sábado, 5 de mayo de 2018

UNA PRECIOSA HOMILÍA DEL CARDENAL SARAH



En una ceremonia de imponente belleza y rigor litúrgico, el Cardenal Sarah ha conferido la ordenación sacerdotal a 31 diáconos del Opus Dei. Recojo ahora la homilía que su Eminencia pronunció, y en la que trazó las características que componen una vida sacerdotal auténtica. 


D
abo vobis pastores iuxta cor meum et pascent vos scientia et doctrina (Jr 3,15). «Os daré pastores según mi corazón, que os apacienten con saber y con inteligencia». Con estas palabras, llenas de confianza en Dios, hemos comenzado esta celebración solemne. El Señor nos da pastores en estos 31 diáconos, provenientes de diferentes países, que hoy reciben la ordenación sacerdotal. Agradezco al prelado del Opus Dei el gran honor y el regalo estupendo que me ha hecho dándome la posibilidad de ser el obispo consagrante de esta ordenación.

Queridos ordenandos: todos vosotros habéis sido llamados por Dios, así lo hemos rezado en la oración colecta: «Señor, Dios nuestro, que para guiar y gobernar a tu pueblo, has querido servirte del ministerio de los sacerdotes, concédeles cumplir incansablemente tu voluntad»; y en la oración de ordenación se recuerda que, del mismo modo que Dios dio colaboradores a los apóstoles, ahora, como ayuda a nuestra limitación, nos da colaboradores para el ejercicio del sacerdocio apostólico (cfr. Oración de ordenación). De hecho, en el evangelio de Mateo se lee que Jesús habiendo llamado a sus doce discípulos, les dio potestad para expulsar a los espíritus inmundos y para curar todas las enfermedades y dolencias (Mt 10,1). También sobre vosotros descenderá el Espíritu del Señor (cfr. Is 61,1) y vuestras manos serán ungidas con el santo crisma, que será para vosotros fuerza y auxilio, para que podáis santificar al pueblo cristiano y ofrecer a Dios el sacrificio eucarístico (cfr. Pontifical Romano, unción de las manos).

Habéis sido elegidos por Dios y os habéis preparado con esmero, con muchos años de estudio, pero ha sido —sobre todo— a través de la oración y de la contemplación silenciosa cómo os habéis preparado para este momento extraordinario en el que, por la gracia de la ordenación al sagrado sacerdocio, seréis configurados con la persona de Jesucristo, Sumo Sacerdote. A través de mis manos indignas seréis consagrados sacerdotes de Dios. Podemos hacernos esta pregunta sencilla: ¿qué es exactamente un sacerdote?

La Biblia presenta al sacerdote como el hombre de la Palabra de Dios. Un hombre elegido y enviado por Dios: Como el Padre me envió, así os envío yo (Jn 20,21). Id, pues, y haced discípulos a todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo; y enseñándoles a guardar todo cuanto os he mandado (Mt 28,19). Como dice la segunda lectura, nosotros, los sacerdotes, somos embajadores en nombre de Cristo, como si Dios os exhortase por medio de nosotros (2 Cor 5,20). Dado que somos enviados, ¿qué deberíamos enseñar? Nada más que la Palabra de Dios, la enseñanza doctrinal y moral de la Iglesia, la verdad sobre Dios, sobre Cristo y sobre el hombre. Somos sacerdotes únicamente para anunciar a Cristo. El hombre de hoy pregunta por Cristo al sacerdote. Sobre las demás cosas –del plano económico, social o político– puede consultar con tantas personas competentes en estas materias. El hombre contemporáneo se dirige al sacerdote buscando a Cristo. La liturgia de la Palabra enseña al sacerdote que él es maestro de la fe. Nosotros no creamos la fe, la fe es siempre un don de Dios, tanto si la entendemos como virtud teologal infusa como si nos referimos al contenido de la doctrina, es decir, a lo que se debe creer firmemente, sin titubeos ni confusiones. El sacerdote es predicador de la verdad. Habla con caridad y, al mismo tiempo, con verdadera libertad, independientemente de las consecuencias que esto le acarree. En la Sagrada Escritura, el sacerdote es también presentado como el hombre del perdón: Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les son perdonados; a quienes se los retengáis, les son retenidos (Jn 20,23). En la ordenación sacerdotal, el Espíritu Santo se dona para permitir que la persona ordenada lleve a cabo las mismas acciones de Cristo y sea no sólo un “alter Christus”, sino “ipse Christus”, el mismo Cristo. El sacerdote es hoy la expresión visible y tangible de Jesús, Sacerdote, Juez y Médico de las almas. «El sacerdote es el amor del corazón de Jesús. Cuando veáis al sacerdote, pensad en Nuestro Señor Jesucristo». Como el santo Cura de Ars, como Padre Pío, el sacerdote es el apóstol del confesionario tal y como recordaba hace pocos días el papa Francisco, en su visita pastoral a San Giovanni Rotondo (17 de marzo de 2018). El sacerdote se presenta también como el hombre amigo de Cristo: Vosotros sois mis amigos si hacéis lo que os mando. Ya no os llamo siervos (…), os he llamado amigos, porque todo lo que oí de mi Padre os lo he hecho conocer (Jn 15,14-15). Además, al sacerdote se le conoce esencialmente como hombre de la Eucaristía: Haced esto en memoria mía (Lc 22,19). El sacerdote es, sobre todo, el hombre de la Eucaristía. Me gustaría citar aquí una texto muy sugerente del papa san Juan Pablo II, que trata precisamente sobre la relación del sacerdote con la Eucaristía: «El sacerdocio, desde sus raíces, es el sacerdocio de Cristo. Es él quien ofrece a Dios Padre el sacrificio de sí mismo, de su carne y de su sangre, y con su sacrificio justifica ante los ojos del Padre a toda la humanidad e indirectamente a toda la creación. El sacerdote, celebrando cada día la Eucaristía, penetra en el corazón de este misterio. Por eso, la celebración de la Eucaristía es, para él, el momento más importante y sagrado de la jornada y el centro de su vida (…). Durante la Santa Misa, aunque también fuera de ella, el sacerdote actúa verdaderamente in persona Christi. Lo que Cristo ha realizado sobre el altar de la Cruz, y que precedentemente ha establecido como sacramento en el Cenáculo, el sacerdote lo renueva con la fuerza del Espíritu Santo. En este momento el sacerdote está como envuelto por el poder del Espíritu Santo y las palabras que dice adquieren la misma eficacia que las pronunciadas por Cristo durante la Última Cena» (cfr. Juan Pablo II, Don y Misterio, Biblioteca de Autores Cristianos 1996, pp. 91-95).



Como veis, queridos ordenandos, no existe Eucaristía sin sacerdocio, al igual que no existe sacerdocio sin Eucaristía. Pero, sobre todo, no existe sacerdocio sin una inmersión total en el amor íntimo de la Santísima Trinidad, plenamente presente en el sacrificio eucarístico. ¡Será siempre necesario volver a descubrir nuestro sacerdocio a la luz de la Eucaristía! Al igual que hacer redescubrir este tesoro al pueblo cristiano, en la celebración cotidiana de la Santa Misa, y especialmente en la solemne asamblea dominical. Cada día, necesitamos de la Eucaristía para vivir nuestro sacerdocio y poder para permanecer como valerosos y audaces mensajeros del evangelio en medio de los sufrimientos, las dificultades y las hostilidades que nos puedan asediar.

Finalmente, el sacerdote debe ser un hombre de intensa y profunda vida interior y de oración. Debe ser santo para poder santificar al pueblo de Dios. Santifícalos en la verdad: tu palabra es la verdad. Lo mismo que tú me enviaste al mundo, así los he enviado yo al mundo. Por ellos yo me santifico, para que también ellos sean santificados en la verdad (Jn 17,17-19). El Señor pide que nos santifiquemos, que nos consagremos a la verdad. Y él nos envía para continuar su propia misión. Qué maravilloso es constatar que Jesucristo se santificó no sólo para sí, sino también por sus discípulos. A su vez, los discípulos debían ser santos no sólo por ellos mismos, sino pensando también en la Iglesia y en todos los que creerían en Cristo después de haber escuchado su palabra. San Josemaría nos recuerda nuestra llamada imperativa a la santidad. Y así escribe: «Nos quedamos removidos, con una fuerte sacudida en el corazón, al escuchar atentamente aquel grito de San Pablo: Esta es la voluntad de Dios, vuestra santificación (1Ts 4,3). Hoy, una vez más me lo propongo a mí, y os recuerdo también a vosotros y a la humanidad entera: ésta es la Voluntad de Dios, que seamos santos. Para pacificar las almas con auténtica paz, para transformar la tierra, para buscar en el mundo y a través de las cosas del mundo a Dios Señor Nuestro, resulta indispensable la santidad personal (…). El sendero, que conduce a la santidad, es sendero de oración; y la oración debe prender poco a poco en el alma, como la pequeña semilla que se convertirá más tarde en árbol frondoso” (Amigos de Dios, nn. 294-295). Sobre todo nosotros, sacerdotes y obispos, debemos ser santos. La espiritualidad comienza desde la cima, no desde el fondo. «El espejo refleja la luz del sol, pero no la crea. La santidad es una pirámide –dice Fulton Sheen– es como ungüento precioso en la cabeza, que desciende por la barba, por la barba de Aarón, que desciende hasta la orla de sus vestiduras (Sal 133,2). Dios es santo. Su santidad desciende a la tierra con Jesucristo, que la extiende a los sacerdotes, y después los sacerdotes contribuyen a santificar a los fieles cristianos» (cfr. Fulton J. Sheen, Il Sacerdote non si appartiene, Fede e Cultura 2016, p. 78).

Queridos ordenandos, como os podéis imaginar, no es posible llevar a cabo nuestra santificación si no es al contemplar, tocar y vivir plena y físicamente la ofrenda total de nuestro cuerpo a través del gran misterio de la ordenación sacerdotal, ofrenda expresada en las palabras poderosas de San Pablo: Con Cristo estoy crucificado: vivo, pero ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí. Y la vida que vivo ahora en la carne la vivo en la fe del Hijo de Dios, que me amó y se entregó a sí mismo por mí (Ga 2,19-20). Nuestro sacerdocio se realizará plenamente si aceptamos morir cada día en la cruz con Jesús. Por tanto, si queréis convertiros en sacerdotes santos, escuchad atentamente la exhortación de san Pedro Crisólogo, que nos anima a orar siempre y ofrecer nuestro cuerpo a Dios. Así nos dice a cada uno san Pedro Crisólogo: «Sé, oh hombre, sé el Sacrificio y Sacerdote de Dios; no pierdas lo que la voluntad divina te ha concedido y otorgado. Revístete con la estola de la santidad. Cíñete el cíngulo de la castidad. Sea Cristo la protección de tu cabeza. La cruz permanezca como defensa de tu frente. Acerca a tu pecho el sacramento de la ciencia divina. Que el incienso de tu oración se eleve siempre como olor suave. Agarra la espada del Espíritu, haz de tu corazón un altar, y presenta así tu cuerpo como víctima a Dios con confianza segura» (De los Discursos de San Pedro Crisólogo, Disc 108: PL 52, 499-500).


Queridos ordenandos, no olvidéis que recibís la ordenación sacerdotal para servir a la Iglesia, a todas las almas. Como habéis aprendido de san Josemaría y de todos sus sucesores, sed siempre muy leales al Romano Pontífice, a los obispos, sucesores de los Apóstoles, y a vuestro prelado; quered a los sacerdotes de cada diócesis; rogad con constancia al Señor que envíe muchos operarios a toda su mies, que mande muchos sacerdotes santos, constituidos como custodios para apacentar la Iglesia de Dios, que él adquirió con su sangre (Hch 20, 28).

Felicito ahora a los padres y hermanos de los nuevos sacerdotes. Desde hoy, tendréis a alguien de vuestra sangre que intercederá especialmente por vosotros ante el Señor. Al mismo tiempo, todos hemos de rezar por ellos más que antes, pues es grande la responsabilidad que han asumido.

Estamos recorriendo el mes de mayo. ¡Cuántas cosas habremos dicho a la Virgen! ¡Cómo habremos rezado para que ella nos asista, como Madre de Dios y Madre nuestra! Confiamos estos hermanos nuestros a María, Madre de la Iglesia, Madre de los sacerdotes: que ella los acoja especialmente como hijos suyos amadísimos, del mismo modo que acogió a san Juan, el discípulo amado, bajo la Cruz de Jesús. Queridísimos ordenandos, os regalo a cada uno un rosario y un pequeño icono de la Virgen de la Ternura, para que podáis uniros más estrechamente a María Santísima y para obligaros, de alguna manera, a rezar por mí. Que Dios os bendiga. Así sea.

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