La
inteligencia, esa noble potencia del alma, constituye la diferencia específica
del ser humano; por ella el hombre se distingue y sitúa muy por encima de
cualquier otro animal vivo. Gracias a la inteligencia podemos intus legere, leer dentro, entender,
traspasar la cáscara de las cosas y penetrar hasta las zonas más profundas de
lo real, y así no sucumbir ante las apariencias. Sobre esta facultad humana, el
Espíritu Santo derrama otro de sus grandiosos dones, el don de entendimiento,
que nos da una inteligencia superior de todo cuánto percibimos: “Mediante
este don -señalaba Juan Pablo II- el Espíritu Santo comunica al creyente una
chispa de esa capacidad penetrante que le abre el corazón a la gozosa
percepción del designio amoroso de Dios…La luz del Espíritu, al mismo tiempo
que agudiza la inteligencia de las cosas divinas, hace también más límpida y
penetrante la mirada sobre las cosas humanas. Gracias a ella se ven mejor los
numerosos signos de Dios que están inscritos en la creación. Se descubre así la
dimensión no puramente terrena de los acontecimientos, de los que está tejida
la historia humana. Y se puede lograr hasta descifrar proféticamente el tiempo
presente y el futuro: ¡signos de los tiempos, signos de Dios!”
(Meditación dominical, 23-4-1989).
Cuando
algunos dignatarios eclesiásticos se inclinan por un reconocimiento civil de
parejas del mismo sexo, aunque no sea el matrimonio; cuando vuelven a insistir
en la posibilidad de ofrecer la sagrada Comunión a los divorciados y vueltos a casar –lo que significaría la negación práctica de una verdad natural y
de fe, como lo es la indisolubilidad del vínculo matrimonial-; cuando los
especializados en escrutar los signos de los tiempos, no ven en ellos más que
una ocasión para ceder y ceder a lo que siempre halaga al mundo; cuando alguno sigue soñando con algún tipo de diaconisa en la Iglesia; cuando, en
fin, abundan los desvaríos en labios de quienes menos cabría esperarlos, no hay
más remedio que suplicar con vehemencia al Paráclito: “Ven, oh Espíritu divino, y envía
desde el cielo un rayo de tu luz” (Secuencia de Pentecostés). Sí, derrama con generosidad tu don de entendimiento sobre pastores y fieles.
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