De caelo fortitudo est. Del cielo viene la
fuerza; es la respuesta llena de fe que Judas Macabeo dirige a sus hombres para
animarlos al combate, ante un adversario de poderío ampliamente superior. “Fácil cosa es entregar una muchedumbre en
manos de pocos, los exhorta, que para
el Dios del cielo no hay diferencia entre salvar con muchos o con pocos; y no
está en la muchedumbre del ejército la victoria en la guerra, porque del cielo
viene la fuerza” (I Mac. 3, 18-19). Es la convicción sobrenatural de que se
lucha con la fuerza de Dios la que ha hecho grandes a tantos varones y mujeres
en la historia de la salvación. “Quizá nunca como hoy –decía Juan
Pablo II- la virtud moral de la fortaleza tiene necesidad de ser sostenida por el homónimo don del
Espíritu Santo. El don de la fortaleza es un impulso sobrenatural, que da vigor
al alma no sólo en momentos dramáticos como el del martirio, sino también en
las habituales condiciones de dificultad: en la lucha por permanecer coherentes
con los propios principios; en el soportar ofensas y ataques injustos; en la
perseverancia valiente, incluso entre incomprensiones y hostilidades, en el
camino de la verdad y de la honradez”
(Meditación dominical a la hora del Regina
Caeli, 14-5-1989).
Hoy,
en efecto, la tentación de ceder y acomodarse a la mediocridad reinante es
fuerte, como lo es igualmente el afán de rebajar las exigencias evangélicas,
para poder decir con pueril satisfacción que se está a tono con la cultura
imperante. El cristiano es y será siempre un soldado de Cristo, que lucha con
las armas de Dios, con la fuerza del Espíritu Santo, sostenido de lo alto; por eso siempre se crece frente a su adversario, como David frente a Goliat,
como Judas Macabeo frente al ejército enemigo. Con el don de fortaleza, que el
divino Consolador no deja de esparcir en su Iglesia, podemos evitar el
triste papel al que no pocos creyentes, curiosamente, parecen sentirse impelidos a ejecutar: el
papel del cristiano cobarde y acomplejado.
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