miércoles, 5 de junio de 2019

LA BELLEZA DE LA MISA TRIDENTINA. UNA CONFERENCIA EXCEPCIONAL (I)


Me complace presentar esta traducción castellana de una conferencia del Padre Roberto Spataro, secretario de la Pontificia Academia Latinitas, sobre la belleza de la Misa tridentina y su fuerza evangelizadora. Fue pronunciada en la ciudad de Mantua, el 30 de septiembre de 2017, con ocasión de cumplirse 10 años de la publicación del motu proprio Summorum Pontificum. Me parece un texto de excepcional finura teológica y espiritual, digno de ser difundido y meditado. El texto original en italiano puede verse en el Bolletino Una Voce-ve.it. (p. 5-9). Puede consultarse una traducción al inglés, con su breve aparato crítico, en el blog Canticum Salomonis. También se anuncia la próxima publicación de un volumen en inglés, con éste y otros ensayos del autor, por la editorial Angelico Press. Los paréntesis que siguen a ciertas expresiones latinas son nuestros.



«La evangelización gozosa se vuelve belleza
en la liturgia» (EG 24)
La experiencia de la Misa tridentina

Por Don Roberto Spataro SDB

C
on alegría tomo la palabra esta noche en el marco artístico de la Iglesia de los Santos Simón y Judas de esta ciudad de Mantua, tan rica en historia, cultura y fe. La ciudad que nos recuerda a Virgilio, «ese caballero sabio, que sabía todas las cosas» (Divina Comedia, Infierno, Canto VII); a Sordello, el poeta trovador que inspira al «gran Poeta» (Dante) una invectiva contra Italia, «albergue de dolor», «nave sin timonel en mar tempestuoso» (Purgatorio, Canto VI), hoy más que ayer; a Vittorino de Feltre, el pedagogo cristiano; a los príncipes Gonzaga, que reunieron a artistas famosos en su corte, entre ellos el compositor Claudio Monteverdi. Al aniversario de este músico insigne, se une otro acontecimiento. En efecto, en el 2017 celebramos también el décimo aniversario de la publicación del Motu proprio Summorum Pontificum mediante el cual el Papa Benedicto XVI ha devuelto su dignidad a la venerable liturgia tridentina, calificándola de «forma extraordinaria» del único Rito Romano. Pensando en las características de esta forma litúrgica, me vienen a la mente unas palabras de la Exhortación Apostólica Evangelii gaudium, y en las que me inspiro para llevar a cabo mi charla. La cita de la que parto es la siguiente:

«La evangelización gozosa se vuelve belleza en la liturgia en medio de la exigencia diaria de extender el bien. La Iglesia evangeliza y se evangeliza a sí misma con la belleza de la liturgia, la cual también es celebración de la actividad evangelizadora y fuente de un renovado impulso donativo» (EG 24).

Ordeno mis reflexiones en torno a dos puntos.

1. La liturgia tridentina es bella

Podríamos decir que en la historia de la civilización occidental ha habido dos concepciones complementarias y no contrastantes de la belleza. La primera considera la belleza como pulchrum, es decir, proporción y armonía de las partes, perfección de las formas, integridad y elegancia. Se trata de una concepción apolínea, propuesta sobre todo por el arte griego. Ella apela a la razón e insiste en la objetividad de la bello. La otra concepción, que ha encontrado su exponente en Kant, interpreta la belleza como species, una especie de luminosidad que irrumpe en el objeto, dilata su sustancia y lo pone en relación con el sujeto, estremeciéndolo y orientándolo hacia algo distinto de sí. El todo en el fragmento, habría dicho Urs von Balthasar, el gran teólogo suizo que, en su monumental obra Herrlichkeit (Gloria), ha desarrollado una convincente relectura de la teología en clave estética. No es casualidad que entre Urs von Balthasar, el teólogo de la belleza, y Joseph Ratzinger, el papa de la liturgia y defensor de los derechos de la liturgia tridentina, hubiera una gran armonía de pensamiento y sensibilidad. Aquí se trata de una concepción dionisíaca que apela a los sentidos e insiste en el sujeto. Ambas concepciones estéticas concuerdan en considerar la belleza como realidad siempre y poderosamente seductora: al estar asociada, según la filosofía tomista, a los demás trascendentales del ser –la unidad, la verdad y la bondad–, su fruición perfecciona moral y espiritualmente al sujeto que la experimenta. Ahora bien, si aplicamos estas categorías a la liturgia tridentina, comprenderemos fácilmente por qué ella es hermosa.

La liturgia tridentina es armoniosa: un díptico perfecto, donde primero se abre la puerta de la así llamada «Misa de los catecúmenos» y luego la de la «Misa de los fieles». Ya que ésta tiene mayor importancia, –en ella se ofrece el Sacrificio–, su duración es mayor. La primera parte tiene su propia coherencia íntima: nos introduce humildemente en la presencia de Dios a través de las oraciones al pie del altar, con su dulcísima configuración penitencial. De esta humildad, que establece ordenadamente la relación entre la criatura y el Creador, entre el pecador y el Redentor, nace la súplica con el canto del Kyrie y la oración colecta.

Llegados a este punto, estamos listos para ser instruidos por la Sabiduría de Dios que se revela en la historia de la salvación y que revela las verdades que nos llevan al Cielo, pues solo los humildes, como dice el Salmo, «escuchan» y se regocijan. De aquí el abundante reparto de los pasajes de la Sagrada Escritura, de los versículos de los Salmos, es decir, de la Biblia hecha oración, que constituyen la estructura ósea de la antífona de entrada, del gradual, del tracto, del Aleluya; finalmente las perícopas de la epístola y del santo Evangelio. Encontramos aquí aquella proporción que es propiedad intrínseca de la belleza, porque los textos no son, excepto en alguna ocasión especial, ni demasiado largos, ni se multiplican en ciclos bienal o trienal, como sucede en el Novus Ordo. No obstante la encomiable intención de ofrecer una lectio semicontinua de toda la Sagrada Escritura, este proceder termina por «desaprovechar» muchos textos que el común de los fieles no puede recordar y, a veces, ni siquiera escuchar, no solo por la extensión y dificultad de ciertas expresiones, sino también porque son leídos por lectores completamente inadecuados, elegidos para obedecer la errónea ecuación de que la actuosa participatio consiste en hacer y en hacer hacer. La longitud y la mala dicción son signos de fealdad y no de belleza.

Comienza el ofertorio; todo adquiere solemnidad gracias al silencio sagrado y a la posición de rodillas de los fieles. Pero son sobre todo las oraciones del sacerdote las que le dan un toque de coherencia armoniosa: la ofrenda de la hostia y del cáliz, las peticiones personales de perdón, la oración a la Santísima Trinidad. Mientras se pronuncian estas oraciones antiguas y venerables, una gestualidad precisa y delicada, típica de toda la liturgia tridentina, las acompaña dando al rito su inconfundible pulchritudo. Son como una muestra de aquella variedad ordenada de gestos que hace a toda la liturgia del Vetus Ordo verdaderamente bella. Así las inclinaciones a la Cruz, los besos a las vinajeras por parte del ministro, al altar por parte del sacerdote, incluso las miradas llenas de afecto hacia los vasos sagrados y lo que contienen, porque Cristo, Señor Nuestro, es amado porque es bello y es bello porque es amado. Podría seguir mostrando hasta qué punto es hermosa la forma extraordinaria del rito romano, pues se desenvuelve sin excesos ni digresiones, con calma y con medida, como un canto melodioso. Pero conviene pasar ahora a otro tipo de consideraciones.

Tratemos de aplicar la otra concepción de la belleza a la liturgia tridentina. Los sentidos de quien asiste a ella son tocados por lo Sagrado, el mysterium tremendum y fascinans, por utilizar la famosa definición del estudioso de la historia de las religiones, Rudolf Otto. También diríamos que están invadidos por un estremecimiento de alegría espiritual, para estar en sintonía con ese gran cantor de la belleza divina que fue Agustín de Hipona. Lo Sagrado, es decir, la percepción de Dios vinculada a su manifestación, despierta, por una parte, reverencia y adoración en cuanto que es tremendum; por otra parte, amor y atracción, en cuanto que es fascinans. ¿Quién de nosotros podría negar que la reverencia y la adoración son dos características peculiares de la liturgia tridentina, lamentablemente poco conservadas en el Novus Ordo? ¿Quién de nosotros no estará de acuerdo en afirmar que el sacerdote (atención, digo sacerdote, sacrum dans y no presidente de la asamblea, porque no se trata de una junta de vecinos, aunque el clamor de ciertas liturgias postconciliares recuerden ese tipo de reuniones), los ministros y los fieles, se sienten atraídos íntimamente, estando cada uno en su propio lugar, hacia el centro de todo y de todos, que es el Crucifijo entronizado sobre el Altar, donde se renueva el Sacrificio de esa Cruz puesta justamente bajo la mirada de todos para que todos puedan amarla?

Esta manifestación de lo Sagrado, trascendencia e inmanencia, Cielo y tierra, divino y humano, ya no es simplemente el arquetipo religioso del que hablaba Otto, sino que es la Encarnación del Verbo Divino que a través de ella ha querido revelar su Belleza en forma humana, la persona divina de Nuestro Señor Jesucristo que ha unido a su naturaleza divina la humana, haciéndola así accesible a los sentidos de los hombres. Esta lógica de la Encarnación se extiende también a la sagrada liturgia porque, –como enseñaron los Padres de la Iglesia y el Catecismo de la Iglesia Católica recuerda oportunamente–, «quod Redemptoris nostri conspicuum fuit, in sacramenta transivit» (lo que era visible en nuestro Redentor, ha pasado a ser rito sacramental; San León Magno; Sermón 2 sobre la Ascensión). La belleza golpea los sentidos. Y la liturgia tridentina valora maravillosa y poderosamente la estética.

En ella, la vista está focalizada sobre un punto fundamental, como ya hemos recordado: el Crucifijo, el Altar y lo que en él se realiza, el Tabernáculo. La mirada queda cautivada por el más Hermoso entre los hijos de los hombres para contemplar al que fue traspasado (Cf Io 19, 37). La vista se complace con la belleza de los colores de los ornamentos y con su preciosidad; ella sigue la danza sagrada, sobria y reducida a movimientos cadenciosos y precisos, que realizan los ministros; se eleva a veces a la ornamentación del templo, que cuenta con estilos diferentes la historia de la salvación que los fieles reviven en la Santa Misa.

El oído escucha las palabras dichas en voz alta en una lengua diversa a la ordinaria, porque está reservada para el diálogo con Dios, como un código comunicativo que establece una especie de comprensión y entendimiento mutuo entre quienes lo utilizan, una especie de léxico familiar por el que los hijos se dirigen a su Padre. Se trata de una lengua hermosa, como solo el latín sabe serlo, con sus figuras de sonido y de palabra, con su construcción compacta pero móvil, gracias a su inconfundible concinnitas (elegancia, estilo, armonía). Además, el oído oye el silencio que envuelve las oraciones sacerdotales, especialmente el Canon Missæ, ya que el Misterio de un Dios que derrama su sangre por mí, pecador, porque me ama y me salva, exige ser contado submissa voce (en voz baja), como todas las cosas grandes y sublimes; ama el silencio que llama a todos al recogimiento y a la oración del corazón. El oído abre el alma a los encantos de la música sagrada, del sonido del órgano, del canto gregoriano, elevándola místicamente hacia lo alto.

El sentido del olfato se deleita con el perfume del incienso que se eleva hacia el Cielo, al igual que nuestra oración, y del olor de las velas que se derriten, símbolo de los corazones que se funden con nostalgia por ese Cielo que asoma sobre la tierra para anunciar una esperanza que el mundo no conoce y que a veces la Iglesia de estos últimos años, que no termina de comprender la grandeza del Vetus Ordo, parece haber olvidado, inmersa en cosas mundanas (res mundanæ) y deslumbrada por modas que pasan, como la paja que el viento dispersa.

El sentido del tacto también está aquí involucrado: ponerse de rodillas en varios momentos de la Santa Misa, permite a los fieles tocar la tierra, y desde esta posición, adorar y agradecer, suplicar e impetrar. Al tacto de los fieles se le niega el contacto con las especies eucarísticas porque la Hostia consagrada se recibe directamente en la lengua, un gesto de suyo tan elocuente que basta para comprender, o mejor para sentir, toda la santidad del Sacramento recibido con fe. En cambio, solo al sacerdote se le permite tocar, con extrema delicadeza, el Cuerpo y la Sangre de Cristo, casi rozándolos, como si se tratara de una caricia. De hecho, sus manos, en el día de la Ordenación sacerdotal, han sido impregnadas por el crisma, signo bíblico-litúrgico del Espíritu Santo, la Persona divina que, a través de la epíclesis, realiza en la consagración el milagro de los milagros. «¡Gustad y ved cuán bueno es el Señor!» (Ps 33, 9), exclama el salmista. Y la liturgia del Vetus Ordo repite con frecuencia este versículo para disponer a los fieles a saciarse, con un gusto espiritual y material al mismo tiempo, del Cuerpo y la Sangre de Cristo, si están dadas todas las debidas disposiciones.

En resumen, queridos amigos, la belleza para poder ser gozada debe ser percibida y la liturgia tridentina es «sinestésica»: valora toda la riqueza sensorial del hombre, ya que los sacramentos «sunt propter homines», como diría Tomas de Aquino, de tal manera que la manifestación del Todo en el fragmento, de Dios en el espacio y en el tiempo de la renovación incruenta del sacrificio hic et nunc, haga resplandecer el Misterio divino que, en cuanto tal, es revelación de la belleza. Frente a esta poderosa liturgia teocéntrica y, por lo mismo, auténticamente respetuosa de las estructuras antropológicas, no podemos dejar de observar, con un dejo de tristeza, que el Novus Ordo es más pobre, más racional, más verboso, hasta el punto de convertirse en algo tedioso e insoportablemente parlanchín en la praxis de algunos sacerdotes showman o de ministros de una liturgia narcisista y autorreferencial. Y, por lo mismo, en algo inexorablemente más feo.

Y permítanme concluir este primer punto sobre la belleza de la liturgia con una referencia mariana. Nuestra Señora, Tota Pulchra, es la criatura en la que se ha reunido toda la belleza, en cuanto pulchritudo y en cuanto speciositas. La liturgia tridentina no puede menos que invocarla en el corazón de la Misa: en la oración de ofrecimiento a la Santísima Trinidad, durante el ofertorio, y en el Comunicantes del Canon. Y una nostalgia incontenible del Cielo, ante el pensamiento de María Santísima que se levanta más hermosa que la aurora, alivia las penas de la tierra, donde podemos contar con su poderoso patrocinio.


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