Siempre
recuerdo con humor un comentario sobrado de ironía pero no exento de verdad que
oí a un anciano historiador sobre la reforma litúrgica: mira, me decía, quisieron hacer
una misa pobre para los pobres y los pobres dejaron de ir a misa.
Afortunadamente no fue este el criterio que guió al santo Cura de Ars cuando,
movido por su incansable celo apostólico, emprendió la conquista de la nueva
grey que se le encomendaba.
En
una de las mejores biografías sobre San Juan María Vianney, encontramos un
claro testimonio de su preocupación generosa y sacrificada por el decoro del
culto y la liturgia. Vivía lo que diariamente recitaba silenciosamente en el
ofertorio de la misa: Domine, dilexi
decorem domus tuæ, et locum habitationis gloriæ tuæ; Señor, he amado el
decoro de tu casa y el lugar donde reside tu gloria. También por esto Dios
colmó de fecundidad el ministerio de su humilde siervo.
«L
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a
santificación del domingo, sin la cual la vida cristiana queda reducida a la
nada, fue el primer objetivo que se propuso. La casa del Señor estaba
abandonada; era, pues, menester conducir a ella a los fieles, y para esto darle
más atractivo… El Rdo. Vianney amó en seguida aquella antigua iglesia como si
fuese su casa paterna. Para embellecerla, comenzó por lo principal, o sea, por
el altar, centro y razón de ser de todo el templo… La iglesia ganó mucho en
decencia y novedad.
Después
procuró aumentar el ajuar de Dios,
como decía en su lenguaje sabroso y lleno de imágenes. Visitó en Lión los
talleres de bordados y orfebrerías y compró cuanto le pareció de más precio. En la campiña, decían aquellos comerciantes
admirados, hay un cura pobre, delgado y mal arreglado, que parece no tener un
céntimo, y se lleva para su iglesia lo mejor. Un día de 1825, la señorita
de Ars fue con él a la ciudad para comprar ornamentos para la misa. A cada cosa
que le mostraban, repetía: ¡No me parece
bastante bien!... ¡Ha de ser mejor que esto!
Estas
transformaciones materiales no fueron en modo alguno inútiles. Fueron una
prueba del celo del pastor y alegraron a las almas fervorosas; algunos,
desconocidos en el templo, con más curiosidad, quizás, que devoción, se dejaron
ver en la iglesia los domingos» (Francis Trochu, El Cura de Ars, Ed. Palabra, Madrid 1986, p. 172).
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