martes, 22 de agosto de 2023

CATEQUESIS DE BENEDICTO XVI SOBRE MARÍA REINA

Extracto de la Audiencia que Benedicto XVI dedicó a la realeza de María el miércoles 22 de agosto de 2012 en Castelgandolfo, fiesta de Santa María Reina.

Fuente: vatican.va

«Este es el fundamento de la fiesta de hoy: María es Reina porque fue asociada a su Hijo de un modo único, tanto en el camino terreno como en la gloria del cielo. El gran santo de Siria, Efrén el siro, afirma, sobre la realeza de María, que deriva de su maternidad: ella es Madre del Señor, del Rey de los reyes (cf. Is 9, 1-6) y nos señala a Jesús como vida, salvación y esperanza nuestra. El siervo de Dios Pablo VI recordaba en su exhortación apostólica Marialis cultus: «En la Virgen María todo se halla referido a Cristo y todo depende de él: con vistas a él, Dios Padre la eligió desde toda la eternidad como Madre toda santa y la adornó con dones del Espíritu Santo que no fueron concedidos a ningún otro» (n. 25).

Pero ahora nos preguntamos: ¿qué quiere decir María Reina? ¿Es sólo un título unido a otros? La corona, ¿es un ornamento junto a otros? ¿Qué quiere decir? ¿Qué es esta realeza? Como ya hemos indicado, es una consecuencia de su unión con el Hijo, de estar en el cielo, es decir, en comunión con Dios. Ella participa en la responsabilidad de Dios respecto al mundo y en el amor de Dios por el mundo. Hay una idea vulgar, común, de rey o de reina: sería una persona con poder y riqueza. Pero este no es el tipo de realeza de Jesús y de María. Pensemos en el Señor: la realeza y el ser rey de Cristo está entretejido de humildad, servicio, amor: es sobre todo servir, ayudar, amar. Recordemos que Jesús fue proclamado rey en la cruz con esta inscripción escrita por Pilato: «rey de los judíos» (cf. Mc 15, 26). En aquel momento sobre la cruz se muestra que él es rey. ¿De qué modo es rey? Sufriendo con nosotros, por nosotros, amando hasta el extremo, y así gobierna y crea verdad, amor, justicia. O pensemos también en otro momento: en la última Cena se abaja a lavar los pies de los suyos. Por lo tanto, la realeza de Jesús no tiene nada que ver con la de los poderosos de la tierra. Es un rey que sirve a sus servidores; así lo demostró durante toda su vida. Y lo mismo vale para María: es reina en el servicio a Dios en la humanidad; es reina del amor que vive la entrega de sí a Dios para entrar en el designio de la salvación del hombre. Al ángel responde: He aquí la esclava del Señor (cf. Lc 1, 38), y en el Magníficat canta: Dios ha mirado la humildad de su esclava (cf. Lc 1, 48). Nos ayuda. Es reina precisamente amándonos, ayudándonos en todas nuestras necesidades; es nuestra hermana, humilde esclava.

De este modo ya hemos llegado al punto fundamental: ¿Cómo ejerce María esta realeza de servicio y de amor? Velando sobre nosotros, sus hijos: los hijos que se dirigen a ella en la oración, para agradecerle o para pedir su protección maternal y su ayuda celestial tal vez después de haber perdido el camino, oprimidos por el dolor o la angustia por las tristes y complicadas vicisitudes de la vida. En la serenidad o en la oscuridad de la existencia, nos dirigimos a María confiando en su continua intercesión, para que nos obtenga de su Hijo todas las gracias y la misericordia necesarias para nuestro peregrinar a lo largo de los caminos del mundo. Por medio de la Virgen María, nos dirigimos con confianza a Aquel que gobierna el mundo y que tiene en su mano el destino del universo. Ella, desde hace siglos, es invocada como celestial Reina de los cielos; ocho veces, después de la oración del santo Rosario, es implorada en las letanías lauretanas como Reina de los ángeles, de los patriarcas, de los profetas, de los Apóstoles, de los mártires, de los confesores, de las vírgenes, de todos los santos y de las familias. El ritmo de estas antiguas invocaciones, y las oraciones cotidianas como la Salve Regina, nos ayudan a comprender que la Virgen santísima, como Madre nuestra al lado de su Hijo Jesús en la gloria del cielo, está siempre con nosotros en el desarrollo cotidiano de nuestra vida.

El título de reina es, por lo tanto, un título de confianza, de alegría, de amor. Y sabemos que la que tiene en parte el destino del mundo en su mano es buena, nos ama y nos ayuda en nuestras dificultades».


 

lunes, 14 de agosto de 2023

MARÍA LA GRANDE. UNA FERVIENTE SÚPLICA DE SAN ANSELMO

La Asunción de la Virgen. Anónimo del siglo XVII.
Museo Santa Clara, Bogotá.

Publico la primera parte de una oración de San Anselmo dirigida a Santa María para excitar en sí el amor de Dios y de su bienaventurada Madre.

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«esforzaos en alabar sus méritos, en amar su felicidad, en admirar su elevación, en implorar su benevolencia»

«¡Oh María, María la grande, la mayor de las bienaventuradas Marías, la mayor de todas las mujeres! ¡Oh gran Señora!, mi corazón quiere amaros, mi boca desea alabaros, mi espíritu desea veneraros, mi alma aspira a rogaros, todo mi ser se recomienda a tu protección. ¡Oh corazón de mi alma!, esfuérzate, y vosotras, profundidades íntimas de mi mismo, tanto como podéis, si lo podéis, esforzaos en alabar sus méritos, en amar su felicidad, en admirar su elevación, en implorar su benevolencia, porque tenéis cada día necesidad de su patrocinio; al tener necesidad lo deseáis, vuestro deseo suplica; vuestras súplicas obtendrán, si no según vuestros deseos, ciertamente más allá de vuestros méritos.

¡Oh Reina de los ángeles, Soberana del mundo, Madre de aquel que purifica el mundo!, confieso que mi corazón está demasiado manchado para que no tenga que avergonzarme de dirigirme a ti, la pureza misma, y, volviéndome a ella, pueda ser digna de tocarla. ¡Oh Madre de aquel que ilumina mi corazón, nutricia de aquel que salvó mi alma!, todo mi corazón te suplica en cuanto puede. Escúchame, ¡oh Señora mía! séme propicia, ayúdame con tu omnipotencia, a fin de que queden purificadas las manchas de mi alma, que las tinieblas reciban la luz, que mi tibieza se abrase, que yo me despierte de mi torpor en la espera de aquel día en que tu bienaventurada santidad, que supera a todas las demás, a excepción de tu Hijo, dominador de todas las cosas, será exaltada, a causa de tu Hijo omnipotente y glorioso, por la bendición de tus hijos de la tierra. Por encima de todo (a excepción de mi Señor y mi Dios, Dios de todas las cosas, Hijo tuyo), que mi corazón te conozca y admire, te ame y te implore no con el ardor de un ser imperfecto que no tiene más que deseos, sino tanto como debe hacerlo el que ha sido creado y salvado, rescatado y resucitado por tu Hijo». (San Anselmo, Obras completas II, BAC, Madrid 2009, p. 313-314).