«Que Él nos transforme en
ofrenda permanente»,
se dice en la Plegaria Eucarística III del Misal Romano. Solo Cristo, uniendo la
creación entera a su propia inmolación, puede convertirla en ofrenda pura, en
sacrificio da alabanza, en hostia santa; todo lo que no es «por Cristo, con Él y en Él» está destinado a perderse en la insignificancia.
Así lo expresa un gran papa y doctor de la Iglesia:
«E
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efecto, es singularmente la hostia eucarística la que salva al alma de la
muerte eterna, esa hostia que a través del misterio eucarístico renueva para
nosotros la muerte del Unigénito, el cual, si bien habiendo resucitado de entre
los muertos ya no muere y la muerte no le dominará nunca más, sin embargo,
aunque en sí mismo vive de un modo inmortal e incorruptible, se inmola de nuevo
por nosotros en este misterio de la sagrada ofrenda eucarística. Y es que en
este sacramento se toma su cuerpo, se reparte su carne para la salvación del
pueblo y se derrama su sangre, no ya a manos de los infieles, sino en la boca de
los fieles.
Así
pues, a partir de lo dicho pensemos cuánto valor tiene para nosotros este
sacrificio que continuamente reproduce, por nuestro perdón, la pasión del Hijo
Unigénito de Dios. ¿Pues qué fiel podría albergar alguna duda de que en el momento mismo
del sacrificio eucarístico, a la voz del sacerdote, se abren los cielos; y de
que en el misterio de Jesucristo asisten los coros de los ángeles, las
profundidades se juntan con las alturas, la tierra se une a los cielos y de lo
visible y lo invisible llega a hacerse una sola y misma cosa? (San
Gregorio Magno, Diálogos, n° 60, 2–3.
El destacado es nuestro).
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