jueves, 9 de mayo de 2013

UNA SABIDURÍA DEL CIELO


Existe un saber, el más sublime que se puede obtener en esta vida, que no lo otorgan los libros, ni los títulos, ni los diplomas; simplemente lo regala Dios a quienes le buscan y le aman, mediante la infusión de los dones del Espíritu Santo. Bajo la luz y el impulso de estos hábitos, el hombre alcanza una especie de agudo instinto sobrenatural para la comprensión de la verdad, para el juzgar recto sobre lo humano y lo divino, y para el actuar conforme al modo que más complace a Dios. “El primero y mayor de tales dones –enseñaba el beato Juan Pablo II- es la sabiduría, la cual es luz que se recibe de lo alto: es una participación especial en ese conocimiento misterioso y sumo, que es propio de Dios… Esta sabiduría superior es la raíz de un conocimiento nuevo, un conocimiento impregnado por la caridad, gracias al cual el alma adquiere familiaridad, por así decirlo, con las cosas divinas y prueba gusto en ellas. Santo Tomás habla precisamente de un “cierto sabor de Dios” (S. Th., II-II, q. 45, a. 2, ad 1, por lo que el verdadero sabio no es simplemente el que sabe las cosas de Dios, sino el que las experimenta y las vive” (Meditación dominical a la hora del Regina caeli, 9.4.1989). Urge implorar al Espíritu Santo una magnánima efusión de este don sobre todos los creyentes: no existe peor desgracia que la pérdida del gusto por las cosas de Dios.

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