En
una ceremonia de imponente belleza y rigor litúrgico, el Cardenal Sarah ha
conferido la ordenación sacerdotal a 31 diáconos del Opus Dei. Recojo ahora la
homilía que su Eminencia pronunció, y en la que trazó las características que
componen una vida sacerdotal auténtica.
Fuente: opusdei.org/es-ar
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abo
vobis pastores iuxta cor meum et pascent vos scientia et doctrina (Jr 3,15).
«Os daré pastores según mi corazón, que os apacienten con saber y con
inteligencia». Con estas palabras, llenas de confianza en Dios, hemos comenzado
esta celebración solemne. El Señor nos da pastores en estos 31 diáconos,
provenientes de diferentes países, que hoy reciben la ordenación sacerdotal.
Agradezco al prelado del Opus Dei el gran honor y el regalo estupendo que me ha
hecho dándome la posibilidad de ser el obispo consagrante de esta ordenación.
Queridos
ordenandos: todos vosotros habéis sido llamados por Dios, así lo hemos rezado
en la oración colecta: «Señor, Dios nuestro, que para guiar y gobernar a tu
pueblo, has querido servirte del ministerio de los sacerdotes, concédeles
cumplir incansablemente tu voluntad»; y en la oración de ordenación se recuerda
que, del mismo modo que Dios dio colaboradores a los apóstoles, ahora, como
ayuda a nuestra limitación, nos da colaboradores para el ejercicio del
sacerdocio apostólico (cfr. Oración de ordenación). De hecho, en el evangelio
de Mateo se lee que Jesús habiendo llamado a sus doce discípulos, les dio
potestad para expulsar a los espíritus inmundos y para curar todas las
enfermedades y dolencias (Mt 10,1). También sobre vosotros descenderá el Espíritu
del Señor (cfr. Is 61,1) y vuestras manos serán ungidas con el santo crisma,
que será para vosotros fuerza y auxilio, para que podáis santificar al pueblo
cristiano y ofrecer a Dios el sacrificio eucarístico (cfr. Pontifical Romano,
unción de las manos).
Habéis
sido elegidos por Dios y os habéis preparado con esmero, con muchos años de
estudio, pero ha sido —sobre todo— a través de la oración y de la contemplación
silenciosa cómo os habéis preparado para este momento extraordinario en el que,
por la gracia de la ordenación al sagrado sacerdocio, seréis configurados con
la persona de Jesucristo, Sumo Sacerdote. A través de mis manos indignas seréis
consagrados sacerdotes de Dios. Podemos hacernos esta pregunta sencilla: ¿qué
es exactamente un sacerdote?
La
Biblia presenta al sacerdote como el hombre de la Palabra de Dios. Un hombre
elegido y enviado por Dios: Como el Padre me envió, así os envío yo (Jn 20,21).
Id, pues, y haced discípulos a todos los pueblos, bautizándolos en el nombre
del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo; y enseñándoles a guardar todo cuanto
os he mandado (Mt 28,19). Como dice la segunda lectura, nosotros, los
sacerdotes, somos embajadores en nombre de Cristo, como si Dios os exhortase
por medio de nosotros (2 Cor 5,20). Dado que somos enviados, ¿qué deberíamos
enseñar? Nada más que la Palabra de Dios, la enseñanza doctrinal y moral de la
Iglesia, la verdad sobre Dios, sobre Cristo y sobre el hombre. Somos sacerdotes
únicamente para anunciar a Cristo. El hombre de hoy pregunta por Cristo al
sacerdote. Sobre las demás cosas –del plano económico, social o político– puede
consultar con tantas personas competentes en estas materias. El hombre
contemporáneo se dirige al sacerdote buscando a Cristo. La liturgia de la
Palabra enseña al sacerdote que él es maestro de la fe. Nosotros no creamos la
fe, la fe es siempre un don de Dios, tanto si la entendemos como virtud
teologal infusa como si nos referimos al contenido de la doctrina, es decir, a
lo que se debe creer firmemente, sin titubeos ni confusiones. El sacerdote es
predicador de la verdad. Habla con caridad y, al mismo tiempo, con verdadera
libertad, independientemente de las consecuencias que esto le acarree. En la
Sagrada Escritura, el sacerdote es también presentado como el hombre del perdón:
Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les son
perdonados; a quienes se los retengáis, les son retenidos (Jn 20,23). En la
ordenación sacerdotal, el Espíritu Santo se dona para permitir que la persona
ordenada lleve a cabo las mismas acciones de Cristo y sea no sólo un “alter
Christus”, sino “ipse Christus”, el mismo Cristo. El sacerdote es hoy la
expresión visible y tangible de Jesús, Sacerdote, Juez y Médico de las almas.
«El sacerdote es el amor del corazón de Jesús. Cuando veáis al sacerdote,
pensad en Nuestro Señor Jesucristo». Como el santo Cura de Ars, como Padre Pío,
el sacerdote es el apóstol del confesionario tal y como recordaba hace pocos
días el papa Francisco, en su visita pastoral a San Giovanni Rotondo (17 de marzo
de 2018). El sacerdote se presenta también como el hombre amigo de Cristo:
Vosotros sois mis amigos si hacéis lo que os mando. Ya no os llamo siervos (…),
os he llamado amigos, porque todo lo que oí de mi Padre os lo he hecho conocer
(Jn 15,14-15). Además, al sacerdote se le conoce esencialmente como hombre de
la Eucaristía: Haced esto en memoria mía (Lc 22,19). El sacerdote es, sobre
todo, el hombre de la Eucaristía. Me gustaría citar aquí una texto muy
sugerente del papa san Juan Pablo II, que trata precisamente sobre la relación
del sacerdote con la Eucaristía: «El sacerdocio, desde sus raíces, es el
sacerdocio de Cristo. Es él quien ofrece a Dios Padre el sacrificio de sí
mismo, de su carne y de su sangre, y con su sacrificio justifica ante los ojos
del Padre a toda la humanidad e indirectamente a toda la creación. El
sacerdote, celebrando cada día la Eucaristía, penetra en el corazón de este
misterio. Por eso, la celebración de la Eucaristía es, para él, el momento más
importante y sagrado de la jornada y el centro de su vida (…). Durante la Santa
Misa, aunque también fuera de ella, el sacerdote actúa verdaderamente in
persona Christi. Lo que Cristo ha realizado sobre el altar de la Cruz, y que
precedentemente ha establecido como sacramento en el Cenáculo, el sacerdote lo
renueva con la fuerza del Espíritu Santo. En este momento el sacerdote está
como envuelto por el poder del Espíritu Santo y las palabras que dice adquieren
la misma eficacia que las pronunciadas por Cristo durante la Última Cena» (cfr.
Juan Pablo II, Don y Misterio, Biblioteca de Autores Cristianos 1996, pp.
91-95).
Como
veis, queridos ordenandos, no existe Eucaristía sin sacerdocio, al igual que no
existe sacerdocio sin Eucaristía. Pero, sobre todo, no existe sacerdocio sin
una inmersión total en el amor íntimo de la Santísima Trinidad, plenamente
presente en el sacrificio eucarístico. ¡Será siempre necesario volver a
descubrir nuestro sacerdocio a la luz de la Eucaristía! Al igual que hacer
redescubrir este tesoro al pueblo cristiano, en la celebración cotidiana de la
Santa Misa, y especialmente en la solemne asamblea dominical. Cada día,
necesitamos de la Eucaristía para vivir nuestro sacerdocio y poder para
permanecer como valerosos y audaces mensajeros del evangelio en medio de los sufrimientos,
las dificultades y las hostilidades que nos puedan asediar.
Finalmente,
el sacerdote debe ser un hombre de intensa y profunda vida interior y de
oración. Debe ser santo para poder santificar al pueblo de Dios. Santifícalos
en la verdad: tu palabra es la verdad. Lo mismo que tú me enviaste al mundo,
así los he enviado yo al mundo. Por ellos yo me santifico, para que también
ellos sean santificados en la verdad (Jn 17,17-19). El Señor pide que nos
santifiquemos, que nos consagremos a la verdad. Y él nos envía para continuar
su propia misión. Qué maravilloso es constatar que Jesucristo se santificó no
sólo para sí, sino también por sus discípulos. A su vez, los discípulos debían
ser santos no sólo por ellos mismos, sino pensando también en la Iglesia y en
todos los que creerían en Cristo después de haber escuchado su palabra. San
Josemaría nos recuerda nuestra llamada imperativa a la santidad. Y así escribe:
«Nos quedamos removidos, con una fuerte sacudida en el corazón, al escuchar
atentamente aquel grito de San Pablo: Esta es la voluntad de Dios, vuestra
santificación (1Ts 4,3). Hoy, una vez más me lo propongo a mí, y os recuerdo
también a vosotros y a la humanidad entera: ésta es la Voluntad de Dios, que
seamos santos. Para pacificar las almas con auténtica paz, para transformar la
tierra, para buscar en el mundo y a través de las cosas del mundo a Dios Señor
Nuestro, resulta indispensable la santidad personal (…). El sendero, que
conduce a la santidad, es sendero de oración; y la oración debe prender poco a
poco en el alma, como la pequeña semilla que se convertirá más tarde en árbol
frondoso” (Amigos de Dios, nn. 294-295). Sobre todo nosotros, sacerdotes y
obispos, debemos ser santos. La espiritualidad comienza desde la cima, no desde
el fondo. «El espejo refleja la luz del sol, pero no la crea. La santidad es
una pirámide –dice Fulton Sheen– es como ungüento precioso en la cabeza, que
desciende por la barba, por la barba de Aarón, que desciende hasta la orla de
sus vestiduras (Sal 133,2). Dios es santo. Su santidad desciende a la tierra
con Jesucristo, que la extiende a los sacerdotes, y después los sacerdotes
contribuyen a santificar a los fieles cristianos» (cfr. Fulton J. Sheen, Il
Sacerdote non si appartiene, Fede e Cultura 2016, p. 78).
Queridos
ordenandos, como os podéis imaginar, no es posible llevar a cabo nuestra
santificación si no es al contemplar, tocar y vivir plena y físicamente la
ofrenda total de nuestro cuerpo a través del gran misterio de la ordenación
sacerdotal, ofrenda expresada en las palabras poderosas de San Pablo: Con
Cristo estoy crucificado: vivo, pero ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí.
Y la vida que vivo ahora en la carne la vivo en la fe del Hijo de Dios, que me
amó y se entregó a sí mismo por mí (Ga 2,19-20). Nuestro sacerdocio se
realizará plenamente si aceptamos morir cada día en la cruz con Jesús. Por
tanto, si queréis convertiros en sacerdotes santos, escuchad atentamente la
exhortación de san Pedro Crisólogo, que nos anima a orar siempre y ofrecer
nuestro cuerpo a Dios. Así nos dice a cada uno san Pedro Crisólogo: «Sé, oh
hombre, sé el Sacrificio y Sacerdote de Dios; no pierdas lo que la voluntad
divina te ha concedido y otorgado. Revístete con la estola de la santidad.
Cíñete el cíngulo de la castidad. Sea Cristo la protección de tu cabeza. La
cruz permanezca como defensa de tu frente. Acerca a tu pecho el sacramento de
la ciencia divina. Que el incienso de tu oración se eleve siempre como olor
suave. Agarra la espada del Espíritu, haz de tu corazón un altar, y presenta
así tu cuerpo como víctima a Dios con confianza segura» (De los Discursos de
San Pedro Crisólogo, Disc 108: PL 52, 499-500).
Queridos
ordenandos, no olvidéis que recibís la ordenación sacerdotal para servir a la
Iglesia, a todas las almas. Como habéis aprendido de san Josemaría y de todos
sus sucesores, sed siempre muy leales al Romano Pontífice, a los obispos,
sucesores de los Apóstoles, y a vuestro prelado; quered a los sacerdotes de
cada diócesis; rogad con constancia al Señor que envíe muchos operarios a toda
su mies, que mande muchos sacerdotes santos, constituidos como custodios para
apacentar la Iglesia de Dios, que él adquirió con su sangre (Hch 20, 28).
Felicito
ahora a los padres y hermanos de los nuevos sacerdotes. Desde hoy, tendréis a
alguien de vuestra sangre que intercederá especialmente por vosotros ante el
Señor. Al mismo tiempo, todos hemos de rezar por ellos más que antes, pues es
grande la responsabilidad que han asumido.
Estamos
recorriendo el mes de mayo. ¡Cuántas cosas habremos dicho a la Virgen! ¡Cómo
habremos rezado para que ella nos asista, como Madre de Dios y Madre nuestra!
Confiamos estos hermanos nuestros a María, Madre de la Iglesia, Madre de los
sacerdotes: que ella los acoja especialmente como hijos suyos amadísimos, del
mismo modo que acogió a san Juan, el discípulo amado, bajo la Cruz de Jesús.
Queridísimos ordenandos, os regalo a cada uno un rosario y un pequeño icono de
la Virgen de la Ternura, para que podáis uniros más estrechamente a María
Santísima y para obligaros, de alguna manera, a rezar por mí. Que Dios os
bendiga. Así sea.
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