Presento
a continuación la segunda parte de la Conferencia de Don Roberto Spataro sobre
la belleza de la Misa tradicional y su valor evangelizador para nuestro tiempo.
(Parte I, aquí)
«La evangelización gozosa se vuelve belleza
en la liturgia»
(EG 24)
La experiencia de la Misa tridentina
Por
Don Roberto Spataro SDB
2. La belleza de la liturgia tridentina y la evangelización
R
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ecordemos
la cita de la Exhortación Evangelii
gaudium de la que hemos partido y que pone en relación la via pulchritudinis de la liturgia con el
doble movimiento evangelizador: el de una Iglesia, por así decir, que se deja
evangelizar, para a su vez evangelizar el mundo. Profundicemos en este punto.
Hoy la Iglesia necesita urgentemente ser orientada hacia Cristo, su Cabeza, su
Esposo, su Fundador. Cristo es su Evangelio, la hermosa noticia que la
rejuvenece, la llena de auténtica alegría, le infunde esperanza. Desafortunadamente,
en los últimos años, con una aceleración que suscita interrogantes y preocupaciones,
asistimos a un afán eclesial por inmiscuirse en temas de orden sociológico, más
o menos relacionados con la moral. Y cuando esto sucede, no faltan opciones,
muy cuestionables y francamente incompatibles con el Evangelio, propuestas por
pastores incluso eminentes por sus responsabilidades eclesiales. La Iglesia
necesita ser re-evangelizada y traída de vuelta a Cristo. El Papa Benedicto XVI
ha hecho un trabajo extraordinario en este sentido, y su trilogía sobre Jesús
de Nazaret es una expresión de su cristocentrismo basado en la Escritura y en
la sana doctrina de la Tradición. No es de extrañar que él también quisiera
promover una reforma de la liturgia y que Summorum
Pontificum encontrara un lugar muy relevante en este programa.
Nos
topamos ahora con que la Misa Tridentina es verdaderamente evangélica por su cristocentrismo.
Pensemos en su conclusión: la proclamación del prólogo del Evangelio de Juan,
que actúa como una bisagra que vincula la liturgia celebrada con la vida
cotidiana a la que estamos por volver. En él se anuncia el corazón del
Evangelio, el Misterio de la Encarnación, y esta proclamación se realiza con
esa belleza de la que hablábamos antes: el movimiento hierático del sacerdote
hacia el cornu evangelii (el lado del
Evangelio), la lectura, la genuflexión a las palabras Et Verbum caro factum est, y durante la Misa cantada, el pasaje
interpretado por la schola cantorum.
La Iglesia es evangelizada cuando se ofrece la Misa Tridentina porque, como
decía San Cirilo de Jerusalén, un Padre de la Iglesia del siglo IV, autor de
unas inolvidables y preciosísimas catequesis litúrgicas o mistagógicas, las
enseñanzas de la Sagrada Escritura vienen reunidas en un summarium (un compendio), la regula
fidei (la regla de la fe), el Credo del catecismo, diríamos nosotros. Y la
Misa Tridentina es un catecismo en acto que fortalece la adhesión al Evangelio
de Cristo.
El siempre actual Catecismo de San Pío X se preguntaba: ¿Cuáles
son los dos misterios principales de la fe? Pues bien, aquí profesamos primeramente nuestra fe en
Dios Uno y Trino al dirigirnos desde el comienzo de la Misa a las Tres Personas
Divinas con las nueve invocaciones del Kyrie
Eleison (tres veces al Padre, tres veces a Cristo, tres veces al Espíritu);
al glorificar su majestad en el canto del Gloria; al implorar que acepten la
oblación en el momento del ofertorio; al manifestar el deseo de que el
sacrificio les sea grato, con la oración que precede a la bendición final. En
segundo lugar, profesamos el misterio de la Encarnación, Pasión y Muerte del
Señor: ¡cuántos signos de la cruz traza el sacerdote, especialmente durante el
Canon! Toda esta liturgia, con sus textos, cuya formulación está enraizada en
la teología de los Padres de la Iglesia y no en la de expertos y peritos del
siglo XX, y con sus ritos, son un compendio de ese Evangelio bendito, el
verdadero tesoro de la Iglesia, que se ha traducido en doctrina y resumido en
el Catecismo. Podríamos multiplicar los ejemplos para mostrar cómo la Misa
Tridentina, en sí misma y por sí misma, es una especie de catecismo para todos,
ya se trate de creyentes que evangelizan o de no creyentes susceptibles de ser
evangelizados. En efecto, la estructura histórica-salvífica, –creación, pecado,
encarnación, redención, gracia, gloria y vida eterna–, se encuentra resumida en
sus oraciones. Basta pensar en las palabras que el sacerdote pronuncia cuando
vierte el agua en el cáliz:
Deus, qui humanae
substantiae dignitatem mirabiliter condidisti [creación] et mirabilius reformasti [redención], da nobis per huius aquae et vini mysterium
eius divinitatis esse consortes [divinización o vida de la gracia], qui humanitatis nostrae fieri dignatus est
particeps [encarnación]. Y el drama del pecado, ¿acaso no viene evocado
plástica y existencialmente en la gestualidad del Confiteor, cuando nos
arrodillamos, nos golpeamos el pecho, repetimos las palabras y esperamos esas
palabras liberadoras del sacerdote, desgraciadamente abolidas en el Novus Ordo:
«Indulgentiam, absolutionem, et remissionem peccatorum vestrorum tribuat vobis
omnipotens et misericors Dominus»? En el Canon Romano también el sacerdote pide
al Padre pasar con éxito el examen final, el único juicio que nos debería
preocupar, si bien con serenidad, porque la Virgen ruega por nosotros: ab aeterna damnatione nos eripi, et in
electorum tuorum iubeas grege numerari.
Así
evangelizada, la Iglesia está lista para evangelizar. La Misa Tridentina
infunde la gracia que convierte a los discípulos en apóstoles celosos y a los
fieles en misioneros valientes, como ha sucedido con generaciones y
generaciones de propagadores del Evangelio en tierras lejanas y a menudo en
medio de peligros. Cuando leemos las crónicas de las expediciones misioneras de
jesuitas y franciscanos en Asia y América Latina durante los siglos XVII y XVIII,
nos damos cuenta, no sin admiración y emoción, de que se preocupaban sobre todo
de ofrecer el Sacrificio de la Misa, con esta forma litúrgica que todo lo
espera de Dios como un don, también la gracia de la fecundidad de la obra
evangelizadora.
La
Misa en el ritus antiquior evangeliza
también por otra razón: habla al corazón de los que han perdido la fe o no la
tuvieron nunca. Hoy, por ejemplo, en esta sociedad occidental que niega sus
raíces cristianas, algunas personas sedientas de recogimiento y ansiosas de paz
interior, se dirigen a las filosofías orientales que, no obstante lo que tienen
de apreciable, dejan al alma en su soledad existencial: no hay ningún Dios que
ame, del cual sentirse amado, ni para amar. El silencio y la sacralidad de la
Misa Tridentina son para algunas de estas personas un descubrimiento que a
menudo se convierte en el primer paso hacia la fe. Otras personas, en cambio,
especialmente las más jóvenes, encuentran las propuestas de la pastoral
ordinaria un poco banales, si no abiertamente afectadas por una real
heterodoxia. Van en búsqueda de un alimento sólido para sus almas, y la Misa
Tridentina les ofrece este alimento sustancial, con su teología que coincide tout court con la
formulación de la fides quæ (el
contenido de lo que se cree). Aquí vale también lo de lex credendi, lex orandi (la ley de la fe es la ley de la
oración).
Las
almas sencillas, es decir, esa categoría de fieles tan predilecta del buen Dios,
intuyen que algo inmensamente grande sucede en la Misa Tridentina, donde el
sacerdote habla con Dios y todos se arrodillan ante Él. De este modo, también
ellos son instruidos y evangelizados por los sagrados misterios. Todos, por
cierto, sienten la fascinación del esplendor de esta Misa; aunque se ofrezca en
un lugar estrecho y con medios modestos, es siempre majestuosa y solemne porque
es verdaderamente bella, con esa belleza que, aun estando mediada por
vestimentas, palabras o gestos, tiene su origen en Dios, belleza suprema. En
definitiva, asistir a la Misa según el Vetus
Ordo es una experiencia similar a la descrita por Agustín, quien por su
formación platónica propuso un itinerarium
pulchritudinis in Deum (el camino de la belleza hacia Dios), que parte de
los signos y llega a la Realidad, observa y admira lo creado para llegar al
Creador. Y con las siguientes palabras del gran Agustín, quisiera concluir nuestro
coloquio:
Pregunta
a la belleza de la tierra, pregunta a la belleza del mar, pregunta a la belleza
del aire dilatado y difuso, pregunta a la belleza del cielo, pregunta al giro
ordenado de los astros; pregunta al sol, que ilumina el día con fulgor;
pregunta a la luna, que mitiga con su resplandor la oscuridad de la noche que
sigue al día. Pregunta a los animales que se mueven en el agua, que pueblan la
tierra y vuelan en el aire; a las almas ocultas, a los cuerpos manifiestos; a
los seres visibles que necesitan quien los gobierne, y a los invisibles, que
los gobiernan. Pregúntales. Todos te responderán: «Mira, somos bellos». Su
belleza es su confesión. ¿Quién hizo estas cosas bellas, aunque mudables, sino
el inmutablemente Bello? (Sermón 241, 2).
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