“Este hombre tiene un soplón…”, exclamó admirado un
sacerdote después de recibir una sabia respuesta del Santo Cura de Ars; con una
pronta y breve consideración, San Juan María Vianney daba respuesta a un
problema que por tiempo otros no acertaban a resolver. (Cf. A. Riaud, La acción
del Espíritu Santo en las almas, Ed. Palabra, Madrid 1998, p. 59). Los dones de
sabiduría, entendimiento y ciencia, necesitan como complemento natural el don
de consejo, por el cual el Espíritu Santo “enriquece y perfecciona la virtud de la
prudencia y guía al alma desde dentro, iluminándola sobre lo que se debe hacer,
especialmente cuando se trata de opciones importantes (por ejemplo de dar
respuesta a la vocación), o de un camino que recorrer entre dificultades y
obstáculos… El don de consejo actúa como soplo nuevo en la conciencia,
sugiriéndole lo que es lícito, lo que corresponde, lo que más conviene al alma.
La conciencia se convierte entonces en el ‛ojo sano’ del que habla el Evangelio
(Mt 6, 22), adquiere una especie de nueva pupila, gracias a la cual es posible
ver mejor qué hay que hacer en una determinada circunstancia, aunque sea la más
intrincada y difícil” (Juan Pablo II, Meditación dominical, 7-5-1989).
Cuando abunda en el mundo una señalética secularizada y hasta perversa, que
tiende a desdibujar las nítidas fronteras entre el bien y el mal, lo natural y
lo antinatural, entre lo que realiza o corrompe, se hace muy necesario un Divino Soplón a quien seguir dócilmente
en nuestras decisiones y opciones de vida.
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