Imagen de san Vicente,
diácono y mártir
Museo Catedral de Valencia
Transcribo completo este
admirable sermón de San Agustín sobre el martirio de San Vicente, diácono
y mártir. Mientras en la paciencia de Vicente resplandece el poder de Cristo, en la ira de su verdugo, Daciano, se enseñorea el furor de Satanás.
* * *
1. En la pasión que hoy se
nos ha leído, hermanos míos, se descubre con toda claridad un juez feroz, un
verdugo sanguinario y un mártir invicto. Sobre cuyo cuerpo, hecho jirones por
los distintos tormentos, ya se habían agotado las torturas, a pesar de lo cual
aún persistían sus miembros. Si la impiedad, aunque convicta por tantos
milagros, no cedía; si la debilidad, atormentada con tantos suplicios, no
sucumbía, reconózcase, pues, la intervención de la divinidad. En efecto, si el
Señor no habitase en él, ¿cómo podría resistir el polvo corruptible tan crueles
torturas? En todo ello, por consiguiente, hay que reconocer, glorificar y
alabar a quien, en la llamada primera le dio la fe y, en la pasión final, la
fortaleza. ¿Queréis saber que ambas cosas le fueron donadas? Escuchad al
apóstol Pablo: A vosotros —dice—, se os ha otorgado no sólo que creáis en
Cristo, sino también que sufráis por él.
Ambas
cosas había recibido el diácono Vicente; las había recibido y las conservaba.
En efecto, si nada hubiera recibido, ¿qué tendría? Tenía seguridad en el hablar
y resistencia en el sufrir. Que nadie, pues, cuando hable, presuma de su
ingenio; que nadie, cuando sufra la tentación, confíe en sus fuerzas, pues la
sabiduría por la que hablamos rectamente y en el momento oportuno nos viene de
Dios, y de él también la paciencia para soportar hasta el final los males con
fortaleza. Traed a la memoria a Cristo el Señor, que en el evangelio amonestaba
a sus discípulos; traed a la memoria al rey de los mártires instruyendo a sus
cohortes en el uso de armas espirituales, mostrándoles las batallas,
suministrándoles auxilios y prometiéndoles galardones. Tras haber dicho a sus
discípulos: En este mundo padeceréis tribulación, inmediatamente, con el fin de
consolarlos, pues estaban aterrados, añadió: Pero tened confianza, pues yo he
vencido al mundo. ¿De qué nos extrañamos, amadísimos, de que haya vencido Vicente
en aquel que venció al mundo? En este mundo, dice, padeceréis tribulación, a
fin de que, aunque apriete, no oprima y, aunque ataque, no venza.
2. El mundo presenta dos
líneas de ataque contra los soldados de Cristo. Prestad atención, hermanos. He
dicho que el mundo presenta dos líneas de ataque contra los soldados de Cristo:
los halaga para seducirlos y los aterroriza para quebrantar su resistencia. Si
no nos aprisiona la propia ansia de placer ni nos aterroriza la crueldad ajena,
está ya vencido el mundo. En uno y otro paso se hace presente Cristo, y el
cristiano queda invicto. Si en este tormento se toma en consideración la paciencia
humana, comienza a ser increíble; si se advierte el poder divino, deja de
causar admiración. Cuanta era la crueldad que se cebaba en el cuerpo del
mártir, tanta la serenidad que emanaba de su voz; y cuanta era la aspereza de
las penas que sufrían sus miembros, tanta la seguridad que resonaba en sus
palabras, de forma que, aunque era Vicente el que sufría, se podía pensar que
el atormentado era otro distinto del que hablaba. Y, en verdad, hermanos, así
era; así era realmente: otro era el que hablaba. También esto lo prometió
Cristo en el evangelio a sus testigos, a quienes preparaba para combates de
este tipo. Así dice, en efecto: No penséis en cómo o qué habéis de decir, pues
no sois vosotros los que habláis, sino que es el Espíritu de vuestro Padre el
que habla en vosotros. Así, pues, la carne sufría y el Espíritu hablaba. Y al
hablar el Espíritu, además de confundir la impiedad, fortalecía la debilidad.
3. La multitud de
suplicios aumentaba la gloria del mártir ante nuestros ojos. Aunque surcado su
cuerpo con heridas de toda especie, en vez de abandonar la lucha, la
reemprendía con mayor vigor Se podía pensar que la llama, en vez de quemarlo,
lo endurecía, igual que el horno del alfarero recibe barro blando y lo
convierte en una resistente vasija. Nuestro mártir podía decir a Daciano: «Tu
fuego ya no quema mi carne, porque mi vigor se ha secado como una vasija”. Y
puesto que es verdad lo escrito: El horno prueba la vasija de barro, y a los
hombres justos la tribulación, Vicente fue probado y cocido con aquel fuego;
Daciano, en cambio, ardió y estalló. Pues, si no ardía, ¿de dónde procedían sus
gritos? ¿Qué otra cosa eran sus palabras de furor sino humo de quien está
ardiendo? Así, pues, él aplicaba llamas exteriores a nuestro mártir, que tenía
refrigeración en su corazón; en cambio, él mismo, encendido con la antorcha del
furor, ardía por dentro como un horno, abrasando, al mismo tiempo, al diablo
que lo habitaba. A través de los gritos rabiosos de Daciano, a través de la
fiereza de sus ojos, de sus amenazadoras miradas y el movimiento de todo su
cuerpo, se manifestaba su inquilino interior, y se dejaba ver mediante estos
signos visibles, cual grietas de la vasija que él llenaba y se resquebrajaba.
Los tormentos no torturaban al mártir tanto como trastornaba a aquel la locura.
4. Pero, hermanos, todo
aquello son cosas pasadas: el furor de Daciano y el tormento de Vicente. Solo
que ahora a Daciano le queda el tormento, y a Vicente la corona. Además,
anticipadas ya las diferencias en la retribución futura, mostremos la gloria
que poseen los mártires incluso en este mundo. ¿Qué región, o qué provincia
dentro del imperio romano o hasta donde se extiende el nombre cristiano, no se
alegra hoy de celebrar el nacimiento de Vicente? ¿Quién hubiese escuchado hoy,
aunque sólo fuera el nombre de Daciano, de no haberse leído la pasión de
Vicente? En el hecho de que el Señor haya custodiado con tanto esmero el cuerpo
de su mártir, ¿qué otra cosa manifestó sino que él había dirigido en vida a
quien no abandonó una vez muerto? Así, pues, Vicente que venció a Daciano en
vida, lo venció también después de muerto. En vida despreció los tormentos; ya
muerto, atravesó los mares. Pero el que le otorgó un ánimo invicto en medio de
garfios de hierro, él mismo dirigió su cadáver exánime en medio de las olas. La
llama de la tortura no doblegó su corazón, ni el agua del mar cubrió su cuerpo.
Pero en este y otros sucesos parecidos no se manifiesta otra cosa, sino que la
muerte de sus santos es preciosa delante del Señor. (San Agustín, Sermón 276, en la fiesta del mártir
Vicente).
Fuente: www.augustinus.it
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