martes, 29 de noviembre de 2022

GRAVEDAD SACERDOTAL

Publico un nuevo extracto del artículo La disciplina litúrgica de don Enrico Finotti aparecido en la revista Liturgia Culmen et Fons (n.1/2021). En esta oportunidad se trata de la gravitas sacerdotalis, la gravedad sacerdotal, un valor imprescindible en la persona del sacerdote cuando celebra los sagrados misterios. La gravitas era una de las antiguas virtudes romanas muy apreciada por la sociedad. Denota en quien la ejercita la idea de peso o profundidad, de seriedad y dignidad, valores de especial relevancia en quien debe presidir el culto a Dios. La vida del sacerdote debe reflejar esa gravedad que Cristo siempre manifestó a lo largo de su vida, tanto en los momentos de aclamación como de dolor.

La gravitas sacerdotalis

Fuente: liturgiaculmenetfons.it

«En cuanto al cuerpo, podemos recordar una virtud necesaria para el ejercicio del culto, sobre todo el público y oficial como es la liturgia: la gravitas sacerdotalis. El entero conjunto de las actuaciones corporales del ministro debe inspirarse en movimientos y gestos impregnados de gravedad, para no caer nunca en actitudes profanas, ni mucho menos ostentosas, y así transmitir a la asamblea santa la dignidad del sacerdote dotado de carácter sagrado y la sublimidad de los actos rituales, que en su máxima expresión alcanzan la identificación con los gestos mismos del Señor, cuando el sacerdote actúa in persona Christi capitis.

La gravitas brota del buen sentido natural y de la pietas sobrenatural, que recibe de la tradición litúrgica secular las mejores modalidades creadas por la fe de los Padres, perfeccionadas por la piedad de los santos y pulidas por el escrutinio secular del uso litúrgico. Recurrir con humildad a tales comportamientos es signo de sabiduría y es la mejor defensa contra una supuesta modernidad que no tardará en manifestarse efímera. La gravedad se adquiere, más que en el estudio, en la experiencia viva de la celebración, que debería ser ofrecida con seguridad ante todo por la liturgia pontifical y por el ejemplo luminoso de los obispos.

En consecuencia, la catedral debería representar el mejor campo litúrgico al que los futuros sacerdotes y todo el clero deberían poder recurrir siempre como lugar de verificación de un proceder correcto. Así, por ejemplo, que el cuerpo se inclina profundamente con reverencia ante el altar, la cruz, las imágenes sagradas y los objetos benditos según las indicaciones de las rúbricas; que hace una genuflexión devota ante el Santísimo Sacramento; que se arrodilla en la adoración eucarística y en los ritos penitenciales; que se postra en las ordenaciones sagradas y en la acción litúrgica del viernes santo; que camina con propiedad en las procesiones litúrgicas y se sienta con dignidad sagrada en los momentos señalados.

Todo este comportamiento depende al mismo tiempo de una vigilancia interior y de un continuo control exterior, que con en el ejercicio constante se convierte en un habitus permanente, otorgando al sacerdote la adquisición espontánea de la virtud de la gravitas. Es necesario evitar el error, hoy bastante difundido, de considerar la gravitas sacerdotalis y el compromiso con ella como un síntoma patológico que rompería una supuesta autenticidad e impediría el contacto pastoral. En realidad son precisamente estos dos elementos los que la exigen: sin la gravitas la autenticidad termina en superficialidad y la eficacia pastoral cae tristemente en profanación».


lunes, 21 de noviembre de 2022

LA VIDA ETERNA

En el último artículo de su comentario sobre el Credo, Santo Tomás de Aquino nos ha dejado un luminoso texto sobre la naturaleza de la vida eterna. Como dice San Agustín, el Símbolo de los Apóstoles ha de ser un espejo donde mirarnos: “mírate en él, para ver si crees todo lo que declaras creer. Y regocíjate todos los días en tu fe”.

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«De manera harto apropiada concluye el Símbolo las verdades que hay que creer, con la que es corona de todos nuestros deseos, a saber, con la vida eterna...». Vamos ahora a considerar en qué consiste la vida eterna.

En primer lugar consiste en la unión con Dios. Dios mismo es el premio y el fin de todos nuestros trabajos: “Yo soy tu protector, y tu galardón grande sobre manera” (Gen 15. 1).

A su vez, esta unión consiste en la visión perfecta: “Ahora vemos en un espejo, confusamente, entonces veremos cara a cara” (1 Cor 13, 12).

Consiste también en la suprema alabanza. Dice san Agustín en el libro 22 De Civitate Dei: “Veremos, amaremos, y alabaremos”. Y el profeta: “Gozo y alegría se hallarán en ella; acción de gracias y voz de alabanza” (Is 51, 3).

En segundo lugar, la vida eterna consiste en la perfecta satisfacción de nuestros deseos, porque en ella todos los bienaventurados tendrán más de lo que anhelan y esperan.

En esta vida nadie puede ver colmados sus deseos, ni existe cosa creada capaz de dar satisfacción completa a los anhelos del hombre, pues solo Dios los sacia, y aun los excede infinitamente; por eso el hombre no descansa sino en Dios: “Nos has hecho, Señor, para ti y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti” (Agustín, en el libro I de las Confesiones). Pero, como en la patria los santos poseerán a Dios de una manera perfecta, es evidente que sus anhelos quedarán satisfechos, y aún sobrará gloria. Por ello, el Señor dice: “Entra en el gozo de tu Señor” (Mt 25, 21). Y san Agustín comenta: “El gozo entero no entrará en los gozantes, sino que los gozantes enteros entrarán en el gozo”. Y en los salmos se lee: “Cuando aparezca tu gloria quedaré saciado” (Ps 16, 15); “Él colma de bienes tus deseos” (Ps 102, 5).

Todo lo apetecible sobreabundará allí. Si se ansían deleites, allí se hallará el más grande y más perfecto deleite, pues tendrá por objeto al sumo bien, es decir, a Dios: “Entonces en el Todopoderoso abundarás de delicias” (Iob 22, 26); “A tu derecha, deleites para siempre” (Ps 15, 11). Si se ambicionan honores, en la vida eterna se alcanzará todo honor... Si se anhela ciencia, perfectísima la alcanzaremos en el cielo: conoceremos la naturaleza de todas las cosas, toda la verdad, todo lo que queramos, y poseeremos allí, junto con la vida eterna misma, cuanto deseemos poseer: “Todos los bienes acudieron a mí juntamente con ella (con la Sabiduría)” (Sap 7, 11).

En tercer lugar, la vida eterna consiste en una seguridad total. En este mundo no se da la perfecta seguridad, pues cuanto más tiene uno y más sobresale, tanto más recela y más necesita; pero en la vida eterna no existirá la tristeza, ni se pasarán trabajos, ni miedo alguno. “Se disfrutará de abundancia sin temor a los males” (Prv 1, 33).

En cuarto lugar, consiste en la feliz compañía de todos los bienaventurados, compañía que será de lo más agradable, porque serán de cada uno los bienes de todos. Efectivamente, cada uno amará a los otros como a sí mismo, y por ello disfrutará con el bien de los demás como con el suyo propio. De lo que resultará que se acrecentará la alegría y el goce de cada uno en la misma medida en que gozan todos. “Vivir en ti es júbilo compartido” (Ps 86, 7)». (Cf. Tomás de Aquino, Obras catequéticas, Ed. Eunate, Pamplona 1995, pp. 93-95).


 

lunes, 14 de noviembre de 2022

EL SILENCIO SAGRADO

Acápite de una Conferencia de Mons. Guido Marini en el Congreso Diocesano de Soriano Calabro (Italia, 7 de septiembre de 2010). El silencio sagrado, propio de la liturgia, lejos de reducirse a un simple permanecer callado, es como el alma que nos introduce más plenamente en los ritos y oraciones del misterio que celebramos.

Texto completo en italiano: vatican.va

El silencio sagrado

«Una liturgia bien celebrada, en sus diversas partes, prevé una acertada alternancia de silencio y palabra, donde el silencio anima a la palabra, permite a la voz resonar con extraordinaria profundidad, manteniendo cada expresión vocal en el adecuado clima de recogimiento. Recuérdese a este propósito, lo que afirma la Instrucción General del Misal Romano: “Se debe observar, a su tiempo, el silencio sagrado, como parte de la celebración. Su naturaleza depende del momento en el que tiene lugar en la celebración concreta. Así, durante el acto penitencial y después de la invitación a la oración, el silencio ayuda al recogimiento; después de la lectura o la homilía, es una llamada a meditar brevemente lo que se ha escuchado; después de la Comunión, favorece la oración interior de alabanza y de súplica” (n. 45).

La Instrucción General no hace otra cosa que explicitar cuanto la Sacrosanctum Concilium formulaba en términos más generales: “Obsérvese a su debido tiempo el silencio sagrado” (n. 30).

Hay que resaltar que en ambos textos citados se habla de “silencio sagrado”. El silencio requerido, por tanto, no hay que considerarlo como si fuera una pausa entre un momento celebrativo y el siguiente. Hay que considerarlo más bien como un verdadero y propio momento ritual, complementario a la palabra, a la oración vocal, al canto, al gesto…

Desde este punto de vista, se entiende mejor el motivo por el que durante la plegaria eucarística y, en especial, el canon, el pueblo de Dios reunido en oración sigue en silencio la oración del sacerdote celebrante. Aquel silencio no significa inactividad o ausencia de participación. Ese silencio lleva a hacer que todos se introduzcan en el significado de aquel momento ritual que resitúa en la realidad del sacramento, el acto de amor con el que Jesús se ofrece al Padre en la Cruz para la salvación del mundo. Aquel silencio, verdaderamente sagrado, es el espacio litúrgico en el que hay que decir sí, con toda la fuerza de nuestro ser, al obrar de Cristo, para que llegue a ser también nuestro actuar en la vida cotidiana.

Así, el silencio litúrgico es verdaderamente sagrado porque es el lugar espiritual donde se realiza la adhesión de toda nuestra vida a la vida del Señor, es el espacio del “amén” prolongado en el corazón que se rinde al amor de Dios y lo abraza como nuevo criterio del propio vivir. ¿No es quizás éste el estupendo significado del “amén” conclusivo de la doxología al término de la plegaria eucarística, en la que todos decimos con la voz lo que ampliamente hemos repetido en el silencio del corazón orante?

Si todo esto es el sentido del silencio en la liturgia, ¿no es quizás cierto que nuestras liturgias necesitan más espacio para el silencio sagrado?»