Me complace presentar esta
traducción castellana de una conferencia del Padre Roberto Spataro, secretario
de la Pontificia Academia Latinitas, sobre
la belleza de la Misa tridentina y su fuerza evangelizadora. Fue pronunciada en la
ciudad de Mantua, el 30 de septiembre de 2017, con ocasión de cumplirse 10 años de
la publicación del motu proprio Summorum
Pontificum. Me parece un texto de excepcional finura teológica y espiritual,
digno de ser difundido y meditado. El texto original en italiano puede verse en el Bolletino Una Voce-ve.it. (p. 5-9). Puede consultarse una traducción al inglés, con su breve aparato crítico, en el blog Canticum Salomonis. También se anuncia la próxima publicación de un volumen en inglés, con éste y otros ensayos del autor, por la editorial Angelico Press. Los paréntesis que siguen a ciertas expresiones latinas son nuestros.
«La evangelización gozosa se vuelve belleza
en la liturgia» (EG 24)
La experiencia de la Misa tridentina
Por
Don Roberto Spataro SDB
C
|
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alegría tomo la palabra esta noche en el marco artístico de la Iglesia de los
Santos Simón y Judas de esta ciudad de Mantua, tan rica en historia, cultura y
fe. La ciudad que nos recuerda a Virgilio, «ese caballero sabio, que sabía
todas las cosas» (Divina Comedia, Infierno,
Canto VII); a Sordello, el poeta trovador que inspira al «gran Poeta» (Dante)
una invectiva contra Italia, «albergue de dolor», «nave sin timonel en mar
tempestuoso» (Purgatorio, Canto VI), hoy
más que ayer; a Vittorino de Feltre, el pedagogo cristiano; a los príncipes
Gonzaga, que reunieron a artistas famosos en su corte, entre ellos el
compositor Claudio Monteverdi. Al aniversario de este músico insigne, se une
otro acontecimiento. En efecto, en el 2017 celebramos también el décimo
aniversario de la publicación del Motu proprio Summorum Pontificum mediante el cual el Papa Benedicto XVI ha
devuelto su dignidad a la venerable liturgia tridentina, calificándola de
«forma extraordinaria» del único Rito Romano. Pensando en las características
de esta forma litúrgica, me vienen a la mente unas palabras de la Exhortación Apostólica
Evangelii gaudium, y en las que me
inspiro para llevar a cabo mi charla. La cita de la que parto es la siguiente:
«La
evangelización gozosa se vuelve belleza en la liturgia en medio de la exigencia
diaria de extender el bien. La Iglesia evangeliza y se evangeliza a sí misma
con la belleza de la liturgia, la cual también es celebración de la actividad
evangelizadora y fuente de un renovado impulso donativo» (EG 24).
Ordeno
mis reflexiones en torno a dos puntos.
1. La liturgia tridentina
es bella
Podríamos
decir que en la historia de la civilización occidental ha habido dos
concepciones complementarias y no contrastantes de la belleza. La primera
considera la belleza como pulchrum,
es decir, proporción y armonía de las partes, perfección de las formas,
integridad y elegancia. Se trata de una concepción apolínea, propuesta sobre
todo por el arte griego. Ella apela a la razón e insiste en la objetividad de
la bello. La otra concepción, que ha encontrado su exponente en Kant,
interpreta la belleza como species,
una especie de luminosidad que irrumpe en el objeto, dilata su sustancia y lo pone en relación con el sujeto, estremeciéndolo y orientándolo hacia algo
distinto de sí. El todo en el fragmento, habría dicho Urs von Balthasar, el
gran teólogo suizo que, en su monumental obra Herrlichkeit (Gloria), ha
desarrollado una convincente relectura de la teología en clave estética. No es
casualidad que entre Urs von Balthasar, el teólogo de la belleza, y Joseph
Ratzinger, el papa de la liturgia y defensor de los derechos de la liturgia
tridentina, hubiera una gran armonía de pensamiento y sensibilidad. Aquí se
trata de una concepción dionisíaca que apela a los sentidos e insiste en el
sujeto. Ambas concepciones estéticas concuerdan en considerar la belleza como
realidad siempre y poderosamente seductora: al estar asociada, según la
filosofía tomista, a los demás trascendentales del ser –la unidad, la verdad y
la bondad–, su fruición perfecciona moral y espiritualmente al sujeto que la
experimenta. Ahora bien, si aplicamos estas categorías a la liturgia
tridentina, comprenderemos fácilmente por qué ella es hermosa.
La
liturgia tridentina es armoniosa: un díptico perfecto, donde primero se abre la
puerta de la así llamada «Misa de los catecúmenos» y luego la de la «Misa de
los fieles». Ya que ésta tiene mayor importancia, –en ella se ofrece el
Sacrificio–, su duración es mayor. La primera parte tiene su propia coherencia
íntima: nos introduce humildemente en la presencia de Dios a través de las
oraciones al pie del altar, con su dulcísima configuración penitencial. De esta
humildad, que establece ordenadamente la relación entre la criatura y el
Creador, entre el pecador y el Redentor, nace la súplica con el canto del Kyrie y la oración colecta.
Llegados
a este punto, estamos listos para ser instruidos por la Sabiduría de Dios que
se revela en la historia de la salvación y que revela las verdades que nos
llevan al Cielo, pues solo los humildes, como dice el Salmo, «escuchan» y se
regocijan. De aquí el abundante reparto de los pasajes de la Sagrada Escritura,
de los versículos de los Salmos, es decir, de la Biblia hecha oración, que
constituyen la estructura ósea de la antífona de entrada, del gradual, del
tracto, del Aleluya; finalmente las perícopas de la epístola y del santo
Evangelio. Encontramos aquí aquella proporción que es propiedad intrínseca de
la belleza, porque los textos no son, excepto en alguna ocasión especial, ni demasiado
largos, ni se multiplican en ciclos bienal o trienal, como sucede en el Novus Ordo. No obstante la encomiable
intención de ofrecer una lectio
semicontinua de toda la Sagrada Escritura, este proceder termina por «desaprovechar» muchos
textos que el común de los fieles no puede recordar y, a veces, ni siquiera
escuchar, no solo por la extensión y dificultad de ciertas expresiones, sino
también porque son leídos por lectores completamente inadecuados, elegidos para
obedecer la errónea ecuación de que la actuosa
participatio consiste en hacer y en hacer
hacer. La longitud y la mala dicción son signos de fealdad y no de belleza.
Comienza
el ofertorio; todo adquiere solemnidad gracias al silencio sagrado y a la
posición de rodillas de los fieles. Pero son sobre todo las oraciones del
sacerdote las que le dan un toque de coherencia armoniosa: la ofrenda de la
hostia y del cáliz, las peticiones personales de perdón, la oración a la
Santísima Trinidad. Mientras se pronuncian estas oraciones antiguas y
venerables, una gestualidad precisa y delicada, típica de toda la liturgia
tridentina, las acompaña dando al rito su inconfundible pulchritudo. Son como una muestra de aquella variedad ordenada de
gestos que hace a toda la liturgia del Vetus
Ordo verdaderamente bella. Así las inclinaciones a la Cruz, los besos a las
vinajeras por parte del ministro, al altar por parte del sacerdote, incluso las
miradas llenas de afecto hacia los vasos sagrados y lo que contienen, porque
Cristo, Señor Nuestro, es amado porque es bello y es bello porque es amado.
Podría seguir mostrando hasta qué punto es hermosa la forma extraordinaria del
rito romano, pues se desenvuelve sin excesos ni digresiones, con calma y con
medida, como un canto melodioso. Pero conviene pasar ahora a otro tipo de
consideraciones.
Tratemos
de aplicar la otra concepción de la belleza a la liturgia tridentina. Los
sentidos de quien asiste a ella son tocados por lo Sagrado, el mysterium tremendum y fascinans, por utilizar la famosa
definición del estudioso de la historia de las religiones, Rudolf Otto. También
diríamos que están invadidos por un estremecimiento de alegría espiritual, para
estar en sintonía con ese gran cantor de la belleza divina que fue Agustín de
Hipona. Lo Sagrado, es decir, la percepción de Dios vinculada a su manifestación, despierta, por una parte, reverencia y adoración en cuanto que es tremendum; por otra parte, amor y
atracción, en cuanto que es fascinans.
¿Quién de nosotros podría negar que la reverencia y la adoración son dos
características peculiares de la liturgia tridentina, lamentablemente poco
conservadas en el Novus Ordo? ¿Quién
de nosotros no estará de acuerdo en afirmar que el sacerdote (atención, digo
sacerdote, sacrum dans y no
presidente de la asamblea, porque no se trata de una junta de vecinos, aunque
el clamor de ciertas liturgias postconciliares recuerden ese tipo de reuniones),
los ministros y los fieles, se sienten atraídos íntimamente, estando cada uno
en su propio lugar, hacia el centro de todo y de todos, que es el Crucifijo entronizado
sobre el Altar, donde se renueva el Sacrificio de esa Cruz puesta justamente
bajo la mirada de todos para que todos puedan amarla?
Esta
manifestación de lo Sagrado, trascendencia e inmanencia, Cielo y tierra, divino
y humano, ya no es simplemente el arquetipo religioso del que hablaba Otto,
sino que es la Encarnación del Verbo Divino que a través de ella ha querido revelar
su Belleza en forma humana, la persona divina de Nuestro Señor Jesucristo que
ha unido a su naturaleza divina la humana, haciéndola así accesible a los
sentidos de los hombres. Esta lógica de la Encarnación se extiende también a la
sagrada liturgia porque, –como enseñaron los Padres de la Iglesia y el
Catecismo de la Iglesia Católica recuerda oportunamente–, «quod Redemptoris
nostri conspicuum fuit, in sacramenta transivit» (lo que era visible en nuestro
Redentor, ha pasado a ser rito sacramental; San León Magno; Sermón 2 sobre la Ascensión). La belleza
golpea los sentidos. Y la liturgia tridentina valora maravillosa y
poderosamente la estética.
En
ella, la vista está focalizada sobre un punto fundamental, como ya hemos
recordado: el Crucifijo, el Altar y lo que en él se realiza, el Tabernáculo. La
mirada queda cautivada por el más Hermoso entre los hijos de los hombres para contemplar
al que fue traspasado (Cf Io 19, 37).
La vista se complace con la belleza de los colores de los ornamentos y con su
preciosidad; ella sigue la danza sagrada, sobria y reducida a movimientos
cadenciosos y precisos, que realizan los ministros; se eleva a veces a la
ornamentación del templo, que cuenta con estilos diferentes la historia de la
salvación que los fieles reviven en la Santa Misa.
El
oído escucha las palabras dichas en voz alta en una lengua diversa a la
ordinaria, porque está reservada para el diálogo con Dios, como un código
comunicativo que establece una especie de comprensión y entendimiento mutuo
entre quienes lo utilizan, una especie de léxico familiar por el que los hijos
se dirigen a su Padre. Se trata de una lengua hermosa, como solo el latín sabe
serlo, con sus figuras de sonido y de palabra, con su construcción compacta
pero móvil, gracias a su inconfundible concinnitas
(elegancia, estilo, armonía). Además, el oído oye el silencio que envuelve
las oraciones sacerdotales, especialmente el Canon Missæ, ya que el Misterio de un Dios que derrama su sangre
por mí, pecador, porque me ama y me salva, exige ser contado submissa voce (en voz baja), como todas
las cosas grandes y sublimes; ama el silencio que llama a todos al recogimiento
y a la oración del corazón. El oído abre el alma a los encantos de la música
sagrada, del sonido del órgano, del canto gregoriano, elevándola místicamente
hacia lo alto.
El
sentido del olfato se deleita con el perfume del incienso que se eleva hacia el
Cielo, al igual que nuestra oración, y del olor de las velas que se derriten,
símbolo de los corazones que se funden con nostalgia por ese Cielo que asoma
sobre la tierra para anunciar una esperanza que el mundo no conoce y que a
veces la Iglesia de estos últimos años, que no termina de comprender la
grandeza del Vetus Ordo, parece haber
olvidado, inmersa en cosas mundanas (res
mundanæ) y deslumbrada por modas que pasan, como la paja que el viento
dispersa.
El
sentido del tacto también está aquí involucrado: ponerse de rodillas en varios
momentos de la Santa Misa, permite a los fieles tocar la tierra, y desde esta
posición, adorar y agradecer, suplicar e impetrar. Al tacto de los fieles se le
niega el contacto con las especies eucarísticas porque la Hostia consagrada se
recibe directamente en la lengua, un gesto de suyo tan elocuente que basta para
comprender, o mejor para sentir, toda la santidad del Sacramento recibido con
fe. En cambio, solo al sacerdote se le permite tocar, con extrema delicadeza,
el Cuerpo y la Sangre de Cristo, casi rozándolos, como si se tratara de una caricia. De hecho, sus manos, en el día de la Ordenación
sacerdotal, han sido impregnadas por el crisma, signo bíblico-litúrgico del
Espíritu Santo, la Persona divina que, a través de la epíclesis, realiza en la consagración
el milagro de los milagros. «¡Gustad y ved cuán bueno es el Señor!» (Ps 33, 9), exclama el salmista. Y la
liturgia del Vetus Ordo repite con
frecuencia este versículo para disponer a los fieles a saciarse, con un gusto
espiritual y material al mismo tiempo, del Cuerpo y la Sangre de Cristo, si están
dadas todas las debidas disposiciones.
En
resumen, queridos amigos, la belleza para poder ser gozada debe ser percibida y
la liturgia tridentina es «sinestésica»: valora toda la riqueza sensorial del
hombre, ya que los sacramentos «sunt
propter homines», como diría Tomas de Aquino, de tal manera que la
manifestación del Todo en el fragmento, de Dios en el espacio y en el tiempo de
la renovación incruenta del sacrificio hic
et nunc, haga resplandecer el Misterio divino que, en cuanto tal, es
revelación de la belleza. Frente a esta poderosa liturgia teocéntrica y, por lo
mismo, auténticamente respetuosa de las estructuras antropológicas, no podemos
dejar de observar, con un dejo de tristeza, que el Novus Ordo es más pobre, más racional, más verboso, hasta el punto
de convertirse en algo tedioso e insoportablemente parlanchín en la praxis de
algunos sacerdotes showman o de ministros
de una liturgia narcisista y autorreferencial. Y, por lo mismo, en algo inexorablemente
más feo.
Y
permítanme concluir este primer punto sobre la belleza de la liturgia con una
referencia mariana. Nuestra Señora, Tota
Pulchra, es la criatura en la que se ha reunido toda la belleza, en cuanto pulchritudo y en cuanto speciositas. La liturgia tridentina no
puede menos que invocarla en el corazón de la Misa: en la oración de
ofrecimiento a la Santísima Trinidad, durante el ofertorio, y en el Comunicantes del Canon. Y una nostalgia
incontenible del Cielo, ante el pensamiento de María Santísima que se levanta
más hermosa que la aurora, alivia las penas de la tierra, donde podemos contar
con su poderoso patrocinio.
Chapeau.
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