Existe
un saber, el más sublime que se puede obtener en esta vida, que no lo otorgan los
libros, ni los títulos, ni los diplomas; simplemente lo regala Dios a quienes
le buscan y le aman, mediante la infusión de los dones del Espíritu Santo. Bajo
la luz y el impulso de estos hábitos, el hombre alcanza una especie de agudo
instinto sobrenatural para la comprensión de la verdad, para el juzgar recto sobre
lo humano y lo divino, y para el actuar conforme al modo que más complace a
Dios. “El primero y mayor de tales dones –enseñaba el beato Juan
Pablo II- es la sabiduría, la cual es luz que se recibe de lo alto: es una
participación especial en ese conocimiento misterioso y sumo, que es propio de
Dios… Esta sabiduría superior es la raíz de un conocimiento nuevo, un
conocimiento impregnado por la caridad, gracias al cual el alma adquiere
familiaridad, por así decirlo, con las cosas divinas y prueba gusto en ellas.
Santo Tomás habla precisamente de un “cierto sabor de Dios” (S. Th., II-II, q. 45, a. 2, ad 1, por lo que el
verdadero sabio no es simplemente el que sabe las cosas de Dios, sino el que
las experimenta y las vive”
(Meditación dominical a la hora del Regina caeli, 9.4.1989). Urge implorar
al Espíritu Santo una magnánima efusión de este don sobre todos los creyentes:
no existe peor desgracia que la pérdida del gusto
por las cosas de Dios.
No hay comentarios:
Publicar un comentario