En
el libro octavo de sus Confesiones, San Agustín nos hacer revivir el
tremendo drama interior de sus últimos combates previos a su conversión.
Páginas maravillosas que tocan las profundidades del corazón humano, y que han
inmortalizado la vida cristiana como un arduo combate que tiene por fin descansar
en Dios: quia fecisti nos ad te et inquietum est cor nostrum, donec requiescat in te; porque nos hiciste Señor para ti y nuestro corazón está inquieto hasta que
descanse en ti.
He aquí tres textos de esta incomparable obra de uno de los más grandes genios de la cristiandad.
He aquí tres textos de esta incomparable obra de uno de los más grandes genios de la cristiandad.
«Y
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a
no tenía yo que responderte cuando me decías: Levántate, tú que duermes, y sal de entre los muertos, y te iluminará
Cristo; y mostrándome por todas partes ser verdad lo que decías, no tenía
ya absolutamente nada que responder, convicto por la verdad, sino unas palabras
lentas y soñolientas: Ahora… En Seguida…
Un poquito más. Pero este ahora
no tenía término y este poquito más
se iba prolongando» (San Agustín, Confesiones,
VIII, 5).
«Y
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decíame a mí mismo interiormente: “¡Ea! Sea
ahora, sea ahora”; y ya casi pasaba de la palabra a la obra, ya casi lo hacía;
pero no lo llegaba a hacer. Sin embargo, ya no recaía en las cosas de antes,
sino que me detenía al pie de ellas y tomaba aliento y lo intentaba de nuevo; y
era ya un poco menos lo que distaba, y otro poco menos, y ya casi tocaba el
término y lo tenía; pero ni llegaba a él, ni lo tocaba, ni lo tenía, dudando en
morir a la muerte y vivir a la vida, pudiendo más en mí lo malo inveterado que
lo bueno desacostumbrado y llenándome de mayor horror a medida que me iba
acercando al momento en que debía mudarme. Y aunque no me hacía volver atrás ni
apartarme del fin, me retenía suspenso. Reteníanme unas bagatelas de bagatelas
y vanidades de vanidades, antiguas amigas mías; y tirábanme del vestido de la
carne, y me decían por lo bajo: “¿Nos dejas?” Y “¿desde este momento no
estaremos contigo por siempre jamás?” Y “¿desde este momento nunca más te será
lícito esto y aquello?”… Tal era la contienda que había en mí mismo contra mí
mismo» (Ibid, VIII, 11).
«M
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as
yo, tirándome debajo de una higuera, no sé cómo, solté la rienda a las
lágrimas, brotando dos ríos de mis ojos, sacrifico tuyo aceptable. Y aunque no
con estas palabras, pero sí son el mismo sentido, te dije muchas cosas como éstas:
¡Y tú, Señor, hasta cuándo! ¡Hasta
cuándo, Señor, has de estar irritado No quieras más acordarte de nuestras
iniquidades antiguas! Sentíame aún cautivo de ellas y lanzaba voces
lastimeras: “¿Hasta cuándo, hasta cuándo, ¡mañana!,
¡mañana!? ¿Por qué no hoy? ¿Por qué no poner fin a mis torpezas en
esta misma hora? (Ibid, 12)
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