viernes, 7 de junio de 2019

LA BELLEZA DE LA MISA TRIDENTINA. UNA CONFERENCIA EXCEPCIONAL (II)


Presento a continuación la segunda parte de la Conferencia de Don Roberto Spataro sobre la belleza de la Misa tradicional y su valor evangelizador para nuestro tiempo.

(Parte I, aquí)


«La evangelización gozosa se vuelve belleza 
en la liturgia» (EG 24)
La experiencia de la Misa tridentina

Por Don Roberto Spataro SDB
 (Segunda Parte)



2. La belleza de la liturgia tridentina y la evangelización

R
ecordemos la cita de la Exhortación Evangelii gaudium de la que hemos partido y que pone en relación la via pulchritudinis de la liturgia con el doble movimiento evangelizador: el de una Iglesia, por así decir, que se deja evangelizar, para a su vez evangelizar el mundo. Profundicemos en este punto. Hoy la Iglesia necesita urgentemente ser orientada hacia Cristo, su Cabeza, su Esposo, su Fundador. Cristo es su Evangelio, la hermosa noticia que la rejuvenece, la llena de auténtica alegría, le infunde esperanza. Desafortunadamente, en los últimos años, con una aceleración que suscita interrogantes y preocupaciones, asistimos a un afán eclesial por inmiscuirse en temas de orden sociológico, más o menos relacionados con la moral. Y cuando esto sucede, no faltan opciones, muy cuestionables y francamente incompatibles con el Evangelio, propuestas por pastores incluso eminentes por sus responsabilidades eclesiales. La Iglesia necesita ser re-evangelizada y traída de vuelta a Cristo. El Papa Benedicto XVI ha hecho un trabajo extraordinario en este sentido, y su trilogía sobre Jesús de Nazaret es una expresión de su cristocentrismo basado en la Escritura y en la sana doctrina de la Tradición. No es de extrañar que él también quisiera promover una reforma de la liturgia y que Summorum Pontificum encontrara un lugar muy relevante en este programa.

Nos topamos ahora con que la Misa Tridentina es verdaderamente evangélica por su cristocentrismo. Pensemos en su conclusión: la proclamación del prólogo del Evangelio de Juan, que actúa como una bisagra que vincula la liturgia celebrada con la vida cotidiana a la que estamos por volver. En él se anuncia el corazón del Evangelio, el Misterio de la Encarnación, y esta proclamación se realiza con esa belleza de la que hablábamos antes: el movimiento hierático del sacerdote hacia el cornu evangelii (el lado del Evangelio), la lectura, la genuflexión a las palabras Et Verbum caro factum est, y durante la Misa cantada, el pasaje interpretado por la schola cantorum. La Iglesia es evangelizada cuando se ofrece la Misa Tridentina porque, como decía San Cirilo de Jerusalén, un Padre de la Iglesia del siglo IV, autor de unas inolvidables y preciosísimas catequesis litúrgicas o mistagógicas, las enseñanzas de la Sagrada Escritura vienen reunidas en un summarium (un compendio), la regula fidei (la regla de la fe), el Credo del catecismo, diríamos nosotros. Y la Misa Tridentina es un catecismo en acto que fortalece la adhesión al Evangelio de Cristo.

El siempre actual Catecismo de San Pío X se preguntaba: ¿Cuáles son los dos misterios principales de la fe? Pues bien, aquí profesamos primeramente nuestra fe en Dios Uno y Trino al dirigirnos desde el comienzo de la Misa a las Tres Personas Divinas con las nueve invocaciones del Kyrie Eleison (tres veces al Padre, tres veces a Cristo, tres veces al Espíritu); al glorificar su majestad en el canto del Gloria; al implorar que acepten la oblación en el momento del ofertorio; al manifestar el deseo de que el sacrificio les sea grato, con la oración que precede a la bendición final. En segundo lugar, profesamos el misterio de la Encarnación, Pasión y Muerte del Señor: ¡cuántos signos de la cruz traza el sacerdote, especialmente durante el Canon! Toda esta liturgia, con sus textos, cuya formulación está enraizada en la teología de los Padres de la Iglesia y no en la de expertos y peritos del siglo XX, y con sus ritos, son un compendio de ese Evangelio bendito, el verdadero tesoro de la Iglesia, que se ha traducido en doctrina y resumido en el Catecismo. Podríamos multiplicar los ejemplos para mostrar cómo la Misa Tridentina, en sí misma y por sí misma, es una especie de catecismo para todos, ya se trate de creyentes que evangelizan o de no creyentes susceptibles de ser evangelizados. En efecto, la estructura histórica-salvífica, –creación, pecado, encarnación, redención, gracia, gloria y vida eterna–, se encuentra resumida en sus oraciones. Basta pensar en las palabras que el sacerdote pronuncia cuando vierte el agua en el cáliz:
Deus, qui humanae substantiae dignitatem mirabiliter condidisti [creación] et mirabilius reformasti [redención], da nobis per huius aquae et vini mysterium eius divinitatis esse consortes [divinización o vida de la gracia], qui humanitatis nostrae fieri dignatus est particeps [encarnación]. Y el drama del pecado, ¿acaso no viene evocado plástica y existencialmente en la gestualidad del Confiteor, cuando nos arrodillamos, nos golpeamos el pecho, repetimos las palabras y esperamos esas palabras liberadoras del sacerdote, desgraciadamente abolidas en el Novus Ordo: «Indulgentiam, absolutionem, et remissionem peccatorum vestrorum tribuat vobis omnipotens et misericors Dominus»? En el Canon Romano también el sacerdote pide al Padre pasar con éxito el examen final, el único juicio que nos debería preocupar, si bien con serenidad, porque la Virgen ruega por nosotros: ab aeterna damnatione nos eripi, et in electorum tuorum iubeas grege numerari.

Así evangelizada, la Iglesia está lista para evangelizar. La Misa Tridentina infunde la gracia que convierte a los discípulos en apóstoles celosos y a los fieles en misioneros valientes, como ha sucedido con generaciones y generaciones de propagadores del Evangelio en tierras lejanas y a menudo en medio de peligros. Cuando leemos las crónicas de las expediciones misioneras de jesuitas y franciscanos en Asia y América Latina durante los siglos XVII y XVIII, nos damos cuenta, no sin admiración y emoción, de que se preocupaban sobre todo de ofrecer el Sacrificio de la Misa, con esta forma litúrgica que todo lo espera de Dios como un don, también la gracia de la fecundidad de la obra evangelizadora.

La Misa en el ritus antiquior evangeliza también por otra razón: habla al corazón de los que han perdido la fe o no la tuvieron nunca. Hoy, por ejemplo, en esta sociedad occidental que niega sus raíces cristianas, algunas personas sedientas de recogimiento y ansiosas de paz interior, se dirigen a las filosofías orientales que, no obstante lo que tienen de apreciable, dejan al alma en su soledad existencial: no hay ningún Dios que ame, del cual sentirse amado, ni para amar. El silencio y la sacralidad de la Misa Tridentina son para algunas de estas personas un descubrimiento que a menudo se convierte en el primer paso hacia la fe. Otras personas, en cambio, especialmente las más jóvenes, encuentran las propuestas de la pastoral ordinaria un poco banales, si no abiertamente afectadas por una real heterodoxia. Van en búsqueda de un alimento sólido para sus almas, y la Misa Tridentina les ofrece este alimento sustancial, con su teología que coincide tout court con la formulación de la fides quæ (el contenido de lo que se cree). Aquí vale también lo de lex credendi, lex orandi (la ley de la fe es la ley de la oración).

Las almas sencillas, es decir, esa categoría de fieles tan predilecta del buen Dios, intuyen que algo inmensamente grande sucede en la Misa Tridentina, donde el sacerdote habla con Dios y todos se arrodillan ante Él. De este modo, también ellos son instruidos y evangelizados por los sagrados misterios. Todos, por cierto, sienten la fascinación del esplendor de esta Misa; aunque se ofrezca en un lugar estrecho y con medios modestos, es siempre majestuosa y solemne porque es verdaderamente bella, con esa belleza que, aun estando mediada por vestimentas, palabras o gestos, tiene su origen en Dios, belleza suprema. En definitiva, asistir a la Misa según el Vetus Ordo es una experiencia similar a la descrita por Agustín, quien por su formación platónica propuso un itinerarium pulchritudinis in Deum (el camino de la belleza hacia Dios), que parte de los signos y llega a la Realidad, observa y admira lo creado para llegar al Creador. Y con las siguientes palabras del gran Agustín, quisiera concluir nuestro coloquio:

Pregunta a la belleza de la tierra, pregunta a la belleza del mar, pregunta a la belleza del aire dilatado y difuso, pregunta a la belleza del cielo, pregunta al giro ordenado de los astros; pregunta al sol, que ilumina el día con fulgor; pregunta a la luna, que mitiga con su resplandor la oscuridad de la noche que sigue al día. Pregunta a los animales que se mueven en el agua, que pueblan la tierra y vuelan en el aire; a las almas ocultas, a los cuerpos manifiestos; a los seres visibles que necesitan quien los gobierne, y a los invisibles, que los gobiernan. Pregúntales. Todos te responderán: «Mira, somos bellos». Su belleza es su confesión. ¿Quién hizo estas cosas bellas, aunque mudables, sino el inmutablemente Bello?  (Sermón 241, 2).

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