jueves, 31 de mayo de 2018

UNA CUSTODIA INMACULADA PARA LA PRIMERA PROCESIÓN DEL CORPUS


El 31 de mayo de 2005, fiesta de la Visitación de Nuestra Señora, el Papa Benedicto XVI pronunció una breve alocución ante la Virgen de Lourdes en los jardines vaticanos. Como se trataba de un año dedicado a la Eucaristía, el Pontífice puso de relieve la entraña eucarística contenida en este misterio gozoso de la Visitación. El viaje a las montañas de Judá a los pocos días de concebir al Verbo en sus entrañas purísimas, convirtió a María en una custodia viva e inmaculada que portó por primera vez el Corpus Christi por los caminos de este mundo, en medio del alborozo de los ángeles.   

* * *

«E
n particular hoy, con la liturgia, nos detenemos a meditar en el misterio de la Visitación de la Virgen a santa Isabel. María, llevando en su seno a Jesús recién concebido, va a casa de su anciana prima Isabel, a la que todos consideraban estéril y que, en cambio, había llegado al sexto mes de una gestación donada por Dios (cf. Lc 1, 36). Es una muchacha joven, pero no tiene miedo, porque Dios está con ella, dentro de ella. En cierto modo, podemos decir que su viaje fue -queremos recalcarlo en este Año de la Eucaristía- la primera "procesión eucarística" de la historia. María, sagrario vivo del Dios encarnado, es el Arca de la alianza, en la que el Señor visitó y redimió a su pueblo. La presencia de Jesús la colma del Espíritu Santo. Cuando entra en la casa de Isabel, su saludo rebosa de gracia:  Juan salta de alegría en el seno de su madre, como percibiendo la llegada de Aquel a quien un día deberá anunciar a Israel. Exultan los hijos, exultan las madres. Este encuentro, impregnado de la alegría del Espíritu, encuentra su expresión en el cántico del Magníficat.

¿No es esta también la alegría de la Iglesia, que acoge sin cesar a Cristo en la santa Eucaristía y lo lleva al mundo con el testimonio de la caridad activa, llena de fe y de esperanza? Sí, acoger a Jesús y llevarlo a los demás es la verdadera alegría del cristiano. Queridos hermanos y hermanas, sigamos e imitemos a María, un alma profundamente eucarística, y toda nuestra vida podrá transformarse en un Magníficat (cf. Ecclesia de Eucharistia, 58), en una alabanza de Dios. En esta noche, al final del mes de mayo, pidamos juntos esta gracia a la Virgen santísima».

Fuente: vatican.va

jueves, 24 de mayo de 2018

SUMMORUM PONTIFICUM, UNA INELUDIBLE RECONCILIACIÓN CON EL PASADO

Arzobispo Alexander K. Sample. 

E
l pasado 28 de abril, en Washington (DC), el arzobispo de Portland, Monseñor Alexander K. Sample, presidió una Misa solemne pontifical para conmemorar el décimo aniversario del motu proprio Summorum Potificum. Acompañado por una gran multitud de fieles, Monseñor Sample pronunció una excelente homilía de la que extractamos ahora algunos párrafos especialmente significativos.
En nombre de los allí presentes y de tantos fieles esparcidos por todo el mundo, el obispo de Portland comenzó por dirigir un emotivo agradecimiento a Benedicto XVI: «También nos juntamos para celebrar el décimo aniversario del gran regalo que nuestro querido Papa emérito Benedicto XVI ha dejado a la Iglesia en su Motu Proprio Summorum Pontificum. Querido Santo Padre, sé que hablo en nombre de todos los aquí reunidos (de aquellos que siguen esta transmisión en directo por EWTN y de muchos otros) cuando digo «gracias» por su sabiduría, previsión y generosidad pastoral, al permitir que el usus antiquior del Rito romano vuelva otra vez a florecer en la Iglesia Universal».
Al constatar, como es habitual en estas celebraciones, la gran presencia de jóvenes en el Santuario Nacional de la Inmaculada Concepción, el arzobispo señaló: «Ustedes son un signo –un gran signo– de aliento y esperanza para la Iglesia lanzada en estos días sobre las turbulentas aguas del secularismo y el relativismo».
Recordó que durante estos años ha escuchado a muchos en la Iglesia (incluidos sacerdotes y obispos) expresar perplejidad y desconcierto por el hecho de que tantos jóvenes se sientan atraídos por esta forma venerable del rito romano. «Si el comentario ha sido dirigido a mí –añadió– a menudo he respondido: ‘Esa es exactamente la pregunta que debería hacerse. ¿Por qué se sienten atraídos por esta liturgia? O incluso más claramente: ¿Qué es lo que les proporciona esta forma del Rito Romano que su personal experiencia de crecimiento en la Forma Ordinaria no les ha proporcionado?»
Excluyendo cualquier tipo de cuestionamiento sobre la bondad del nuevo misal promulgado por el Beato Pablo VI, si bien reconociendo falencias en la implementación real de las directrices del Concilio, el arzobispo continuó: «Muchos jóvenes han descubierto esta forma de la sagrada liturgia como parte de su propia herencia católica. Yo mismo descubrí la Misa latina tradicional como estudiante universitario. Me topé con ella; pero fue para mí como una reliquia histórica, algo que nunca imaginé que llegaría a experimentar realmente. Tal vez la experiencia de estos jóvenes que crecieron con la Forma Ordinaria no ha supuesto un contacto con la belleza, la reverencia, la oración, el sentido del misterio y la trascendencia, o el asombro y la admiración que la Misa tradicional latina les ha brindado. A lo mejor esta es la respuesta a la pregunta planteada anteriormente acerca de por qué tantos jóvenes se sienten atraídos por la Santa Misa celebrada de acuerdo con el Misal de 1962».
Finalmente, Monseñor Sample se refirió a la necesaria reconciliación que la liturgia tradicional está llamada a realizar en el seno de la Iglesia. «Mientras continuamos nuestra celebración del décimo aniversario de Summorum Pontificum, deseo tocar un punto final. Este tiene que ver con la motivación positiva del Papa emérito al emitir el Motu Proprio. Dijo que se trata de llegar a ‘una reconciliación interior en el corazón de la Iglesia’. Durante mi visita ad limina a Roma en el año 2012, y durante nuestro encuentro con el Papa Benedicto XVI, tuve la oportunidad de darle las gracias por el regalo de Summorum Pontificum. Él respondió largamente a mi intervención, comenzando por decir que había promulgado el Motu Proprio para reconciliar a la Iglesia con su pasado. Esta reconciliación de la que habló el Papa emérito implica aprender de la experiencia de la Sagrada Liturgia según el usus antiquior, para enriquecer y dar una mejor forma a nuestra comprensión y celebración del nuevo Rito Romano. Con ambas liturgias floreciendo una al lado de la otra, podría darse un enriquecimiento mutuo de las dos formas del único Rito Romano, lo que podría conducir a un mayor desarrollo y progreso litúrgico».

Una importante lección nos deja el sermón de Monseñor Sample: el motu proprio Summorum Pontificum no ha venido a dividir sino a unir y enriquecer el culto y la liturgia de la Iglesia. Si alguien no lo comprende así, me atrevo a decir que no sabe de lo que está hablando. Sin una previa reconciliación de todos con el pasado milenario de la Iglesia, cualquier reconciliación en el presente no tendrá más consistencia que una pompa de jabón. 

Transcripción de la homilía en inglés: www.ccwatershed.org
Video de la misa y audio del sermón: onepeterfive.com


sábado, 19 de mayo de 2018

URE IGNE SANCTI SPIRITUS


Copio un bello texto de San Bernardo, extraído de un sermón en la fiesta de Pentecostés, donde nos exhorta a ser solícitos para con Dios, en correspondencia a su amorosa y permanente solicitud para con nosotros, pobres criaturas. Tal solicitud es gracia del Espíritu Santo.

«Y
a veis, pues, con cuanta verdad se expresó aquel que dijo: El señor anda solícito por mí (Ps 39, 18). El Padre, por redimir al siervo, no perdona al Hijo; el Hijo, por él se entrega a la muerte gustosísimo; uno y otro envían al Espíritu Santo; y el mismo Espíritu pide por nosotros con inefables gemidos.
¡Oh duros y endurecidos y rebeldes hijos de Adán, a quienes no ablanda tanta benignidad, tan abrasadora llama, ardor tan grande de amor, amante tan fino que por unos viles andrajos expende mercaderías tan preciosas! Pues no con el oro y la plata, que se corrompen, nos redimió, sino con su preciosa sangre, que derramó abundantemente: porque por cinco partes copiosamente manaron los raudales de sangre del cuerpo de Jesús. ¿Qué más debía hacer y no hizo? Dio vista a los ciegos, encaminó a los errados, reconcilió los reos, justificó los impíos, dejándose ver sobre la tierra treinta y tres años, tratando con los hombres, muriendo por los hombres, siendo El aquel Dios que dijo, y fueron hechos los Querubines, los Serafines y todas las virtudes angélicas; aquel Señor que tiene en su mano la potestad de hacer todo cuanto quiere. ¿Qué busca de ti el que con tanta solicitud te buscó, sino que andes solícito con tu Dios? Esta solicitud nadie la da sino el Espíritu Santo que escudriña lo profundo de nuestros pechos, que discierne los pensamientos e intenciones de nuestro corazón, que ni la más pequeña paja sufre que haya en la habitación del corazón que posee, sino que al punto la consume con el fuego de una sutilísima circunspección; Espíritu suave y dulce, el cual inclina nuestra voluntad, o más bien la endereza y conforma con la suya, a fin de que podamos entenderla verdaderamente, amarla fervorosamente y cumplirla eficazmente» (San Bernardo, Sermón segundo en la Fiesta de Pentecostés, 8).

sábado, 12 de mayo de 2018

SENTADO A LA DIESTRA DEL PADRE

Pieter de Grebber. Dios Padre invitando a Cristo 
a sentarse en el trono a su derecha (1645)

E
n el Símbolo de la fe, el admirable misterio de la Ascensión del Señor a los cielos viene acompañado del siguiente complemento: «Y está sentado a la derecha de Dios Padre todopoderoso». Con esta expresión se quiere señalar la máxima y completa glorificación que la Trinidad ha concedido a la humanidad de Cristo, como coronación de su obra redentora. «Lo de la derecha de Dios –explica Santo Tomás– no hay que entenderlo en sentido literal sino metafórico: en cuanto Dios, estar sentado a la derecha del Padre significa ser de la misma categoría que Éste; en cuanto hombre, quiere decir tener la absoluta preeminencia» (Exposición del Símbolo de los Apóstoles, art. 6). Por su parte, el catecismo del Concilio de Trento enseña: «Pero estar sentado no significa en este lugar situación y figura del cuerpo, sino que expresa la posesión firme y estable de la regia y suprema potestad y gloria que recibió del Padre; acerca de lo cual dice el Apóstol: Resucitándole entre los muertos y colocándole a su diestra en los cielos, sobre todo principado y potestad, y virtud y dominación, y sobre todo nombre, por celebrado que sea, no solo en esta vida, sino también en la futura (Ef 1, 20-22); y también: Todas las cosas puso a sus pies (Sal 8, 7). De cuyas palabras se deduce que esta gloria es tan propia y singular del Señor, que no puede convenir a ninguna otra naturaleza creada. Por lo que se dice en otro lugar: ¿A qué ángel ha dicho jamás: siéntate a mi diestra?» (Heb 1, 13).
De esta manera, la ascensión del Señor a los cielos y su entronización a la derecha del Padre ha dejado nuestra mirada definitivamente orientada hacia lo alto. El mismo Apóstol nos lo recuerda: «buscad las cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la diestra de Dios; pensad en las cosas de arriba, no en las de la tierra» (Col 3, 1-2).
                                                                                                                           

sábado, 5 de mayo de 2018

UNA PRECIOSA HOMILÍA DEL CARDENAL SARAH



En una ceremonia de imponente belleza y rigor litúrgico, el Cardenal Sarah ha conferido la ordenación sacerdotal a 31 diáconos del Opus Dei. Recojo ahora la homilía que su Eminencia pronunció, y en la que trazó las características que componen una vida sacerdotal auténtica. 


D
abo vobis pastores iuxta cor meum et pascent vos scientia et doctrina (Jr 3,15). «Os daré pastores según mi corazón, que os apacienten con saber y con inteligencia». Con estas palabras, llenas de confianza en Dios, hemos comenzado esta celebración solemne. El Señor nos da pastores en estos 31 diáconos, provenientes de diferentes países, que hoy reciben la ordenación sacerdotal. Agradezco al prelado del Opus Dei el gran honor y el regalo estupendo que me ha hecho dándome la posibilidad de ser el obispo consagrante de esta ordenación.

Queridos ordenandos: todos vosotros habéis sido llamados por Dios, así lo hemos rezado en la oración colecta: «Señor, Dios nuestro, que para guiar y gobernar a tu pueblo, has querido servirte del ministerio de los sacerdotes, concédeles cumplir incansablemente tu voluntad»; y en la oración de ordenación se recuerda que, del mismo modo que Dios dio colaboradores a los apóstoles, ahora, como ayuda a nuestra limitación, nos da colaboradores para el ejercicio del sacerdocio apostólico (cfr. Oración de ordenación). De hecho, en el evangelio de Mateo se lee que Jesús habiendo llamado a sus doce discípulos, les dio potestad para expulsar a los espíritus inmundos y para curar todas las enfermedades y dolencias (Mt 10,1). También sobre vosotros descenderá el Espíritu del Señor (cfr. Is 61,1) y vuestras manos serán ungidas con el santo crisma, que será para vosotros fuerza y auxilio, para que podáis santificar al pueblo cristiano y ofrecer a Dios el sacrificio eucarístico (cfr. Pontifical Romano, unción de las manos).

Habéis sido elegidos por Dios y os habéis preparado con esmero, con muchos años de estudio, pero ha sido —sobre todo— a través de la oración y de la contemplación silenciosa cómo os habéis preparado para este momento extraordinario en el que, por la gracia de la ordenación al sagrado sacerdocio, seréis configurados con la persona de Jesucristo, Sumo Sacerdote. A través de mis manos indignas seréis consagrados sacerdotes de Dios. Podemos hacernos esta pregunta sencilla: ¿qué es exactamente un sacerdote?

La Biblia presenta al sacerdote como el hombre de la Palabra de Dios. Un hombre elegido y enviado por Dios: Como el Padre me envió, así os envío yo (Jn 20,21). Id, pues, y haced discípulos a todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo; y enseñándoles a guardar todo cuanto os he mandado (Mt 28,19). Como dice la segunda lectura, nosotros, los sacerdotes, somos embajadores en nombre de Cristo, como si Dios os exhortase por medio de nosotros (2 Cor 5,20). Dado que somos enviados, ¿qué deberíamos enseñar? Nada más que la Palabra de Dios, la enseñanza doctrinal y moral de la Iglesia, la verdad sobre Dios, sobre Cristo y sobre el hombre. Somos sacerdotes únicamente para anunciar a Cristo. El hombre de hoy pregunta por Cristo al sacerdote. Sobre las demás cosas –del plano económico, social o político– puede consultar con tantas personas competentes en estas materias. El hombre contemporáneo se dirige al sacerdote buscando a Cristo. La liturgia de la Palabra enseña al sacerdote que él es maestro de la fe. Nosotros no creamos la fe, la fe es siempre un don de Dios, tanto si la entendemos como virtud teologal infusa como si nos referimos al contenido de la doctrina, es decir, a lo que se debe creer firmemente, sin titubeos ni confusiones. El sacerdote es predicador de la verdad. Habla con caridad y, al mismo tiempo, con verdadera libertad, independientemente de las consecuencias que esto le acarree. En la Sagrada Escritura, el sacerdote es también presentado como el hombre del perdón: Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les son perdonados; a quienes se los retengáis, les son retenidos (Jn 20,23). En la ordenación sacerdotal, el Espíritu Santo se dona para permitir que la persona ordenada lleve a cabo las mismas acciones de Cristo y sea no sólo un “alter Christus”, sino “ipse Christus”, el mismo Cristo. El sacerdote es hoy la expresión visible y tangible de Jesús, Sacerdote, Juez y Médico de las almas. «El sacerdote es el amor del corazón de Jesús. Cuando veáis al sacerdote, pensad en Nuestro Señor Jesucristo». Como el santo Cura de Ars, como Padre Pío, el sacerdote es el apóstol del confesionario tal y como recordaba hace pocos días el papa Francisco, en su visita pastoral a San Giovanni Rotondo (17 de marzo de 2018). El sacerdote se presenta también como el hombre amigo de Cristo: Vosotros sois mis amigos si hacéis lo que os mando. Ya no os llamo siervos (…), os he llamado amigos, porque todo lo que oí de mi Padre os lo he hecho conocer (Jn 15,14-15). Además, al sacerdote se le conoce esencialmente como hombre de la Eucaristía: Haced esto en memoria mía (Lc 22,19). El sacerdote es, sobre todo, el hombre de la Eucaristía. Me gustaría citar aquí una texto muy sugerente del papa san Juan Pablo II, que trata precisamente sobre la relación del sacerdote con la Eucaristía: «El sacerdocio, desde sus raíces, es el sacerdocio de Cristo. Es él quien ofrece a Dios Padre el sacrificio de sí mismo, de su carne y de su sangre, y con su sacrificio justifica ante los ojos del Padre a toda la humanidad e indirectamente a toda la creación. El sacerdote, celebrando cada día la Eucaristía, penetra en el corazón de este misterio. Por eso, la celebración de la Eucaristía es, para él, el momento más importante y sagrado de la jornada y el centro de su vida (…). Durante la Santa Misa, aunque también fuera de ella, el sacerdote actúa verdaderamente in persona Christi. Lo que Cristo ha realizado sobre el altar de la Cruz, y que precedentemente ha establecido como sacramento en el Cenáculo, el sacerdote lo renueva con la fuerza del Espíritu Santo. En este momento el sacerdote está como envuelto por el poder del Espíritu Santo y las palabras que dice adquieren la misma eficacia que las pronunciadas por Cristo durante la Última Cena» (cfr. Juan Pablo II, Don y Misterio, Biblioteca de Autores Cristianos 1996, pp. 91-95).



Como veis, queridos ordenandos, no existe Eucaristía sin sacerdocio, al igual que no existe sacerdocio sin Eucaristía. Pero, sobre todo, no existe sacerdocio sin una inmersión total en el amor íntimo de la Santísima Trinidad, plenamente presente en el sacrificio eucarístico. ¡Será siempre necesario volver a descubrir nuestro sacerdocio a la luz de la Eucaristía! Al igual que hacer redescubrir este tesoro al pueblo cristiano, en la celebración cotidiana de la Santa Misa, y especialmente en la solemne asamblea dominical. Cada día, necesitamos de la Eucaristía para vivir nuestro sacerdocio y poder para permanecer como valerosos y audaces mensajeros del evangelio en medio de los sufrimientos, las dificultades y las hostilidades que nos puedan asediar.

Finalmente, el sacerdote debe ser un hombre de intensa y profunda vida interior y de oración. Debe ser santo para poder santificar al pueblo de Dios. Santifícalos en la verdad: tu palabra es la verdad. Lo mismo que tú me enviaste al mundo, así los he enviado yo al mundo. Por ellos yo me santifico, para que también ellos sean santificados en la verdad (Jn 17,17-19). El Señor pide que nos santifiquemos, que nos consagremos a la verdad. Y él nos envía para continuar su propia misión. Qué maravilloso es constatar que Jesucristo se santificó no sólo para sí, sino también por sus discípulos. A su vez, los discípulos debían ser santos no sólo por ellos mismos, sino pensando también en la Iglesia y en todos los que creerían en Cristo después de haber escuchado su palabra. San Josemaría nos recuerda nuestra llamada imperativa a la santidad. Y así escribe: «Nos quedamos removidos, con una fuerte sacudida en el corazón, al escuchar atentamente aquel grito de San Pablo: Esta es la voluntad de Dios, vuestra santificación (1Ts 4,3). Hoy, una vez más me lo propongo a mí, y os recuerdo también a vosotros y a la humanidad entera: ésta es la Voluntad de Dios, que seamos santos. Para pacificar las almas con auténtica paz, para transformar la tierra, para buscar en el mundo y a través de las cosas del mundo a Dios Señor Nuestro, resulta indispensable la santidad personal (…). El sendero, que conduce a la santidad, es sendero de oración; y la oración debe prender poco a poco en el alma, como la pequeña semilla que se convertirá más tarde en árbol frondoso” (Amigos de Dios, nn. 294-295). Sobre todo nosotros, sacerdotes y obispos, debemos ser santos. La espiritualidad comienza desde la cima, no desde el fondo. «El espejo refleja la luz del sol, pero no la crea. La santidad es una pirámide –dice Fulton Sheen– es como ungüento precioso en la cabeza, que desciende por la barba, por la barba de Aarón, que desciende hasta la orla de sus vestiduras (Sal 133,2). Dios es santo. Su santidad desciende a la tierra con Jesucristo, que la extiende a los sacerdotes, y después los sacerdotes contribuyen a santificar a los fieles cristianos» (cfr. Fulton J. Sheen, Il Sacerdote non si appartiene, Fede e Cultura 2016, p. 78).

Queridos ordenandos, como os podéis imaginar, no es posible llevar a cabo nuestra santificación si no es al contemplar, tocar y vivir plena y físicamente la ofrenda total de nuestro cuerpo a través del gran misterio de la ordenación sacerdotal, ofrenda expresada en las palabras poderosas de San Pablo: Con Cristo estoy crucificado: vivo, pero ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí. Y la vida que vivo ahora en la carne la vivo en la fe del Hijo de Dios, que me amó y se entregó a sí mismo por mí (Ga 2,19-20). Nuestro sacerdocio se realizará plenamente si aceptamos morir cada día en la cruz con Jesús. Por tanto, si queréis convertiros en sacerdotes santos, escuchad atentamente la exhortación de san Pedro Crisólogo, que nos anima a orar siempre y ofrecer nuestro cuerpo a Dios. Así nos dice a cada uno san Pedro Crisólogo: «Sé, oh hombre, sé el Sacrificio y Sacerdote de Dios; no pierdas lo que la voluntad divina te ha concedido y otorgado. Revístete con la estola de la santidad. Cíñete el cíngulo de la castidad. Sea Cristo la protección de tu cabeza. La cruz permanezca como defensa de tu frente. Acerca a tu pecho el sacramento de la ciencia divina. Que el incienso de tu oración se eleve siempre como olor suave. Agarra la espada del Espíritu, haz de tu corazón un altar, y presenta así tu cuerpo como víctima a Dios con confianza segura» (De los Discursos de San Pedro Crisólogo, Disc 108: PL 52, 499-500).


Queridos ordenandos, no olvidéis que recibís la ordenación sacerdotal para servir a la Iglesia, a todas las almas. Como habéis aprendido de san Josemaría y de todos sus sucesores, sed siempre muy leales al Romano Pontífice, a los obispos, sucesores de los Apóstoles, y a vuestro prelado; quered a los sacerdotes de cada diócesis; rogad con constancia al Señor que envíe muchos operarios a toda su mies, que mande muchos sacerdotes santos, constituidos como custodios para apacentar la Iglesia de Dios, que él adquirió con su sangre (Hch 20, 28).

Felicito ahora a los padres y hermanos de los nuevos sacerdotes. Desde hoy, tendréis a alguien de vuestra sangre que intercederá especialmente por vosotros ante el Señor. Al mismo tiempo, todos hemos de rezar por ellos más que antes, pues es grande la responsabilidad que han asumido.

Estamos recorriendo el mes de mayo. ¡Cuántas cosas habremos dicho a la Virgen! ¡Cómo habremos rezado para que ella nos asista, como Madre de Dios y Madre nuestra! Confiamos estos hermanos nuestros a María, Madre de la Iglesia, Madre de los sacerdotes: que ella los acoja especialmente como hijos suyos amadísimos, del mismo modo que acogió a san Juan, el discípulo amado, bajo la Cruz de Jesús. Queridísimos ordenandos, os regalo a cada uno un rosario y un pequeño icono de la Virgen de la Ternura, para que podáis uniros más estrechamente a María Santísima y para obligaros, de alguna manera, a rezar por mí. Que Dios os bendiga. Así sea.