristocentrismo basado en la Escritura y en la sana doctrina de la Tradición. No es de extrañar que él también quisiera promover una reforma de la liturgia y que Summorum Pontificum encontrara un lugar muy relevante en este programa.

Nos topamos ahora con que la Misa Tridentina es verdaderamente evangélica por su cristocentrismo. Pensemos en su conclusión: la proclamación del prólogo del Evangelio de Juan, que actúa como una bisagra que vincula la liturgia celebrada con la vida cotidiana a la que estamos por volver. En él se anuncia el corazón del Evangelio, el Misterio de la Encarnación, y esta proclamación se realiza con esa belleza de la que hablábamos antes: el movimiento hierático del sacerdote hacia el cornu evangelii (el lado del Evangelio), la lectura, la genuflexión a las palabras Et Verbum caro factum est, y durante la Misa cantada, el pasaje interpretado por la schola cantorum. La Iglesia es evangelizada cuando se ofrece la Misa Tridentina porque, como decía San Cirilo de Jerusalén, un Padre de la Iglesia del siglo IV, autor de unas inolvidables y preciosísimas catequesis litúrgicas o mistagógicas, las enseñanzas de la Sagrada Escritura vienen reunidas en un summarium (un compendio), la regula fidei (la regla de la fe), el Credo del catecismo, diríamos nosotros. Y la Misa Tridentina es un catecismo en acto que fortalece la adhesión al Evangelio de Cristo.

El siempre actual Catecismo de San Pío X se preguntaba: ¿Cuáles son los dos misterios principales de la fe? Pues bien, aquí profesamos primeramente nuestra fe en Dios Uno y Trino al dirigirnos desde el comienzo de la Misa a las Tres Personas Divinas con las nueve invocaciones del Kyrie Eleison (tres veces al Padre, tres veces a Cristo, tres veces al Espíritu); al glorificar su majestad en el canto del Gloria; al implorar que acepten la oblación en el momento del ofertorio; al manifestar el deseo de que el sacrificio les sea grato, con la oración que precede a la bendición final. En segundo lugar, profesamos el misterio de la Encarnación, Pasión y Muerte del Señor: ¡cuántos signos de la cruz traza el sacerdote, especialmente durante el Canon! Toda esta liturgia, con sus textos, cuya formulación está enraizada en la teología de los Padres de la Iglesia y no en la de expertos y peritos del siglo XX, y con sus ritos, son un compendio de ese Evangelio bendito, el verdadero tesoro de la Iglesia, que se ha traducido en doctrina y resumido en el Catecismo. Podríamos multiplicar los ejemplos para mostrar cómo la Misa Tridentina, en sí misma y por sí misma, es una especie de catecismo para todos, ya se trate de creyentes que evangelizan o de no creyentes susceptibles de ser evangelizados. En efecto, la estructura histórica-salvífica, –creación, pecado, encarnación, redención, gracia, gloria y vida eterna–, se encuentra resumida en sus oraciones. Basta pensar en las palabras que el sacerdote pronuncia cuando vierte el agua en el cáliz:
Deus, qui humanae substantiae dignitatem mirabiliter condidisti [creación] et mirabilius reformasti [redención], da nobis per huius aquae et vini mysterium eius divinitatis esse consortes [divinización o vida de la gracia], qui humanitatis nostrae fieri dignatus est particeps [encarnación]. Y el drama del pecado, ¿acaso no viene evocado plástica y existencialmente en la gestualidad del Confiteor, cuando nos arrodillamos, nos golpeamos el pecho, repetimos las palabras y esperamos esas palabras liberadoras del sacerdote, desgraciadamente abolidas en el Novus Ordo: «Indulgentiam, absolutionem, et remissionem peccatorum vestrorum tribuat vobis omnipotens et misericors Dominus»? En el Canon Romano también el sacerdote pide al Padre pasar con éxito el examen final, el único juicio que nos debería preocupar, si bien con serenidad, porque la Virgen ruega por nosotros: ab aeterna damnatione nos eripi, et in electorum tuorum iubeas grege numerari.

Así evangelizada, la Iglesia está lista para evangelizar. La Misa Tridentina infunde la gracia que convierte a los discípulos en apóstoles celosos y a los fieles en misioneros valientes, como ha sucedido con generaciones y generaciones de propagadores del Evangelio en tierras lejanas y a menudo en medio de peligros. Cuando leemos las crónicas de las expediciones misioneras de jesuitas y franciscanos en Asia y América Latina durante los siglos XVII y XVIII, nos damos cuenta, no sin admiración y emoción, de que se preocupaban sobre todo de ofrecer el Sacrificio de la Misa, con esta forma litúrgica que todo lo espera de Dios como un don, también la gracia de la fecundidad de la obra evangelizadora.

La Misa en el ritus antiquior evangeliza también por otra razón: habla al corazón de los que han perdido la fe o no la tuvieron nunca. Hoy, por ejemplo, en esta sociedad occidental que niega sus raíces cristianas, algunas personas sedientas de recogimiento y ansiosas de paz interior, se dirigen a las filosofías orientales que, no obstante lo que tienen de apreciable, dejan al alma en su soledad existencial: no hay ningún Dios que ame, del cual sentirse amado, ni para amar. El silencio y la sacralidad de la Misa Tridentina son para algunas de estas personas un descubrimiento que a menudo se convierte en el primer paso hacia la fe. Otras personas, en cambio, especialmente las más jóvenes, encuentran las propuestas de la pastoral ordinaria un poco banales, si no abiertamente afectadas por una real heterodoxia. Van en búsqueda de un alimento sólido para sus almas, y la Misa Tridentina les ofrece este alimento sustancial, con su teología que coincide tout court con la formulación de la fides quæ (el contenido de lo que se cree). Aquí vale también lo de lex credendi, lex orandi (la ley de la fe es la ley de la oración).

Las almas sencillas, es decir, esa categoría de fieles tan predilecta del buen Dios, intuyen que algo inmensamente grande sucede en la Misa Tridentina, donde el sacerdote habla con Dios y todos se arrodillan ante Él. De este modo, también ellos son instruidos y evangelizados por los sagrados misterios. Todos, por cierto, sienten la fascinación del esplendor de esta Misa; aunque se ofrezca en un lugar estrecho y con medios modestos, es siempre majestuosa y solemne porque es verdaderamente bella, con esa belleza que, aun estando mediada por vestimentas, palabras o gestos, tiene su origen en Dios, belleza suprema. En definitiva, asistir a la Misa según el Vetus Ordo es una experiencia similar a la descrita por Agustín, quien por su formación platónica propuso un itinerarium pulchritudinis in Deum (el camino de la belleza hacia Dios), que parte de los signos y llega a la Realidad, observa y admira lo creado para llegar al Creador. Y con las siguientes palabras del gran Agustín, quisiera concluir nuestro coloquio:

Pregunta a la belleza de la tierra, pregunta a la belleza del mar, pregunta a la belleza del aire dilatado y difuso, pregunta a la belleza del cielo, pregunta al giro ordenado de los astros; pregunta al sol, que ilumina el día con fulgor; pregunta a la luna, que mitiga con su resplandor la oscuridad de la noche que sigue al día. Pregunta a los animales que se mueven en el agua, que pueblan la tierra y vuelan en el aire; a las almas ocultas, a los cuerpos manifiestos; a los seres visibles que necesitan quien los gobierne, y a los invisibles, que los gobiernan. Pregúntales. Todos te responderán: «Mira, somos bellos». Su belleza es su confesión. ¿Quién hizo estas cosas bellas, aunque mudables, sino el inmutablemente Bello?  (Sermón 241, 2).

miércoles, 5 de junio de 2019

LA BELLEZA DE LA MISA TRIDENTINA. UNA CONFERENCIA EXCEPCIONAL (I)


Me complace presentar esta traducción castellana de una conferencia del Padre Roberto Spataro, secretario de la Pontificia Academia Latinitas, sobre la belleza de la Misa tridentina y su fuerza evangelizadora. Fue pronunciada en la ciudad de Mantua, el 30 de septiembre de 2017, con ocasión de cumplirse 10 años de la publicación del motu proprio Summorum Pontificum. Me parece un texto de excepcional finura teológica y espiritual, digno de ser difundido y meditado. El texto original en italiano puede verse en el Bolletino Una Voce-ve.it. (p. 5-9). Puede consultarse una traducción al inglés, con su breve aparato crítico, en el blog Canticum Salomonis. También se anuncia la próxima publicación de un volumen en inglés, con éste y otros ensayos del autor, por la editorial Angelico Press. Los paréntesis que siguen a ciertas expresiones latinas son nuestros.



«La evangelización gozosa se vuelve belleza
en la liturgia» (EG 24)
La experiencia de la Misa tridentina

Por Don Roberto Spataro SDB

C
on alegría tomo la palabra esta noche en el marco artístico de la Iglesia de los Santos Simón y Judas de esta ciudad de Mantua, tan rica en historia, cultura y fe. La ciudad que nos recuerda a Virgilio, «ese caballero sabio, que sabía todas las cosas» (Divina Comedia, Infierno, Canto VII); a Sordello, el poeta trovador que inspira al «gran Poeta» (Dante) una invectiva contra Italia, «albergue de dolor», «nave sin timonel en mar tempestuoso» (Purgatorio, Canto VI), hoy más que ayer; a Vittorino de Feltre, el pedagogo cristiano; a los príncipes Gonzaga, que reunieron a artistas famosos en su corte, entre ellos el compositor Claudio Monteverdi. Al aniversario de este músico insigne, se une otro acontecimiento. En efecto, en el 2017 celebramos también el décimo aniversario de la publicación del Motu proprio Summorum Pontificum mediante el cual el Papa Benedicto XVI ha devuelto su dignidad a la venerable liturgia tridentina, calificándola de «forma extraordinaria» del único Rito Romano. Pensando en las características de esta forma litúrgica, me vienen a la mente unas palabras de la Exhortación Apostólica Evangelii gaudium, y en las que me inspiro para llevar a cabo mi charla. La cita de la que parto es la siguiente:

«La evangelización gozosa se vuelve belleza en la liturgia en medio de la exigencia diaria de extender el bien. La Iglesia evangeliza y se evangeliza a sí misma con la belleza de la liturgia, la cual también es celebración de la actividad evangelizadora y fuente de un renovado impulso donativo» (EG 24).

Ordeno mis reflexiones en torno a dos puntos.

1. La liturgia tridentina es bella

Podríamos decir que en la historia de la civilización occidental ha habido dos concepciones complementarias y no contrastantes de la belleza. La primera considera la belleza como pulchrum, es decir, proporción y armonía de las partes, perfección de las formas, integridad y elegancia. Se trata de una concepción apolínea, propuesta sobre todo por el arte griego. Ella apela a la razón e insiste en la objetividad de la bello. La otra concepción, que ha encontrado su exponente en Kant, interpreta la belleza como species, una especie de luminosidad que irrumpe en el objeto, dilata su sustancia y lo pone en relación con el sujeto, estremeciéndolo y orientándolo hacia algo distinto de sí. El todo en el fragmento, habría dicho Urs von Balthasar, el gran teólogo suizo que, en su monumental obra Herrlichkeit (Gloria), ha desarrollado una convincente relectura de la teología en clave estética. No es casualidad que entre Urs von Balthasar, el teólogo de la belleza, y Joseph Ratzinger, el papa de la liturgia y defensor de los derechos de la liturgia tridentina, hubiera una gran armonía de pensamiento y sensibilidad. Aquí se trata de una concepción dionisíaca que apela a los sentidos e insiste en el sujeto. Ambas concepciones estéticas concuerdan en considerar la belleza como realidad siempre y poderosamente seductora: al estar asociada, según la filosofía tomista, a los demás trascendentales del ser –la unidad, la verdad y la bondad–, su fruición perfecciona moral y espiritualmente al sujeto que la experimenta. Ahora bien, si aplicamos estas categorías a la liturgia tridentina, comprenderemos fácilmente por qué ella es hermosa.

La liturgia tridentina es armoniosa: un díptico perfecto, donde primero se abre la puerta de la así llamada «Misa de los catecúmenos» y luego la de la «Misa de los fieles». Ya que ésta tiene mayor importancia, –en ella se ofrece el Sacrificio–, su duración es mayor. La primera parte tiene su propia coherencia íntima: nos introduce humildemente en la presencia de Dios a través de las oraciones al pie del altar, con su dulcísima configuración penitencial. De esta humildad, que establece ordenadamente la relación entre la criatura y el Creador, entre el pecador y el Redentor, nace la súplica con el canto del Kyrie y la oración colecta.

Llegados a este punto, estamos listos para ser instruidos por la Sabiduría de Dios que se revela en la historia de la salvación y que revela las verdades que nos llevan al Cielo, pues solo los humildes, como dice el Salmo, «escuchan» y se regocijan. De aquí el abundante reparto de los pasajes de la Sagrada Escritura, de los versículos de los Salmos, es decir, de la Biblia hecha oración, que constituyen la estructura ósea de la antífona de entrada, del gradual, del tracto, del Aleluya; finalmente las perícopas de la epístola y del santo Evangelio. Encontramos aquí aquella proporción que es propiedad intrínseca de la belleza, porque los textos no son, excepto en alguna ocasión especial, ni demasiado largos, ni se multiplican en ciclos bienal o trienal, como sucede en el Novus Ordo. No obstante la encomiable intención de ofrecer una lectio semicontinua de toda la Sagrada Escritura, este proceder termina por «desaprovechar» muchos textos que el común de los fieles no puede recordar y, a veces, ni siquiera escuchar, no solo por la extensión y dificultad de ciertas expresiones, sino también porque son leídos por lectores completamente inadecuados, elegidos para obedecer la errónea ecuación de que la actuosa participatio consiste en hacer y en hacer hacer. La longitud y la mala dicción son signos de fealdad y no de belleza.

Comienza el ofertorio; todo adquiere solemnidad gracias al silencio sagrado y a la posición de rodillas de los fieles. Pero son sobre todo las oraciones del sacerdote las que le dan un toque de coherencia armoniosa: la ofrenda de la hostia y del cáliz, las peticiones personales de perdón, la oración a la Santísima Trinidad. Mientras se pronuncian estas oraciones antiguas y venerables, una gestualidad precisa y delicada, típica de toda la liturgia tridentina, las acompaña dando al rito su inconfundible pulchritudo. Son como una muestra de aquella variedad ordenada de gestos que hace a toda la liturgia del Vetus Ordo verdaderamente bella. Así las inclinaciones a la Cruz, los besos a las vinajeras por parte del ministro, al altar por parte del sacerdote, incluso las miradas llenas de afecto hacia los vasos sagrados y lo que contienen, porque Cristo, Señor Nuestro, es amado porque es bello y es bello porque es amado. Podría seguir mostrando hasta qué punto es hermosa la forma extraordinaria del rito romano, pues se desenvuelve sin excesos ni digresiones, con calma y con medida, como un canto melodioso. Pero conviene pasar ahora a otro tipo de consideraciones.

Tratemos de aplicar la otra concepción de la belleza a la liturgia tridentina. Los sentidos de quien asiste a ella son tocados por lo Sagrado, el mysterium tremendum y fascinans, por utilizar la famosa definición del estudioso de la historia de las religiones, Rudolf Otto. También diríamos que están invadidos por un estremecimiento de alegría espiritual, para estar en sintonía con ese gran cantor de la belleza divina que fue Agustín de Hipona. Lo Sagrado, es decir, la percepción de Dios vinculada a su manifestación, despierta, por una parte, reverencia y adoración en cuanto que es tremendum; por otra parte, amor y atracción, en cuanto que es fascinans. ¿Quién de nosotros podría negar que la reverencia y la adoración son dos características peculiares de la liturgia tridentina, lamentablemente poco conservadas en el Novus Ordo? ¿Quién de nosotros no estará de acuerdo en afirmar que el sacerdote (atención, digo sacerdote, sacrum dans y no presidente de la asamblea, porque no se trata de una junta de vecinos, aunque el clamor de ciertas liturgias postconciliares recuerden ese tipo de reuniones), los ministros y los fieles, se sienten atraídos íntimamente, estando cada uno en su propio lugar, hacia el centro de todo y de todos, que es el Crucifijo entronizado sobre el Altar, donde se renueva el Sacrificio de esa Cruz puesta justamente bajo la mirada de todos para que todos puedan amarla?

Esta manifestación de lo Sagrado, trascendencia e inmanencia, Cielo y tierra, divino y humano, ya no es simplemente el arquetipo religioso del que hablaba Otto, sino que es la Encarnación del Verbo Divino que a través de ella ha querido revelar su Belleza en forma humana, la persona divina de Nuestro Señor Jesucristo que ha unido a su naturaleza divina la humana, haciéndola así accesible a los sentidos de los hombres. Esta lógica de la Encarnación se extiende también a la sagrada liturgia porque, –como enseñaron los Padres de la Iglesia y el Catecismo de la Iglesia Católica recuerda oportunamente–, «quod Redemptoris nostri conspicuum fuit, in sacramenta transivit» (lo que era visible en nuestro Redentor, ha pasado a ser rito sacramental; San León Magno; Sermón 2 sobre la Ascensión). La belleza golpea los sentidos. Y la liturgia tridentina valora maravillosa y poderosamente la estética.

En ella, la vista está focalizada sobre un punto fundamental, como ya hemos recordado: el Crucifijo, el Altar y lo que en él se realiza, el Tabernáculo. La mirada queda cautivada por el más Hermoso entre los hijos de los hombres para contemplar al que fue traspasado (Cf Io 19, 37). La vista se complace con la belleza de los colores de los ornamentos y con su preciosidad; ella sigue la danza sagrada, sobria y reducida a movimientos cadenciosos y precisos, que realizan los ministros; se eleva a veces a la ornamentación del templo, que cuenta con estilos diferentes la historia de la salvación que los fieles reviven en la Santa Misa.

El oído escucha las palabras dichas en voz alta en una lengua diversa a la ordinaria, porque está reservada para el diálogo con Dios, como un código comunicativo que establece una especie de comprensión y entendimiento mutuo entre quienes lo utilizan, una especie de léxico familiar por el que los hijos se dirigen a su Padre. Se trata de una lengua hermosa, como solo el latín sabe serlo, con sus figuras de sonido y de palabra, con su construcción compacta pero móvil, gracias a su inconfundible concinnitas (elegancia, estilo, armonía). Además, el oído oye el silencio que envuelve las oraciones sacerdotales, especialmente el Canon Missæ, ya que el Misterio de un Dios que derrama su sangre por mí, pecador, porque me ama y me salva, exige ser contado submissa voce (en voz baja), como todas las cosas grandes y sublimes; ama el silencio que llama a todos al recogimiento y a la oración del corazón. El oído abre el alma a los encantos de la música sagrada, del sonido del órgano, del canto gregoriano, elevándola místicamente hacia lo alto.

El sentido del olfato se deleita con el perfume del incienso que se eleva hacia el Cielo, al igual que nuestra oración, y del olor de las velas que se derriten, símbolo de los corazones que se funden con nostalgia por ese Cielo que asoma sobre la tierra para anunciar una esperanza que el mundo no conoce y que a veces la Iglesia de estos últimos años, que no termina de comprender la grandeza del Vetus Ordo, parece haber olvidado, inmersa en cosas mundanas (res mundanæ) y deslumbrada por modas que pasan, como la paja que el viento dispersa.

El sentido del tacto también está aquí involucrado: ponerse de rodillas en varios momentos de la Santa Misa, permite a los fieles tocar la tierra, y desde esta posición, adorar y agradecer, suplicar e impetrar. Al tacto de los fieles se le niega el contacto con las especies eucarísticas porque la Hostia consagrada se recibe directamente en la lengua, un gesto de suyo tan elocuente que basta para comprender, o mejor para sentir, toda la santidad del Sacramento recibido con fe. En cambio, solo al sacerdote se le permite tocar, con extrema delicadeza, el Cuerpo y la Sangre de Cristo, casi rozándolos, como si se tratara de una caricia. De hecho, sus manos, en el día de la Ordenación sacerdotal, han sido impregnadas por el crisma, signo bíblico-litúrgico del Espíritu Santo, la Persona divina que, a través de la epíclesis, realiza en la consagración el milagro de los milagros. «¡Gustad y ved cuán bueno es el Señor!» (Ps 33, 9), exclama el salmista. Y la liturgia del Vetus Ordo repite con frecuencia este versículo para disponer a los fieles a saciarse, con un gusto espiritual y material al mismo tiempo, del Cuerpo y la Sangre de Cristo, si están dadas todas las debidas disposiciones.

En resumen, queridos amigos, la belleza para poder ser gozada debe ser percibida y la liturgia tridentina es «sinestésica»: valora toda la riqueza sensorial del hombre, ya que los sacramentos «sunt propter homines», como diría Tomas de Aquino, de tal manera que la manifestación del Todo en el fragmento, de Dios en el espacio y en el tiempo de la renovación incruenta del sacrificio hic et nunc, haga resplandecer el Misterio divino que, en cuanto tal, es revelación de la belleza. Frente a esta poderosa liturgia teocéntrica y, por lo mismo, auténticamente respetuosa de las estructuras antropológicas, no podemos dejar de observar, con un dejo de tristeza, que el Novus Ordo es más pobre, más racional, más verboso, hasta el punto de convertirse en algo tedioso e insoportablemente parlanchín en la praxis de algunos sacerdotes showman o de ministros de una liturgia narcisista y autorreferencial. Y, por lo mismo, en algo inexorablemente más feo.

Y permítanme concluir este primer punto sobre la belleza de la liturgia con una referencia mariana. Nuestra Señora, Tota Pulchra, es la criatura en la que se ha reunido toda la belleza, en cuanto pulchritudo y en cuanto speciositas. La liturgia tridentina no puede menos que invocarla en el corazón de la Misa: en la oración de ofrecimiento a la Santísima Trinidad, durante el ofertorio, y en el Comunicantes del Canon. Y una nostalgia incontenible del Cielo, ante el pensamiento de María Santísima que se levanta más hermosa que la aurora, alivia las penas de la tierra, donde podemos contar con su poderoso patrocinio.


sábado, 1 de junio de 2019

ET ASCENDIT IN CÆLUM

La Ascensión de Gustave Doré (1832 – 1883) 

El viejo catecismo de San Pío X contiene una parte instructiva muy lograda y provechosa, donde se nos explica el significado de las grandes fiestas cristianas y cómo vivirlas según el espíritu de la Iglesia. Recojo a continuación las siete preguntas referentes a la fiesta de la Ascensión del Señor, el misterio admirable con que concluye la vida de Jesús en esta tierra.

 ¿Qué se celebra en la fiesta de la ASCENSIÓN? –En la fiesta de la Ascensión se celebra el glorioso día en que Jesucristo, a vista de sus discípulos, subió por su propia virtud al cielo, cuarenta días después de su Resurrección.

¿Por qué subió al cielo Jesucristo? –Jesucristo subió al cielo: , para tomar posesión del reino eterno que conquistó con su muerte; , para prepararnos el lugar y servirnos de medianero y abogado con el Padre; , para enviar el Espíritu Santo a sus Apóstoles.

¿Entró solo Jesucristo en el cielo el día de la Ascensión? –El día de la Ascensión, Jesucristo no entró solo en el cielo, sino que entraron con Él las almas de los antiguos Padres que había sacado del limbo.

¿Cómo está Jesucristo en el cielo? –Jesucristo está en el cielo sentado a la diestra de Dios Padre, es decir: como Dios es igual al Padre en la gloria, y como hombre está ensalzado sobre todos los Ángeles y Santos y hecho Señor de todas las cosas.

¿Qué hemos de hacer para celebrar dignamente la fiesta de la Ascensión? –Para celebrar dignamente la fiesta de la Ascensión hemos de hacer tres cosas: , adorar a Jesucristo en el cielo como medianero y abogado nuestro; , despegar enteramente nuestro corazón de este mundo como de lugar de destierro y aspirar únicamente al cielo, nuestra verdadera patria; , determinarnos a imitar a Jesucristo en la humildad, en la mortificación y en los padecimientos, para tener parte en su gloria.

¿Qué han de hacer los fieles el tiempo que corre de la fiesta de la Ascensión a la de Pentecostés? –De la fiesta de la Ascensión a Pentecostés, los fieles, a ejemplo de los Apóstoles, han de prepararse a recibir el Espíritu Santo con el retiro, con recogimiento interior y con perseverante y fervorosa oración.

¿Por qué el día de la Ascensión, leído el Evangelio de la Misa solemne, se apaga y después se quita el cirio pascual? –El día de la Ascensión, leído el Evangelio de la Misa solemne, se apaga y después se quita el cirio pascual, para representar que Cristo se partió de los Apóstoles.